Rina Lazo, presa política del 68
Apenas el 30 de octubre último, Rina Lazo Wasem celebró encantada con su hija Rina, nietos y amigos –en su casa de La Malinche, en La Conchita de Coyoacán– su cumpleaños 96. Días antes había presentado con Ana Ignacia Rodríguez, La Nacha, en la Feria del Zócalo, el libro de Susana Cato Ellas. Las mujeres del 68 (Ediciones Proceso), cuya portada dio a conocer uno de sus dibujos realizados durante su encarcelamiento injusto aquel año. Este viernes, al amanecer, un paro fulminante detuvo su ímpetu y su carrera muralística que alcanzó altos niveles al amparo de su maestro Diego Rivera. Estos son fragmentos de la entrevista.
Detenida
La noche del 18 de septiembre de 1968, mientras los soldados tomaban por asalto la universidad, en el barrio de Coyoacán se detenía a Manuel Marcué Pardiñas y a Elí de Gortari. Y a Rina Lazo, quien vivía en la vieja casona de piedra con ventanas de hierro antiguo frente al parque de La Conchita: “En ese tiempo yo no era dueña de esta casa, era inquilina de doña Carmen Vasconcelos de Ahumada, hija de Vasconcelos y esposa de Ahumada. Estaba dividida como departamentos y nosotros alquilábamos la parte de arriba. Mi hija estaba chiquita, y los desgraciados venían por los dos (ella y Arturo García Bustos). Cinco policías disfrazados de estudiantes aparecieron en esta puerta. Tocaron.
“La muchacha que trabajaba con nosotros era oaxaqueña, rete lista. Metió el pie bajo la puerta y pensó: ‘Esto es raro, nunca los he visto´, y cerró. Me fue a avisar porque Bustos no estaba. ‘Señora, ahí vienen unos muchachos estudiantes’. Y yo le dije: ‘Ay, ¿cómo les cerraste? Si son mis sobrinos’, porque los sobrinos de Arturo eran estudiantes y estaban en el movimiento. Entonces les abrió y se metieron los cinco. “Uno se fue a desconectar el teléfono de allá, otro por acá, otro agarró a la muchacha. Me dijeron: ‘Los vinimos a detener, a usted y a Bustos’. Y yo les respondí: ‘Ay, pero es que él no está’.
“Entonces me pidieron mi documentación. Rinita dormía en ese cuarto y cuando entré se asustó. Era una chiquita de dos años. Y es que entraron los tipos también. Yo les di mi pasaporte. ¡Ni lo vieron! Se lo echaron en la bolsa y ya.
“Me llevaron al coche que traían y a pasearme, asustándome, horas, en el rumbo feo donde está la cárcel de mujeres. Y entonces regresaron por Arturo a la casa, pero a mí me dejaron en el coche, ya no me dejaron entrar. Por suerte él no había llegado. Eran las 12 de la noche. Vieron su reloj: ‘Ya tenemos que regresar’. Ellos tenían que entregar y ya. Bustos llegó a las 12:10.”
A prisión
“Me habían arrestado por firmar el 27 de agosto, con Juan Rulfo, José Revueltas, Carlos Monsiváis, Manuel Felguérez y otros, un desplegado del Comité de Intelectuales, Artistas y Escritores apoyando al movimiento estudiantil. Y, sin duda, por ser guatemalteca.
“Primero me llevaron a la cárcel de Gobernación en Bucareli. Y como a las dos de la mañana a fotografiarme, de frente y de perfil. Me tenían en un cuartito con un espejo, su baño, y la camita muy arregladita, porque era para extranjeros. Pero los sinvergüenzas insistían en que me bañara. ¡Desgraciados! Y es que arriba tenían una rendija para ver.”
A la mañana siguiente “me llevaron a la Embajada de Guatemala para que me dieran visa y me pudieran deportar. Ahí me quitaron las llaves del coche y todo lo que traía. Ya para entonces Bustos, que había llegado después de las 12 y me estaba buscando, le habló a primera hora a Ruth Rivera, y como ella era la hija más chica de Diego y muy buena amiga nuestra, le habló a Luis Echeverría, secretario de Gobernación entonces, también a primera hora, y le dijo que me habían llevado.
“Hubo un efecto, sin duda. Echeverría dio la orden porque ya iba yo en el coche de la policía hacia el aeropuerto, ya me habían quitado documentación y me habían dado sólo visa para regresar, cuando le avisaron a los del carro que no me deportaran.
“Ese fue el favor que me hizo Echeverría; pero en cambio me mandó a la peor cárcel en la que he estado en mi vida, la que quedaba en Palacio Nacional. Allá, donde ahora es el estacionamiento, había juzgados, y escondida, una puertecita donde te metían, y me quitaron mi bolsa, argumentando que no me fuera yo a ahorcar con ella…”
Ríe, fresca, contenta: “¡La bolsa es la que les gustó! Y me metieron a un lugar espantoso. Esa cárcel ya desapareció. Era un túnel sin aire, sin luz. Había un montón de puertas de lámina de un lado y del otro, cerradas con cadena pesada y candado. Un lugar húmedo, espantoso, con una letrina y una cama de cemento. Ahí nomás, como si fueras animal, te metían, echaban candado, se iban y quedabas en la más absoluta oscuridad […] “Pasé la noche abrazada a mi cobija y al día siguiente me llevaron al juzgado, que quedaba ahí mismo. Me preguntaron tonterías hasta que le imploré al juez: ‘Ya no quiero pasar en la celda otra noche’. Conmovido, me dijo: ‘¡Bueno, pues quédese allí!’ Señaló un cuarto lleno de sillas y mesas, donde me quedé toda la noche. Y allí me tocó ver a los policías que se estaban disfrazando de estudiantes, con unas pequeñas ametralladoras que se metían en bolsas en el pecho mientras decían que iban a atacar la Universidad de Chapingo al día siguiente. Fue raro, porque a mí ni me preguntaron quién o qué era yo, qué hacía yo allí ni nada. Pasé la noche en vela sentada en un pupitre viendo todo lo que hacían los policías”.
Rina recibió esa noche, sin quererlo, una clase intensiva de maldad:
“En la madrugada se fueron para Chapingo. Fue una locura ver cómo se disfrazaban de inocentes jovencitos. Ahí estuve esa noche y la siguiente. Como a medianoche me dijeron: ‘Ora se va a trasladar usted a Lecumberri’. Y me metieron en un coche destartalado con un chofer viejo. ‘¿A dónde me llevan?’, pregunté. ‘A dar un paseíto’, me contestó.
“Al ratito traen a otro preso. Un profesor chileno que daba clases en la universidad. El pobre hombre estaba deshecho, porque si lo mandaban de regreso a Chile algo grave le iba a pasar. Iba llorando hasta que llegamos a Lecumberri. Ahí me dejaron a mí y no sé a dónde lo llevaron a él. Después de un rato me metieron al único espacio que había en Lecumberri para mujeres.”
Rina recuerda esa noche fantasmal, que parecía sacada de la época de la Colonia: “Cada hora paseaba en la azotea un militar con un rifle gritando al viento con voz lúgubre: ‘¡Las 11 y serenooo! ¡Las 12 y serenooo!’. En el cubículo para mujeres yo era la única del movimiento. Todas las demás eran presas de clase humilde, sin nadie que las defendiera. Una anciana que se había robado un guajolote tenía cinco años allí porque no tenía abogado. Cosas de veras infames. Y allí me tocó. Era un patiecito donde había unos cuartitos de lámina donde las celadoras te metían y ponían candado. En el que me asignaron había un montón de colchones… ¡llenos de ratoncitos! Yo me encogí por ahí y sólo veía los colchones en donde sobresalían ojitos. Oyendo la voz siniestra del celador inquisitorial dando la hora, pasé la noche más espantosa que alguien se pueda imaginar. Además, encerrada con candado y cadena. ¿Qué tal que a uno le pasa algo y ahí se queda muerto? Así son de salvajes.
[…] “Llegó Adela Salazar, licenciada que defendía a los sindicatos independientes. Ese 2 de octubre ella y su marido habían ido a la universidad a recoger a sus hijos. Se los llevaron a ellos ¡y a los hijos no! Con ella, que sabía de todo, llegó un viento oxigenado; protestamos y no volvimos a limpiar letrinas. Allí estuvimos ocho días.”
Para Rina, lo que dio pie a que los detuvieran a ella y a Arturo García Bustos, además de su firma en el desplegado, fue que “el 15 de septiembre fuimos con Pepe Revueltas al festejo en la UNAM y nos fotografiaron cerca de los organizadores. Salimos los dos en esa foto”.
El día del juicio
Llegó el día del juicio. La artista narra: “Nos sentaron todos juntos para llevarnos marchando en fila hacia los juzgados y los presos comunes se subían en las rejas inmensas, altas como de tres pisos, como changos, y nos cantaban canciones. Bien bonito. Nosotros ya nos sentíamos como héroes del movimiento estudiantil.
“Ya en los juzgados nos metieron a todos juntos en un papel: que todos habíamos asaltado camiones ¡Qué ridículo! …Que habíamos pintado las calles, roto vidrios, cosas así. Nos tuvieron allí ocho días. La comida era bien fea. Había dos jovencitas que no estaban metidas en política, pero le daban la comida a los políticos del movimiento. Las agarraron. Lloraban, no comían.
