Gerardo de la Torre
Gerardo de la Torre y José Agustín: “Un día de otoño de dos muchachos locos”
Este relato fue solicitado a la hija del narrador Gerardo de la Torre –también escritora–, fallecido el viernes 7 a los 83 años. Yolanda, sobrina a la vez del también escritor José Agustín, lo tituló como paráfrasis de la novela de su padre Los muchachos locos de aquel verano (1994).Este relato fue solicitado a la hija del narrador Gerardo de la Torre –también escritora–, fallecido el viernes 7 a los 83 años. Yolanda, sobrina a la vez del también escritor José Agustín, lo tituló como paráfrasis de la novela de su padre Los muchachos locos de aquel verano (1994); y es que escogió para Proceso el tema del reencuentro entre ambos colegas y parientes políticos tras 40 años de no verse, una tarde de 2019.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– El 17 de noviembre de 2019 mi papá, Gerardo de la Torre, visitó en Cuautla a José Agustín. No había estado ahí en alrededor de 40 años y llevaba más de 10 sin ver a mi tío. José Agustín estaba de pie en la sala cuando mi padre entró a la casa con la prisa de verlo. Ambos se contemplaron unos instantes. Pepe, ¿me reconoces?, preguntó De la Torre. ¡Gerardo, cómo no! Ambos se abrazaron: mi papá lo estrechó con cuidado, como si no quisiera oprimir demasiado a ese hombre que consideraba su hermano, y mi tío hizo lo propio con la infinita ternura de todos los Ramírez.
Fue la última vez que estuvieron juntos esos muchachos locos. Era otoño y en Cuautla el aire estaba un poco más frío que de costumbre.
Una mesa de plástico con botanas, vasos y una botella de vino fue colocada en el amplio jardín que mi tía Margarita Bermúdez cuida amorosamente: allá la flor del paraíso, acá el ardiente tabachín, atrás la gigantesca araucaria que sembró mi abuelo Augusto, un rosal en el centro. Alrededor de mi padre y mi tío nos sentamos Alexandra Martínez Medina y Miguel Ángel Navarrete, amigos entrañables de mi papá que lo llevaron a la cita; mi primo Agustín Ramírez y su novia, Karen Lizama; Margarita y yo.
Mi padre tomó de inmediato las riendas de la conversación, y mientras abría la botella y servía el vino, nos condujo paulatinamente a los recuerdos compartidos por él y por mi tío: la infancia y adolescencia en la Narvarte, los enfrentamientos con pandillas en los años 50, la creación del periódico y el grupito de letras del barrio, la influencia en ellos de James Dean en Rebelde sin causa y de la película La batalla de Argel, el extraordinario talento como lanzador de la liga infantil de beisbol que tenía mi tío, las clases de literatura con Arreola y los cursos de teatro en la Casa de la Asegurada que se encontraba en Dr. Vértiz y Obrero Mundial, los volanteos en camiones en favor del movimiento del 68, las obras que ambos escribieron en su primera juventud, la matanza de Tlatelolco, la prematura muerte de mi mamá. José Agustín respondía con sus propias memorias y los demás asentíamos, maravillados. Hablar con mi padre, escucharlo, era como vivir cientos de vidas.
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Aunque nació en la ciudad de Oaxaca el 15 de marzo de 1938, tres días antes de la expropiación petrolera, y en su primera infancia radicó en el puerto petrolero de Minatitlán, la mayor parte de sus 83 años papá los pasó en la Ciudad de México, entonces el Distrito Federal. Acá llegó a los siete años con sus padres, Alicia Morales Pérez, oaxaqueña, y Francisco de la Torre Novoa, minatitleco, de quienes fue el primogénito de siete hijos: tres muchachos, una niña y tres pequeños más para conformar una familia de nueve.
A pesar de que era brillante, o quizá por eso, comenzó a ausentarse del segundo grado de secundaria para subir tranquilamente a la azotea de su casa a leer como un bendito, pues se sabía capaz de pasar los exámenes de secundaria a título de suficiencia. Mi abuela Alicia, su mamá, lo solapó siempre, pero mi abuelo, que no estaba de humor para hijos vagos, decidió meterlo como obrero a la refinería de Azcapotzalco. Mi papá tenía 15 años. Poco después mi abuelo Pancho se quedó sin trabajo, y mi padre, a su corta edad, se convirtió en la única fuente de sustento de la familia. Ahí, en esos días, posiblemente nacieron su inmensa necesidad de cuidar a otros y su conciencia de clase, su total repudio a cualquier tipo de injusticia. El de la refinería no fue, por cierto, su primer empleo: antes, con un hermano suyo, mi tío Daniel, fue ayudante de un titiritero y tuvo otros pequeños oficios.
