Periodismo

Juan Villoro, una vocación periodística que se fraguó en el fuego

El escritor narró cómo encontró él mismo su vocación periodística: fue en 1970, cuando tenía 14 años y presenció el incendio del edificio Aristos de la Ciudad de México. Allí descubrió que pertenece “a la legión de los que se encandilan con el fuego y buscan explicaciones en las cenizas”.
miércoles, 2 de noviembre de 2022 · 18:40

Bogotá (Proceso).– Juan Villoro entiende muy bien que México, su país, y Colombia están inexorablemente unidos por sus paradojas vitales. Ambas naciones comparten una tradición literaria que dialoga a través de escritores memorables como Juan  Rulfo y Gabriel García Márquez.

También sus músicas, la cumbia y las rancheras, entretejen la historia de jolgorios memorables aquí y allá. Además, qué decir de la violencia que golpea a los dos países, de las bandas criminales que los azotan.

Y, desde luego, Villoro no dejó pasar la oportunidad que le dio su visita a Bogotá para hablar de esos mundos compartidos.

El escritor mexicano vino a recibir el premio a la Excelencia de la Fundación Gabo y a la audiencia que atestiguó la entrega del reconocimiento, el viernes 21, le habló de la admiración que existe en México y Colombia por un enorme reportero llamado Gabriel García Márquez, un maestro de periodistas “que enseña a ver lo visible y lo invisible”.

Una vez con el premio en la mano –la escultura de un teclado de computadora que le entregó el escritor nicaragüense Sergio Ramírez–, Villoro se acercó al micrófono colocado en el templete del auditorio del gimnasio Moderno, de Bogotá, y sacó un texto de seis cuartillas que traía en una carpeta bajo el brazo.

Cuando acabó de leer, 14 minutos después, los periodistas, académicos y la gente interesada en relatos magistrales que se había congregado en el auditorio lo ovacionó de manera espontánea. Muchos comentaron en cadenas de WhatsApp que estaban conmovidos.

Entre otras cosas Villoro dijo, leyó, que siendo muy joven, García Márquez fue capaz de reportear “el rumor que dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas”. Era 1948, tiempos de toque de queda en Cartagena, y el joven reportero y escritor lamentaba en una crónica que ya no hubiera serenatas y se perdiera el placer de deambular al cobijo de la madrugada.

Sin hablar de política, dijo Villoro, García Márquez “denunció lo que se pierde con la política”. En esa crónica, Gabo “recordó la época, ya ilusoria, en que la ‘madrugada era verdad’, cuando la gente aún salía a cantar por amor. Eso era lo que el gobierno había arrebatado, la libertad de deambular a deshoras para oír el mensaje del azúcar que sólo oyen los enamorados. A partir de un indicio incomprobable (la forma en que se endulzan las naranjas), el periodista logró una excepcional metáfora política”.

García Márquez, añadió, “se apoyó en lo invisible, como un sastre que oculta un hilo para sostener su tejido, pero también prestó atención a las minucias que sólo para algunos son visibles”. Una lección de periodismo.

Luego Villoro relató una anécdota que le contó Sergio Ramírez acerca de una cena que compartieron García Márquez y el escritor mexicano Carlos Fuentes, en los noventa, con el entonces presidente de Estados Unidos Bill Clinton.

Para Fuentes, el mejor momento ocurrió cuando el presidente recitó sin vacilación una página de El sonido y la furia, de William Faulkner. Pero a García Márquez lo que más le impresionó no fue ni la inteligencia ni la astucia ni la palabrería de Clinton.

Nada de eso –dijo Villoro–: Gabo se sorprendió de que el mandatario hablara en forma ininterrumpida sin probar bocado. Así que, en un momento en que Clinton se alejó de la mesa, García Márquez lo siguió “y por la puerta entreabierta de la cocina vio al dignatario devorar un trozo de pan”.

“Así atrapó una imagen de perfecta elocuencia: la cena del presidente fue un mendrugo; mientras más grande es el poder, más infame es su salario. Una y otra vez, Gabo fue el mejor enviado especial. En su encuentro con el hombre más poderoso de la Tierra, no podía fallar.”

Un jurado conspirador

Villoro narró cómo encontró él mismo su vocación periodística. Fue en 1970, cuando tenía 14 años y presenció el incendio del edificio Aristos de la Ciudad de México, donde quedaba la escuela de música a la que acudía a tomar clases de guitarra con un enorme estuche al hombro.

Allí descubrió que pertenece “a la legión de los que se encandilan con el fuego y buscan explicaciones en las cenizas”. Durante horas, Villoro observó maravillado “el heroísmo de los bomberos y los voluntarios, el pánico de quienes habían buscado refugio en la azotea, las ventanas rotas de las que salían lenguas de fuego y la gente arrodillada en la banqueta, rezando por personas que no conocían”.

Al volver a casa, Villoro se sentó a escribir una columna que publicaba en el diario escolar La tropa loca. Por primera vez se olvidó de los chismes del colegio, que hasta entonces habían sido su materia prima periodística, y optó por una crónica del incendio.

“No escribí de cortejos ni noviazgos, sino de lo que la gente hace ante las llamas. Muchos años después sabría que otros cronistas habían pasado por un rito de paso similar”, aseguró el escritor y periodista al compartir con el público cómo se fraguó su vocación, hace 52 años.

Villoro dice a Proceso que el premio a la Excelencia de la fundación creada por Gabriel García Márquez en 1994 lo tomó por sorpresa, porque no se trata de un reconocimiento al que se postula un trabajo, sino de que un buen día alguien llama por teléfono y le informa que un jurado conspiró a su favor.

“Me dio gusto que (el premio) esté asociado con el nombre de García Márquez. Es un placer adicional y una gran responsabilidad, porque es uno de los cronistas que más admiro. He escrito sobre él y he dado cursos acerca de su obra, de modo que todo esto lo veo como un accidente feliz”, asegura.

De la violencia, del narcotráfico, Villoro dice a este semanario que, en principio, hay que dejar de hablar de narcotráfico, que es sólo parte del problema, y hablar de crimen organizado, “que es algo más complejo”.

“El crimen organizado –dice– ha permeado los gobiernos, los mandos militares y la economía en su conjunto, y opera en su interior. Hoy en día, los presidentes tienen menos fuerza que los directivos de las grandes corporaciones. No gobiernan los partidos, gobiernan las élites, los poderes fácticos, y el crimen organizado no es ajeno a las élites.”

Asegura que “en Chile, Colombia y México hay gobiernos que se pretenden progresistas, pero todos son inermes ante las élites”, así que “no basta cambiar un gobierno por otro para remediar la situación”.

Para ello, señala, se requiere “de una profunda transformación estructural que por el momento no ocurre en ningún país y que es difícil de realizar, porque también responde a intereses globales: el mercado mundial no es sólo cómplice del crimen organizado; depende de él. El primer paso para cambiar esto es comprenderlo. Una tarea urgente para el periodismo”.  

Texto publicado en el número 2400 de la edición impresa de Proceso, en circulación desde el 30 de octubre de 2022. 

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