Con motivo del cierre de la cárcel de máxima seguridad de Puente Grande, en Jalisco, anunciado el pasado 28 de septiembre por el gobierno federal, el periodista J. Jesús Lemus expone los horrores que sufrió en los intrincados y oscuros pasillos de aquel infierno al que fue arrojado por revelar las relaciones que, asegura, mantenía Luisa María Calderón Hinojosa –hermana del entonces presidente Felipe Calderón– con Servando Gómez Martínez, La Tuta, jefe del Cártel de Los Caballeros Templarios.
La cárcel federal de Puente Grande, en Jalisco, siempre me pareció que sería mi tumba. De alguna forma lo fue: allí, entre sus altas paredes, en las mazmorras húmedas y pestilentes se quedó una parte de mí. Hace exactamente 3 mil 219 días que salí de esa prisión y no ha pasado uno solo de ellos en el cual el recuerdo no me lleve otra vez al interior de la celda.
Desde el 11 de mayo de 2011 a la fecha no ha ocurrido una sola noche de sueño plácido; la pesadilla de la cárcel siempre me despierta al filo de la madrugada. Empapado de sudor, sintiendo los golpes de los toletes de los guardias que se prenden en la espalda, los ladridos de los perros taladrando los sentidos y los tirones de cabellos de una mano anónima que me obliga a ver los ojos rojos y vidriosos de un guardia, me levantan azorado.
Esa es la manera de vivir todos los días mi encierro en Puente Grande. Hoy soy un hombre libre, pero sólo físicamente. A la menor provocación, un sonido o un olor siempre me regresan al interior de la celda donde permanecí tres años y cinco días, acusado falsamente de delitos graves, como fomento al narcotráfico y delincuencia organizada.
Los cargos que se me imputaron por parte de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) de Genaro García Luna –luego de haber publicado en el periódico
El Tiempo de La Piedad, Michoacán, las relaciones que mantenía Luisa María Calderón Hinojosa, hermana del entonces presidente Felipe Calderón, con Servando Gómez Martínez, “La Tuta”, jefe del Cártel de Los Caballeros Templarios– todavía son un estigma social que me mantiene en el desplazamiento.
Después de la cárcel, luego de que decenas de medios publicaron un boletín de prensa con mi fotografía, donde la SSP y la entonces Procuraduría General de la República festejaban mi detención, fui calificado mediáticamente como “El Narcoperiodista”, “El falso reportero que dirigía el Cártel de Los Caballeros Templarios en Michoacán”, “El Narcorreportero que operaba en siete estados del país”.
La vergüenza de esas publicaciones me hizo abandonar mis círculos sociales y familiares, y las amenazas anónimas de muerte me obligaron al destierro. Desde hace nueve años no pongo un pie en mi tierra. Desde hace nueve años, además de vivir el desplazamiento forzado, huyendo de un lado a otro por todo el país, sigo siendo preso de la cárcel de Puente Grande.
La brutalidad con la que fui tratado dentro de ese penal federal no sólo me dejó lesiones físicas, las secuelas psicológicas simplemente no han sanado. Todos los días supuran. Todos los días me sumen en estados de depresión, angustia y pánico que, a veces, sólo aminoran con el alcohol y el tabaco.
Es una muerte lenta, lo sé, pero al menos así puedo alcanzar momentos de cordura que me permiten seguir en lo que más amo: el ejercicio libre del periodismo.
Este es un adelanto del testimonio del número 2292 de la edición impresa de Proceso, publicado el 4 de octubre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí