Arabia Saudita: Una guerra que se gesta, pero que nadie quiere desencadenar
Los gobiernos de Irán y de Estados Unidos se amenazan, se muestran los dientes… pero se contienen. Saben que una guerra abierta sería desastrosa, y no sólo para la región. Pero una serie de ataques de la secta hutí contra Arabia Saudita ha prendido las alarmas en este país y ha hecho que el príncipe Bin Salmán suba el tono de sus bravatas y tenga en vilo a Riad con la posibilidad de una ofensiva que, además, los saudiárabes no creen que puedan ganar. La tensión sube en la zona y hasta el muy belicoso Donald Trump llama a la mesura.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El pasado 20 de junio la fuerza aérea estadunidense estaba a punto de bombardear Irán, en represalia por el derribo de uno de sus drones. Diez minutos antes de la ofensiva, según su versión, el presidente Donald Trump canceló la operación porque la pérdida de vidas humanas sería exagerada. Pero mantuvo sus advertencias: si los iraníes seguían molestando, destruiría su país.
El 14 de septiembre otro ataque produjo daños incalculablemente mayores que la pérdida de un dron: interrumpió la mitad de la exportación de petróleo del mayor productor global al impactar sobre las instalaciones de hidrocarburos más importantes de Arabia Saudita… y del mundo. En comparación con los atentados contra las Torres Gemelas, es llamado “el 11-S de la industria petrolera”. El precio por barril saltó 16%. Los mercados cayeron.
Aunque la acción fue reivindicada por los rebeldes hutíes de Yemen, Washington aseguró que el ataque fue obra de Irán y que, frente a lo que la Casa Blanca consideró un “acto de guerra”, “estamos cargados y dispuestos” a disparar, tuiteó Trump como preaviso del severo castigo que impondría. Pero no lo impuso.
Envió a Medio Oriente a uno de los “halcones” de su gobierno, el secretario de Estado, Mike Pompeo, a decir que Washington “prefiere una solución pacífica”. En Abu Dabi (capital de los Emiratos Árabes Unidos), el 19 de septiembre, se quejó del mal humor de los iraníes: “Estamos esforzándonos aún por formar una coalición en un ejercicio de diplomacia, cuando el ministro de Exteriores de Irán amenaza con una guerra total y con luchar hasta acabar con el último estadunidense”.
Porque Teherán estaba hablando en voz alta: “No queremos entrar en una confrontación militar”, había declarado ese mismo día el canciller, Javad Zarif, en entrevista con CNN. Pero “no titubearemos en defender nuestro territorio”, y si los atacaban, afirmó, la consecuencia sería “guerra total”.
No una confrontación limitada en la que los contendientes se miden y el que más tiene que perder se retira antes de que sea demasiado tarde. Total. Pareció que Trump y sus generales habían caído en escenarios diplomáticos y militares imprevistos.
El ejército estadunidense se había preparado para impedir que Irán cerrara el tráfico por el Estrecho de Ormuz (la salida del Golfo Pérsico al Océano Índico, por la que transita 45% de las exportaciones petroleras globales por vía marítima), pero no parece haber imaginado un ataque directo contra las instalaciones de Abqaiq y Khurais, mucho más importantes y tan vulnerables que fueron alcanzadas por una decena de drones cargados de explosivos, cuya aproximación no fue detectada.
Y la estrategia de negociación del ocupante de la Casa Blanca sólo concibe el aplastamiento de un interlocutor intimidado, nunca lidiar con un rival dispuesto a apostarlo todo, aunque se sepa en desventaja.
“Somos la potencia más poderosa del mundo”, presumió Trump ante la Asamblea General de la ONU, el 24 de septiembre, y luego matizó: “Pero confío en no tener que utilizar nunca ese poder”.
Era un Trump desconocido: “Estados Unidos sabe que cualquiera puede hacer la guerra, pero sólo los más valientes pueden elegir la paz”. Después de años de estructurar su discurso de política exterior sobre la demonización de Irán, abrió incluso la puerta a una utópica confraternización: “Algunos de nuestros mejores amigos de ahora, antes eran nuestros peores enemigos”.
En Riad, el joven príncipe Mohamed bin Salmán, heredero del trono y quien lleva las riendas del reino saudita y siempre había hablado de Irán con amenazas bélicas, también cambió el tono: una guerra con ese enemigo provocaría “el colapso total de la economía global”, dijo el 29 de septiembre en entrevista con la cadena CBS, por lo que una “resolución pacífica sería mucho mejor que una militar”.
Precavido
Al revelar en un tweet la cancelación del bombardeo de junio, Trump quiso presentarse como alguien con tanto poder como buen juicio y humanidad. Pero entre sus simpatizantes algunos advirtieron que cometía un error, porque mostraba debilidad. Era el estadista que había amenazado con lanzar “fuego y furia” sobre Norcorea, que abofeteaba a sus aliados de la OTAN y le mostraba los colmillos a China, y al mismo tiempo, el que no había cumplido sus amenazas, ni siquiera la de derribar al régimen de un país mediano en crisis económica en su patio trasero: Venezuela.
