Taiwán, un país ignorado por el mundo, pero que está en la mira de China
Refugio de los enemigos de Mao desde 1949, Taiwán se ha vuelto un dolor de cabeza para Beijing: no reconoce su soberanía, pero se ve obligado a comerciar con ese país, y al mismo tiempo lo sabotea, le impone cuarentenas y le arrebata socios comerciales… y ambas naciones se apuntan con misiles. Los habitantes de la antigua Formosa se sienten orgullosos de su independencia y de sus logros democráticos, pero saben que China ha iniciado ahora una ofensiva para recuperar el control de la isla.
TAIPÉI (Proceso).- En la Torre 101 confluyen tradición y tecnología. A los pies de esa caña de metal y cristal nunca escasean los turistas fotografiando su silueta contra el cielo plomizo de la isla. Un jubilado ondea una bandera roja con estrellas amarillas mientras jóvenes independentistas reparten folletos sobre las violaciones de derechos que comete Beijing.
Ningún país se siente más orgulloso y celoso de su democracia que Taiwán (país oficialmente llamado República de China). De sus discusiones parlamentarias, de sus protestas callejeras, de sus participaciones masivas en las elecciones, de su vibrante sociedad civil, de la igualdad de derechos de sus mujeres o de los únicos matrimonios gay de Asia. Las invocaciones a la democracia subrayan su diferencia con la República Popular China.
El estrecho de Formosa es la zona donde China y Estados Unidos se han citado para dirimir el liderazgo global. Hoy muestra un coctel inquietante tras la llegada al poder, en 2016, de los soberanistas en Taipéi, la declinante paciencia china por una reunificación que no llega pero se espera y por el efecto Trump.
Beijing y Taipéi suman siete décadas de relación complicada y reñida con la lógica. Es absurdo que Vincent Lu haya pasado buena parte de su vida en embajadas de todo el mundo y no haya pisado nunca el país en el que nacieron sus padres: Taipéi se lo impide a sus funcionarios para evitar que China los reclute como espías.
Fue un absurdo histórico-geográfico-económico hasta hace sólo 10 años que los pasajeros pasaran por un tercer país para cruzar los 130 kilómetros del estrecho. Y es absurdo el limbo jurídico en el que aguanta Taiwán: soberano pero ignorado por el mundo, ejerciendo una independencia que no puede declarar; un país de hecho, no de derecho.
Beijing reclama como suya la isla desde que los nacionalistas se refugiaron allí en 1949 y exige el reconocimiento del principio de una sola China, a pesar de las inversiones a fondo perdido con las que Taipéi la compensa. Hoy Taiwán apenas conserva como socios a 17 países repartidos sobre todo en el Caribe y Oceanía.
Perdió en 2018 a San Salvador, tercer país socio en un año, en una ofensiva china por extinguir la huella internacional de Taipéi; igual le quita aliados que impone a las aerolíneas internacionales que dejen de referirse a Taiwán como país.
Taipéi aclaró que concentraría sus esfuerzos en países con sus mismos ideales, en la enésima invocación a su democracia frente a la economía china, pero en geopolítica no abunda el romanticismo.
Taiwán presta ayuda a través del Fondo de Desarrollo para la Cooperación y Desarrollo Internacional a Suazilandia, Tuvalu o Belice y otros países que cuesta situar en el mapa.
“Todo es mucho más difícil cuando estás fuera de la ONU, incluso si tienes los mejores propósitos”, señala Timothy T. Y. Hsiang, secretario general de esa instancia. La sede está decorada de fotografías con sus proyectos de colaboración en sociedades atrasadas. Conmueve sentarse junto a estos jóvenes idealistas que se desloman en esos países pobres y saben que algún día serán expulsados sin recibir las gracias. Los médicos taiwaneses debieron irse a la carrera cuando Burkina Faso cortó relaciones con Taipéi, dejando atrás los equipos de los hospitales levantados con capital isleño y los vehículos de los diplomáticos.
Conmueven también los esfuerzos por encontrarle las grietas al muro chino. Cerrados los contactos diplomáticos y las organizaciones internacionales, quedan áreas menos sensibles como la educación, la cultura, el deporte y el turismo. Desde la Fundación de Intercambio Taiwán-Asia se explora cualquier vía de colaboración con el continente. “Nuestra estrategia es no irritar a China, muchos países nos piden que no demos mucha publicidad a los acuerdos que firmamos”, revela Michael Hsiao, consejero de la presidenta Tsai.
El factor económico
El 75% del PIB taiwanés descansa en las exportaciones y 40% de ellas acaba en China. Estrechar esa dependencia con potenciales repercusiones en la soberanía es una urgencia política y no se intuye fácil.
China es el socio natural por su cercanía y la lengua y cultura compartidas. Desde el Instituto de Investigación Económica Chung-Hua apuntan que podría rebajarse a 30% en un plazo de cinco o 10 años si sigue la guerra comercial entre Beijing y Washington. “Las crisis ajenas son una oportunidad. Si Trump sube 25% los aranceles a China, habrá una rápida demanda hacia productos de otros países”, opina el investigador Jiann-Chyuan Wang.
La economía de Taiwán ha dejado atrás sus días gloriosos. Pocos países se beneficiaron más del despertar de China, con cuya economía tenía una relación simbiótica: Beijing procuraba el mercado vasto y la mano de obra barata que demandaban sus compañías tecnológicas.
A Taiwán le urge renovar su modelo caduco porque sus teléfonos celulares y computadoras no son mejores hoy que los chinos, y los costos de producción en el continente se han disparado. Es un cuadro complejo y algo esquizofrénico en el que Taipéi busca al mismo tiempo ampliar su oferta hacia el mercado que aguanta su economía y rebajar su dependencia comercial.
La declinante economía estimula una inquietante fuga de talento al interior. La treintañera Bao Ren, taiwanesa orgullosa, se mudó el año pasado a Beijing para trabajar en la boyante industria cinematográfica. “Aquí ganó el doble. En Taiwán los salarios no han aumentado en 10 años, es deprimente. Nuestro cine está moribundo. No hay inversores, se aguanta por los subsidios. Muchos hemos venido porque carecemos de alternativas”, se justifica.
El eterno equilibrio entre la economía y la identidad marca la relación de los taiwaneses con Beijing. Sólo 3% se reconoce como chino, pero nadie desea malas relaciones con el vecino. Los isleños han echado del poder al soberanista Partido Democrático Progresista (PDP) cuando se ha preocupado sólo en irritar a China, mientras la excesiva sintonía del Kuomintang con Beijing ha generado movilizaciones por la sospecha de que la mano económica china era un caballo de Troya hacia la reunificación.
La presidenta Tsai Ing-wen no pertenece al ala dura del PDP, que exige la declaración formal de independencia, pero subraya la identidad taiwanesa con más tozudez de la que Beijing puede tolerar. El enojo chino se ha traducido en rutinarias maniobras navales y aéreas en el estrecho y en la reciente prohibición a sus nacionales de viajar a Taiwán si no es en grupo. Es seguro que la isla, que recibió a 2 millones 690 mil turistas chinos el pasado año, sentirá el impacto.
En el conflicto irrumpió Trump desde que pisó la Casa Blanca. La llamada de felicitación por su victoria electoral que atendió de Tsai fue un gesto explosivo, porque ningún líder estadunidense había hablado directamente con su par isleño desde 1979.
Trump subrayó el cinismo: Estados Unidos vende millones de dólares en armas a Taiwán y se compromete a su defensa militar frente a China pero no puede recibir una llamada de cortesía. Ocurre que el equilibrio ha descansado durante décadas en ese cinismo y el edificio se intuye demasiado frágil para la diplomacia asilvestrada del habitante de la Casa Blanca.
Es habitual que el asunto taiwanés emerja con las tiranteces entre las dos potencias. El discurso del pasado año del vicepresidente, Mike Pence, anunció una política más cercana a Taipéi y en la Casa Blanca han ganado peso los halcones que piden más brío contra Beijing. Ese contexto explica la venta de armas aprobada esta semana, por ocho mil millones de dólares, que empequeñece las cuatro anteriores del mandato Trump. La partida de cazas, que permitirán patrullar sobre el estrecho, son especialmente preocupantes para Beijing.
Para la democracia isleña fue frustrante que el tan ansiado acercamiento estadunidense no llegara por los elevados ideales compartidos sino por una fenicia lógica negociadora.
“No queremos ser un peón de Estados Unidos ni de China en sus conflictos ni que nos señalen como un ejemplo de la Guerra Fría en Asia; sabemos que podemos ser utilizados pero nos resistiremos a ello”, juzga el viceministro Chen Ming-chi. Ligar el destino de Taiwán a Trump sería un suicidio, admiten otras fuentes desde el anonimato.
“La volatilidad de Trump es un riesgo para todos pero la retórica estadunidense se ha visto respaldada con acciones concretas como el intercambio de visitas y ventas de armas. Son medidas que interesan a Taipéi. Pero los taiwaneses saben que Trump tiene un precio, y si China lo paga, les dirá adiós”, opina Xulio Ríos, sinólogo del Observatorio de Política China.
La reunificación china es tan ineludible como lo fue la de Alemania y lo será la de Corea. Se trata de saber cuándo y cómo. A China le sobra músculo económico para arrebatarle con una lluvia de yuanes a sus 17 aliados, pero ha optado hasta ahora por la seducción y ni siquiera en los tiempos más ásperos ha traspasado las líneas rojas que dispararían la hostilidad taiwanesa y arruinarían el regreso amistoso.
El desenlace ideal es la reunificación con una China democrática, pero el Partido Comunista goza de una vitalidad excelente a pesar del colapso inminente que se ha anunciando durante décadas desde Occidente. El encaje de los taiwaneses en una dictadura es un reto mayúsculo para Beijing, cuando en Hong Kong se ha quemado aquella brillante fórmula de “un país, dos sistemas” con la que Deng Xiaoping aceitó el regreso de la excolonia británica. Un 75% de taiwaneses ya se oponía a ella antes de que Hong Kong entrara en combustión.
La espera se le hace larga a Beijing y su presidente, Xi Jinping, aclaró que la cuestión taiwanesa no puede alargarse durante generaciones. El asunto debería estar resuelto en las próximas décadas y nunca más allá de 2049, el centenario de la llegada a la isla de los perdedores de la guerra civil. “Los chinos son ingeniosos y darán con alguna fórmula que funcione. Quizá una confederación o ‘un país, dos constituciones’. China nunca renunciará a Taiwán. Da igual que alcance el liderazgo económico mundial, su proceso de modernización no terminará hasta la reunificación”, juzga Ríos.
Esa bipolaridad de Taiwán hacia China, tan necesitada como temida, se medirá de nuevo en las cruciales elecciones de enero. El viento soplaba hacia Beijing, con el PDP desangrándose por su calamitosa gestión económica, hasta que las protestas en Hong Kong resucitaron la atávica desconfianza.
Ahora lidera las encuestas y cuatro años más del PDP en Taipéi serían un tragedia para Beijing y una derrota personal para Xi. Su mansedumbre ante las peores desórdenes sociales en 30 años se explica en clave taiwanesa: cualquier reacción enérgica en Hong Kong pondría en bandeja la victoria a Tsai. Este reportaje se publicó el 25 de agoto de 2019 en la edición 2234 de la revista Proceso