Libia: laboratorio de guerra de las potencias
La segunda guerra civil en Libia ha colocado a esta nación árabe en una caótica encrucijada de intereses locales y los de al menos una decena de países, entre ellos Francia, Rusia y Estados Unidos, que tienen metidas las manos en el conflicto armado. La población de Trípoli, la capital, no ve para cuándo termine su sufrimiento. La reciente toma de la ciudad por el cada vez más poderoso general Khalifa Haftar parece la misma historia vuelta a contar, tras ocho años en que nuevas tropas llegan a balazos a liberar esa urbe de quienes poco antes ya lo habían hecho.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Desde hace más de dos meses, los habitantes de Trípoli sufren la ofensiva del general Khalifa Haftar, quien cuando les dio a sus hombres la orden de tomar la capital de Libia, el 4 de abril último, aseguró que lo lograrían en dos días.
La segunda guerra civil en esa nación es un caso modelo de intervención de potencias extranjeras en una crisis interna, según la ONU. Y Trípoli es una de las capitales nacionales más sufridas de la última década. Parece que es la misma historia vuelta a contar, tras ocho años en que nuevas tropas llegan a balazos a liberar la ciudad de quienes poco antes la habían liberado.
Ahora es bastante peor, sin embargo. Cuando se habla de que las enfrentadas son “milicias”, se piensa que se trata de grupos mal armados de gente poco entrenada. Pero si bien estas organizaciones empezaron así, en la actualidad disponen de combatientes que han adquirido una larga experiencia, y de arsenales más sofisticados porque –y aquí está una de las claves de la tragedia– el apoyo de potencias regionales y mundiales a sus socios locales ha dejado de ser discreto. Los tripolitanos no habían tenido que sobrevivir, hasta ahora, a ataques de aviones, unidades de tanques y drones artillados.
Al martes 4 se calculaba que el asedio ha dejado 600 muertos –de los que al menos 41 eran civiles– y 4 mil heridos –contando un mínimo de 157 civiles–, y 90 mil personas han tenido que dejar sus hogares y escapar, la mitad de ellas menores de edad. Equipos de la UNICEF han dado apoyo psicológico a 7 mil 200 niños, lo que no parece cubrir las necesidades infantiles entre los 500 mil habitantes –del total de 1 millón 200 mil que tiene la capital– que se cree que están atrapadas en la zona sur, la directamente afectada por los combates.
Manos foráneas
Lo que ocurre es ya “un ejemplo de libro de texto de interferencia extranjera en conflictos locales”, ha denunciado Ghassan Salame, enviado de las Naciones Unidas a Libia. “Entre seis y 10 países están interviniendo” entregando armas, dinero y consejería militar a los bandos opuestos.
El trasfondo de la injerencia foránea, que era confusa, se ha vuelto más extraña por boca del presidente de Estados Unidos.
La ONU respalda al Gobierno del Acuerdo Nacional (GAN), que logró reunir a grupos de todo tipo (desde islamistas hasta liberales e izquierdistas) después de años de negociaciones, que se dieron en medio de batallas entre ellos mismos.
Pero Francia y Rusia no se sienten comprometidas por los planes del Consejo de Seguridad de la ONU, del que forman parte y en el que gozan del derecho de veto, y respaldan al general Haftar, junto con Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Egipto. El mariscal Abdel Fatá al Sisi, dictador de este último país, que tiene una larga y porosa frontera con Libia, ha sido especialmente enfático en sus elogios para Haftar. Periodistas de la cadena Al Jazeera han detectado, además, misteriosos vuelos de aviones rusos de carga entre Egipto, Israel y Jordania, y bases militares de este general.
Excediendo la línea de la ONU –que no ha aprobado ninguna resolución que autorice apoyo militar–, y ajustándose a sus propios intereses, Turquía, Catar y algunos países occidentales respaldan al GAN.
Entre ellos, se supone, se encontraba Estados Unidos. Para sorpresa de todos –como se ha hecho habitual–, Donald Trump le dio un giro de 180 grados a la política exterior de su país sin avisarles a sus aliados ni a sus propios altos funcionarios.