Ya ubicados en la calle de Palenque, en la Narvarte, colonia a la que mi papá arribó en 1949, los De la Torre Morales –entonces todavía ocho sumando padres e hijos– vivían apiñados en un departamento de dos recámaras y a mi papá le tocaba dormir en la sala. Sus hermanos cuentan que cuando ellos hacían mucho ruido de noche él, desde el sillón, les lanzaba un zapatazo y un par de gritos capaz de cimbrar toda la casa, pues tenía que levantarse muy temprano. Gracias a la pericia ahorrativa de mi abuela Alicia, y a que con el tiempo los demás hermanos sumaron sus cuotas al erario familiar, nunca les faltó nada a pesar de que en términos de clase se encontraban por debajo de la media.
Los Ramírez Gómez, por su parte, provenían de un estrato más alto. Mi abuelo materno, Augusto Ramírez Altamirano, era capitán piloto aviador y estaba en capacidad de proveer a los suyos de más comodidades que mi abuelo Pancho, apostador que todo lo perdía. Pero eso no fue ningún obstáculo para que mi papá y mi tío Alejandro Ramírez, unos chiquillos de no más de 15 años entonces, pasaran de vecinos que vivían en la acera de enfrente a mejores amigos. No transcurrió mucho tiempo antes de que mi padre se convirtiera en parte de los Ramírez, a quienes los prejuicios sociales jamás les hicieron ni cosquillas: a mi abuelo, papá se lo había metido a la bolsa, mi abuela Hilda aceptaba que era un crío muy guapo, “como artista de cine”, y ya era amigo, además, de mi tío Augusto, mi tía Hilda, mi tío José Agustín y mi mamá, Yolanda, la Yuyi, quien por entonces no era más que una niña.
Todos ellos querían a mi papá con amor del bueno. Como ya trabajaba, tenía dinero para libros que pasaron por todos los Ramírez. “Cuando José Agustín tenía 13 años y tu mamá tenía 11 ya leían a Sartre y Camus”, me comentó más de una vez. Con los Ramírez lo ligaba también su pasión por el teatro –juntos estudiaron con Carlos Ancira, quien montó la primera obra escrita por mi papá, cuando tenía 20 años, y con Rodolfo Valencia, asistente de Seki Sano–, el cine, el beisbol, la militancia política dentro de la clandestinidad en que entonces operaba el Partido Comunista y, por supuesto, el periodismo y la literatura, que habrían de vincularlo para siempre con José Agustín más allá de los lazos fraternales que con la boda de mi padre con Yolanda Ramírez, cuando ella tenía 18 años y él 26, se hicieron de sangre.
Mamá falleció tres años después, en noviembre de 1967, una semana después de que nací. La herida de su viudez, la pérdida de mi madre, fue algo de lo que papá nunca pudo curarse a pesar de que en Muertes de Aurora abordó el tema con tal crudeza que nunca pude terminar de leer la novela: conocer su dolor me conmovió hasta lo insoportable. Todavía hace unos años me dijo que a menudo pensaba en ella, en su inteligencia, en su generosidad, en su arrebatada y juvenil forma de amarlo. No la dejó de extrañar nunca.
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Aquella tarde en la casa de Cuautla, con un José Agustín instalado en la cabecera de la mesa al lado mi padre, la pasamos cerca de la sombra de un inmenso árbol de mango bajo las nubes altas de un cielo sosegado y claro –abierta la botella, un brindis tras otro–, como escuchas atentos de mi padre, que entonces todavía era un toro de tremenda fortaleza a pesar de que había pasado por un infarto y un cáncer de vejiga, y que, cuando tenía ganas de conversar, era imparable y memorioso como pocos. Entre él y mi tío desmenuzaron el paso de los dos por el taller de Arreola, las correcciones que mi papá le hizo a La tumba (cuenta la leyenda que el final fue una sugerencia suya), los tochitos en la calle de Palenque, la terrible muerte de Anya Schroeder, los días de ácidos y mota, el terrible carácter de mi tío Augusto, la forma en que todos ellos lloraron el asesinato del Che, los inverosímiles desmanes de Parménides García Saldaña, la generosidad de Joaquín Diez-Canedo padre al abrir las puertas de la editorial Joaquín Mortiz a toda una nueva generación de narradores, la influencia de José Revueltas en ambos, la manera en que los marcó la amistad con Vicente Leñero… Y así continuaron un par de horas que pudieron ser 10.
Papá estaba feliz, chispeante. Su rostro duro, tenso –esa máscara con la que siempre intentó ocultar su ternura– ardía encendido por el vino y el afecto. Mi tío, que normalmente, a estas alturas de la vida, intenta escabullirse de las visitas tan pronto como puede, no puso en práctica ninguna táctica de escape: sus enormes ojos a veces verdes, a veces grises, brillaban divertidos mientras él y los demás intentábamos no perdernos en las palabras de mi padre, en sus inacabables recuerdos de tiempos ya muy lejanos.