“Cuando salíamos a los juzgados platicábamos con los comunistas y todos los demás. La hermana de Arturo García Bustos fue un día a visitarme (él no podía ir porque lo agarraban) y me decía: ‘¡Oye, pero no saludes a todos porque no vas a salir nunca!’. Nunca pude saber de qué me acusaban. Nada más nos decían: ‘Firmen aquí, sin leer’. Después de eso, según nosotros, nos iban a soltar. Pero lo que les importaba era tener gente presa y nos mandaron a la Cárcel de Mujeres, en Iztapalapa. Fue la única vez que lloré, porque me pusieron uniforme. Pensé: ‘Ya no voy a salir nunca’. Pero ya íbamos junto con Adelita Salazar Castillejos. En la Cárcel de Mujeres nos pusieron a nueve presas políticas en una celda mediana. Teníamos camas de cemento frío, feo; nada de sábanas ni cosas de esas. Lo divertido es que cuando llegamos a la cárcel estaba Anita Rico Galán. Había sido líder de un movimiento armado en el norte. Escribía en la revista Siempre! Ya tenía dos años en prisión. Como buena española, ya se había hecho amiga de la directora de la cárcel y mandaba más que ésta. Tenía un comedor donde nos había preparado un festejo para nuestra llegada. ¡Imagínate qué puntadas!
“Yo no gocé el festejo porque lloraba. Estaba impresionada de llegar a una cárcel con montones de presos. Me tocó ver cosas horribles, como quien se cortaba la vena y escurría sangre. Algunas se vestían de hombre para ser el compañero de la otra. A veces nos encerraban en nuestro cuarto, pero por el pasillo pasaban camillas con gente que se peleaba, que se drogaba. Un día me tocó ver a todas ensangrentadas.”
Las fotos hacen que Rina no olvide: “Mira, aquí nos llevan. ¡Esta era la celadora, que nos ofrecía mariguana y todo lo que quisiéramos! Esta es una estudiante del Politécnico, esta soy yo, y esta es la licenciada Adelita Salazar. Ahí voy yo, en la Julia (camioneta policial). Soy la de enmedio”. Suspira: “Total, que nos dejaron incomunicados”.
Tres meses
“El asunto fue medio largo”, murmura Rina. Estuvo tres meses en la cárcel. Conoció presas inocentes, a las que por hablar mixteco u otra lengua indígena, y por falta de dinero, nadie visitaba ni defendía. Para ella la cárcel en 1968 “fue una experiencia que nunca hubiera yo podido imaginar, ver cómo las gentes más pobres no querían salir porque afuera no tenían qué comer y ahí por lo menos tenían techo y comida. Viejitas campesinas detenidas por tonterías. Nadie las defendía, nadie iba a reclamar por ellas porque no sabían siquiera dónde estaban, gente incomunicada que estaba ahí por años.
“Otras presas se peleaban, gritaban. Había unas que eran muy señoritas, muy bonitas, las dibujé también. Una muy guapa. Ella y su marido, preso también, habían asaltado un banco. Ana Dolores se llamaba, estaba embarazada. Le decíamos: ‘¿Y cuando salgas qué vas a hacer? Ella contestaba: ‘Asaltar bancos’.”
Una de las cosas que hizo Rina los tres meses que estuvo presa, fue pintar. A algunas les gustaba mucho que las pintara cuando se bañaban.
“Su única distracción era bañarse –rememora–; bañarse con agua caliente. Me imaginaba así los campos de concentración, como un pasillo angostito y pasabas por toda la hilera de zapatos para llegar al baño, con unas regaderas enormes y feas. Yo me iba con mi libretita y me ponía a dibujar. Algunas me posaban.
[…] “Hice retratos, desnudos en el baño. Esa cárcel era muy humana, porque había ventanas y uno veía paisajes, un cerro en la salida a Puebla. Y de ese paisaje pinté un cuadro que le di luego a mi papá en Guatemala.”
[…] Mientras tanto, su mamá cuidaba a la niña. “Yo siempre tuve mamá; era de armas tomar. Al año de que llegué a México vino a vivir conmigo. Ella tenía un departamento por el Bosque de Chapultepec y, en cuanto supo de mi detención, vino, agarró a la niña, se la llevó a su casa y no volvió a ver al papá, a Bustos.”
Tlatelolco
“[…] En la cárcel “supe todo lo que pasó en Tlatelolco; lo vi en la televisión, porque a las siete de la noche poníamos las noticias y en ese programa salió todo como un estallido de guerra. Lo prohibieron y no se volvió a ver más. Fue horrible.
“Llegaban después las gentes y platicaban que iban a buscar a sus muertos, que estaban todos apilados en cerros, y llegaban mamás desesperadas contando que al buscar a sus hijos en un lugar del Ejército encontraron cerros de cadáveres, y que si llegabas a preguntar por algún pariente te decían ‘búscalo’. Qué cosa horrible. Todo eso ya me tocó adentro. Mejor, porque si hubiera estado afuera capaz de que me hubieran matado allí.”
Este texto se publicó el 3 de noviembre de 2019 en la edición 2244 de la revista Proceso