El 19 de abril, cuando la artillería y la aviación de Haftar cumplían dos semanas bombardeando Trípoli, la Casa Blanca emitió un comunicado revelando que Trump y Haftar habían hablado por teléfono cuatro días antes. No se explicó por qué habían demorado en dar a conocer la comunicación. Pero se informó que el estadunidense había reconocido “el significativo papel del mariscal de campo (un título militar que él no posee) Haftar en el combate al terrorismo y en el aseguramiento de los recursos petrolíferos de Libia, y ambos discutieron una visión compartida para la transición de Libia hacia un sistema político estable y democrático”.
Después se supo que, según fuentes anónimas del gobierno estadunidense citadas por la agencia Bloomberg, el 9 de abril –aun antes de esa conversación– el propio Trump le había dado luz verde a Haftar para asaltar Trípoli y derrocar al gobierno reconocido por la ONU.
Trayectoria errática
Khalifa Haftar no participó en el lanzamiento de la revolución libia, pero muy pronto llegó a tratar de ponerse al frente de ella. Conocía bien al dictador: en 1969, fue parte del grupo de jóvenes oficiales con los que el entonces coronel Gadafi dio un golpe de Estado y tomó el poder. Fue ascendiendo dentro del ejército del régimen hasta que lo pusieron al mando de la fuerza expedicionaria que intervino en Chad en 1986.
Pero el enemigo le tendió una trampa, cayó en ella, él y su gente fueron capturados y Gadafi no se lo perdonó. Entonces Haftar pasó a organizar conspiraciones fallidas en contra de su antiguo líder, con apoyo de Estados Unidos, que le concedió asilo político.
En los primeros días de la revolución predominaba la ingenuidad. Los periodistas extranjeros eran recibidos con alegría por un pueblo que nunca había visto extranjeros ni periodistas y que se apresuraba a mostrarles las hazañas de héroes desconocidos que habían muerto asaltando a pedradas los nidos de ametralladoras. Su inexperiencia en el manejo de armas era tal que la mayor parte de los heridos, en los hospitales, eran víctimas de disparos accidentales de sus compañeros o de errores propios. Urgían militares profesionales pero pocos se atrevían a cambiar de bando, conscientes, a partir de la experiencia, de que Gadafi ponía ejemplo con ejecuciones extremadamente sádicas.
Haftar regresó de Estados Unidos y apareció en Bengasi, cuartel general de la insurgencia, en marzo de 2011, a un mes del inicio del movimiento, y de inmediato se hizo presentar como comandante en jefe de las fuerzas rebeldes, aunque nadie lo había nombrado. Eventualmente quedó en la tercera posición de mando. La derrota del régimen y el asesinato de Gadafi dio paso a una lucha por el poder entre las facciones revolucionarias, que tenían apoyo –entonces oculto– de distintas potencias extranjeras. En 2014, en su “Operación Dignidad” contra el Congreso General Nacional, atacó Trípoli y bombardeó el aeropuerto.
Era el segundo asedio que sufría la capital después del de agosto de 2011, cuando los revolucionarios se la habían arrebatado al régimen de Gadafi. Les esperaban dos más: ya bajo el Gobierno de Acuerdo Nacional, la ciudad vivió otros periodos de combates callejeros entre milicias, en 2017 y en septiembre del año pasado.
El GAN se conformó en diciembre de 2015, como resultado del proceso de diálogo que impulsó la ONU para reconciliar a los bandos enfrentados: el de las organizaciones que formaban parte del Congreso General Nacional, con base en Trípoli, y las de la Cámara de Representantes de Libia, asentada en la ciudad de Tobruk.
Pero Haftar, al frente de lo que llama Ejército Nacional Libio (ENL), no aceptó el pacto, la Cámara de Tobruk –sobre la que ejerce influencia– procedió a desconocer al GAN, y el general se dedicó a expandir sus dominios, conquistando Bengasi y la parte oriental del país, poniendo especial atención en apoderarse de los campos de explotación petrolera y de los puertos de embarque para exportación. Así inició la segunda guerra civil.
Quinto sitio a Trípoli
Incapaz de poner fin a la lucha interna de facciones, el GAN no ha conseguido consolidarse ni imponer la disciplina entre las varias milicias que, se supone, están bajo su autoridad, aunque operan con autonomía y tienen a sus propios patrocinadores extranjeros.