Sólo cuando Margarita nos indicó que la comida estaba lista la charla se detuvo un poco. Entonces fuimos a la terraza desde donde José Agustín, cada tarde, contempla el cielo. Papá comió bien, con buen apetito; cosa rara, también mi tío. Continuaron las bromas, los brindis por el mítico encuentro, la plática animada, y antes de que nos diéramos cuenta se estaba haciendo tarde.
Mi padre, entre abrazos y besos, se fue poco después de las siete de la noche.
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Mientras que José Agustín saltó a la fama a edad muy temprana, mi padre labró su camino con más lentitud: aunque de muchacho ya escribía cuentos muy sencillos y poemas en cuyos versos se escondían Vallejo, Mayakovski y algunas francas perlas del humor (En la boca tabaco,/ en los pulmones humo./ No tengo para un taco/ pero qué tal fumo), fue tras su paso por el taller de Arreola y la publicación de El otro diluvio, apenas un cuadernillo, cuando se tomó la literatura en serio. Así, primero vio la luz La línea dura y luego una novela que marcó el hallazgo de una voz: Ensayo general. Esos libros, junto con el volumen de cuentos El vengador y su siguiente novela, Muertes de Aurora, fueron, a lo largo de los siguientes 20 años, lo que más se conoció de su obra, misma que hoy se tendría que revalorar como parte de la literatura mexicana de dos siglos.
Antes de cumplir 30, De la Torre se fue de la refinería a instancias de Juan Manuel Torres, quien lo invitó a ser guionista de la primera versión mexicana de Plaza Sésamo. Papá les puso el nombre en español a muchos personajes, como Beto, Enrique, Archibaldo, Paco, Abelardo y Pancho Francisco, y a partir de ahí se convirtió en un experto en el arte de escribir para la televisión con más de 500 guiones en su haber. Por la serie El que sabe, sabe, en la que adaptó el sistema educativo de Freire, recibió un premio de la Unesco. Como guionista de cine, labor a la que se entregó durante los años ochenta y noventa, estaba orgulloso de algunas de sus colaboraciones con Felipe Cazals, como Padre Kino, El Tres de Copas y Los niños de Morelia, acerca del exilio español, con la que ganó un Coral a mejor guion inédito en el Festival de la Habana.
A mediados de los ochenta se convirtió en director de la Casa del Lago. En su oficina tenía un rifle de diábolos con el que solía matar ratas y, posiblemente, sin querer, alguna que otra ardilla. Se paraba en la puerta de la Casa con un aire de Hemingway en África, en busca de algún movimiento sospechoso entre las plantas y los árboles del Bosque de Chapultepec, y ¡bam! Por allá caían los pobres roedores. También le encantaba hacer las veces de jurado en sus concursos dominicales de cuento contra reloj, para los que dio nuevo uso a las mesas de ajedrez. De dónde extraía tiempo para escribir no sé, pero en ese mismo periodo publicó Hijos del Águila, novela sobre la expropiación petrolera por la que obtuvo su primer reconocimiento, otorgado por Pemex; el segundo, ya en los noventa, fue por Los muchachos locos de aquel verano (Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero 1992), y el tercero, más de una década después, por Nieve sobre Oaxaca (Premio Nacional de Novela Breve Rosario Castellanos 2009).
Mi padre, entre los años ochenta y noventa, era un escritor conocido por sus pares y con cierto prestigio, pero todavía con escasos lectores. La temática obrera, de poco interés para una clase media aspiracionista, lo separaba de La Onda y su público. Sin embargo, sus colaboraciones periodísticas para el suplemento de El Nacional, al que le abrió las puertas Juan Rejano en la década de los setenta, la revista Memoria de Papel, bajo el mando de Patricia Urías, en los ochenta, y el suplemento cultural El Búho, que abandonó en 1991, entre otras publicaciones, muestran que tenía preocupaciones personales, sociales y culturales mucho más amplias que también se evidencian en su obra cuentística, la cual incluye libros de tan alta factura como Viejos lobos de Marx, Tobalá y otros mezcales oaxaqueños, La lluvia en Corinto y De amor la llama.
Los últimos 30 años mi papá se dedicó a la enseñanza y la escritura: sólo en la Escuela de Escritores de la Sociedad General de Escritores de México (Sogem) impartió clases de cuento a más de 50 generaciones y eso multiplicó exponencialmente su número de lectores. Generoso, recto y amado como pocos, a sus alumnos les regalaba todo: botellas, discos, libros, chamarras, computadoras, impresoras, escáneres, revistas, películas, pantalones. Pasó cientos, miles de noches enseñándoles a jugar dominó, a ver a Fellini y a Lean, a leer concienzudamente a Tolstoi y Dovstoievsky o, como él decía, Tostoievsky, a ser gente de izquierda, a ver por los que menos tienen.