Bajo los auspicios de la ONU, Haftar y el GAN supuestamente se preparaban para entablar un diálogo de paz esta primavera, con el objeto de celebrar elecciones. El general parece haber considerado que no tenía caso discutir con un rival débil y lanzó la ofensiva que, según dijo, alcanzaría sus objetivos en 48 horas.
Eso resolvió, de momento, los desacuerdos entre las organizaciones del GAN, y las diferentes milicias (incluidas las de la ciudad de Misrata, que adquirieron fama en 2011 al resistir con éxito un sitio impuesto por el ejército de Gadafi) se movilizaron en defensa de la capital. Las primeras noticias fueron la captura de unidades de Haftar que pudieron haber cometido errores por exceso de confianza.
Entre la población tripolitana, los reportes indican que hay división de opiniones: algunos ven en Haftar a un posible salvador, otros a un “Gadafi en fotocopia”, aunque la mayoría no siente simpatía ni por él ni por un Gobierno de Acuerdo Nacional que ha sido incapaz de superar sus desacuerdos.
Nuevamente enfrentan una situación de sitio, con barrios completos sin luz o con cortes frecuentes de electricidad, enormes subidas en los precios de los alimentos y productos básicos, escasez de agua y falta de medicamentos.
Lo más terrible, como es obvio, es vivir bajo el fuego constante: explosiones, balas perdidas, cazas que cruzan el cielo buscando dónde soltar sus bombas, y el temible sonido de los drones artillados.
Muchas personas han muerto durmiendo dentro de sus casas, abundan las que han sido heridas o han sufrido la amputación de un brazo o una pierna.
Urgencia humanitaria
Para los países europeos, una prioridad son los campos de migrantes. Un documento interno del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, conocido el 31 de mayo, indica que hay al menos 5 mil 300 personas encerradas en centros de detención gubernamentales. Las condiciones de seguridad, dice el texto, se están deteriorando por el conflicto y 4 mil de los refugiados tienen “vulnerabilidades” que los hacen “de especial preocupación”.
El 25 de abril, el diario The Guardian difundió pietaje en video de migrantes escondiéndose en el campo de Qasr bin Ghashir, en el sur de Trípoli, mientras soldados de Haftar disparaban indiscriminadamente contra gente desarmada. Hubo al menos dos muertos y 20 heridos.
El martes 4, la organización Médicos sin Fronteras alertó de que son 6 mil las personas expuestas, migrantes y refugiados “que no tienen a dónde ir” y, por lo tanto, es urgente su “evacuación humanitaria”. Sólo es posible llevarlos a Europa, pero los gobiernos de ese continente presionan precisamente para que ocurra lo contrario.
El GAN ha aceptado colaborar con ellos para interceptar los botes en los que tratan de llegar a tierras italianas, a pesar de las denuncias de crímenes cometidos por la Guardia Costera libia. Se teme que la caída de Trípoli provoque una salida masiva.
Precedente libanés
Ghassan Salame, el enviado de la ONU para Libia, es originario de otro país árabe mediterráneo, Líbano, que vivió una dura guerra civil de 1975 a 1990; que fue parcialmente ocupado por Siria durante décadas; que fue invadido por Israel en 2006, en un intento por derrotar no al ejército libanés –que no metió las manos– sino a la milicia chiita Hezbollah; que estuvo cerca de ser absorbido por la reciente guerra en Siria y sufrió importantes consecuencias.
En una charla con el International Peace Institute, Salame se apartó un poco del tacto diplomático al denunciar la intervención extranjera “de libro de texto” en Libia, con la participación de entre seis y 10 países que están, primordialmente, interesados en el control de los enormes recursos petroleros de esa nación.
Ya lo ha visto antes y por eso dejó ver algo de su enojo. “Siempre consideré que mis compatriotas en Líbano eran estúpidos, tanto como para cometer suicidio con el dinero de alguien más”, sostuvo en esa conversación. “Los libios están peor. Cometen suicidio con su propio dinero”.
Este reportaje se publicó el 9 de junio de 2019 en la edición 2223 de la revista Proceso.