De su etapa final como narrador, digamos de 10 años a la fecha, datan La muerte me pertenece, novela sobre la eutanasia basada en la muerte de su única hermana mujer, mi tía Silvia, a causa del cáncer; Instantáneas, libro de entrañables retratos de los amigos ya fallecidos de mi padre con el que se configura una erudita crónica de la vida cultural mexicana entre los años sesenta y el presente, y Satán en San Xavier, continuación de Nieve sobre Oaxaca, para la que mi papá buscó casa editorial sin encontrarla durante los últimos meses. Un día antes de morir le preocupaba no haber podido entregarle a Paco Ignacio Taibo una novela sobre los niños de Morelia, y todavía me dijo que se le estaba ocurriendo otra más sobre nuestra familia; que, a pesar de que ya no era capaz de sentarse a escribir, a la cabeza se le venían párrafos enteros. Nunca, ni cuando ya sentía que se iba, dejó de ser un creador.
Los meses pasados, tras un infarto ocular que le quitó la vista del ojo izquierdo, mi papá había comenzado a debilitarse seriamente. A mediados de octubre pescó un resfriado que lo tiró en cama más de una semana. Aunque para noviembre parecía estar mejor, comenzó a sufrir problemas para respirar que todos, junto con él, creímos que eran secuelas del covid, asumiendo que la gripa había sido un contagio pandémico. Para diciembre cada vez estaba más desgastado, más débil, y a causa del dolor para respirar ya rara vez se ponía frente a la computadora. A fines de año tuvo la oportunidad de ver a los dos hermanos que le quedaban, se despidió de ellos. Los días siguientes, al ver que la condición de mi papá no era mejor, decidimos llevarlo con un médico particular.
Papá falleció el viernes 7 de enero de este año. Tuvo un súbito desvanecimiento en el hospital Star Médica de Cuautitlán Izcalli, adonde había ido a consulta con mi sobrino, con la esperanza de vivir más, y ya no despertó. La causa oficial fue un choque cardiogénico. Su semblante era el de un hombre que al fin estaba en paz. Después supimos que en realidad llevaba muriéndose varios días, pero era tan fuerte, tan estoico, que lo que a la Parca le habría tomado con cualquier otro unas horas, con él le tomó una semana.
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Mis tíos José Agustín y Margarita estuvieron al tanto de mi padre durante su último periodo de enfermedad. Querían que viniera a Cuautla, que se quedara aquí a pasar un invierno más amable. Margarita ya había planeado cederle el estudio de la casa y estaba dispuesta a brindarle los mismos cuidados que a mi tío.
El 5 de enero les avisé a mis tíos que iba a la Ciudad de México para acompañar a mi papá al doctor. Me fui el día 6 por la mañana y pasé toda la tarde con él rememorando anécdotas de familia. Estaba vestido con pants y un suéter azul claro de cuello de tortuga. Delgado, con el cabello blanco que le hacía ver los ojos más claros, aceitunados, casi verdes, tenía mejor semblante y daba la impresión de haberse recuperado un poco, pero al caer la tarde fue a encerrarse a su recámara, lleno de molestias. Poco después, antes de irme, me escurrí en su habitación y le di un beso. Fue la última vez que lo vi con vida. Al día siguiente, 7 de enero, poco antes de la medianoche, le avisé a mi tía Margarita que mi papá había muerto.
El sábado 8 de enero por la mañana, mi primo Andrés Ramírez le dio por teléfono la noticia a José Agustín. ¡Se fue mi hermano mayor, mi hermano mayor en la literatura!, exclamó mi tío. Luego, quiero pensar, se quedó viendo la luz por la ventana, como si por ahí pudiera contemplar a mi padre con su hermana, la Yuyi, con mis abuelos de ambas familias, invitados de honor, con los hermanos de mi papá y los amigos compartidos que ya partieron, todos brindando juntos en el soleado jardín de la casa de Cuautla: acá la palmera, ahí la bugambilia, allá el capitán Augusto y la abuela Hilda, más acá mi abuelo Pancho y mi abuela Alicia, allí hermanos De la Torre que partieron antes que mi padre: Daniel, Silvia, Julio, Luis, en una esquina Parménides, en la otra Juan Manuel Torres, en medio Leñero con Revueltas, de este lado mi tío Augusto pintándolos a todos, y quizá más allá, en el fondo, discretos, Yolanda y Gerardo, muy cerca de la alberca.
Como en ese día de otoño de dos muchachos locos.