Parece que en el fondo, pese a todo el descuido que demuestra al tomar decisiones con graves consecuencias para muchas personas, su retractación del ataque “reveló a un comandante en jefe más precavido de lo que los críticos habían asumido” y a la vez, “subrayó las limitadas opciones que hay en la confrontación que él había desatado”, asentó The New York Times en una reconstrucción de los hechos de ese día.
La crisis actual es producto de decisiones tomadas por Trump que además han golpeado el prestigio de su nación: los iraníes “no llegamos a un pacto con el presidente Obama, llegamos a un pacto con Estados Unidos”, reclamó Zarif en CNN, al señalar que al llegar a la Presidencia, el multimillonario decidió tirar a la basura el acuerdo sobre seguridad nuclear al que, tras largas negociaciones y múltiples intentos de sabotaje, llegaron su antecesor y los gobiernos de Irán, Rusia, China, Alemania, Francia y Gran Bretaña.
A esto le siguió la imposición de sanciones que han ido erosionando la economía iraní. Los países europeos signantes del pacto le prometieron a Teherán que montarían esquemas para facilitar que sus empresas evadieran el bloqueo comercial, y permitir así la continuidad de las exportaciones de petróleo iraní.
Después de un año sin cumplirse el compromiso, la República Islámica anunció que empezaría a abandonar, poco a poco, las obligaciones que asumió con el acuerdo nuclear, como el de no superar ciertos límites en enriquecimiento de uranio y el uso de centrifugadoras de ese elemento. A un ritmo pausado, para darles tiempo a los europeos de impulsar las operaciones prometidas, sin que haya nada claro hasta ahora.
Mientras tanto, Washington utilizaba tácticas de presión directa para acelerar el estrangulamiento de Irán. La irregular detención de un buque tanque en Gibraltar abrió una espiral de agresiones mutuas, en la que a los derribos de drones se sumaron más intervenciones marítimas e incluso atentados con minas que causaron daños en algunos navíos.
Hasta ese momento todo cuadraba en los escenarios previstos por la Casa Blanca y el Pentágono: la Marina enviaba destructores y portaaviones a proteger el estrecho de Ormuz, y Trump sostenía el discurso de que Irán tenía que escoger entre aceptar sus términos para sentarse a dialogar –tan severos que equivaldrían a una rendición– o ser destruido.
Impacto inesperado
En una versión, los ataques responden a la guerra en Yemen, vinculada pero algo más lejana. Riad y Washington aseguran que detrás de los rebeldes de la tribu hutí está Irán, pues comparten la pertenencia a la secta chiita del Islam, mientras que los árabes son mayoritariamente sunitas.
Es posible que los hutíes estén recibiendo apoyo iraní. De otra forma es difícil explicar su acceso a armas con cierto grado de sofisticación, como misiles. Y drones con los que, aseguran los hutíes, le infligieron a Arabia Saudita el potentísimo golpe contra sus instalaciones petroleras.
“¡Mentira!”, clamaron de inmediato en Washington, Antes que los mismos sauditas. Como evidencia presentaron unas fotos en las que se muestran unos grandes tanques marcados por unos agujeros comparativamente pequeños. La orientación de las perforaciones, aseguraron, indica que los drones no provinieron del sur –de Yemen–, sino del norte, de Irak o Irán.
La complejidad del golpe ha hecho pensar a algunos que, en efecto, es poco probable que los hutíes hayan adquirido tales capacidades. Vinieran de donde vinieren, los avanzados radares estadunidenses y sauditas fueron incapaces de detectar el enjambre de aparatos volantes, por lo que en realidad nadie puede estar seguro de quién los lanzó.
“No fuimos nosotros”, dice Teherán, que ha evitado caer en la trampa de confirmar que fueron los hutíes porque, si no los está apoyando, según sostiene, ¿cómo podría saber qué hacen y qué no?
En Washington se sintió que tenían un casus belli que podían explotar para poner en orden, por fin, a ese infatigable enemigo: Irán. Pero si ni siquiera podían precisar el origen del ataque, ¿cómo evitarían otro mucho más dañino, ya no con drones, sino con grandes misiles? Se podría pasar de un 11-S a un Armagedón petrolero. El sacudón en el mercado energético global puso de nervios a muchos, sobre todo en momentos en que la economía preocupa con signos recesivos y en que Trump juega con peligrosas guerras comerciales.
El habitante de la Casa Blanca reaccionó con prudencia. Anunció más sanciones comerciales en lugar de castigos bélicos e invitó a conversar y hasta a hacer amistad.
Aunque se dice dispuesto al diálogo, Teherán no quiere sentarse a charlar sólo porque lo están llamando. Pregunta por qué habría de confiar en Trump si lo primero que hizo fue arrojar a la basura un pacto firmado.
Pero empieza a esbozar ofrecimientos: si Trump cree que el pacto nuclear está mal porque no exige inspecciones más intrusivas de la industria iraní antes de 2023, y porque no impone la cancelación definitiva de su programa nuclear, se podría aceptar ya tal vigilancia, y la prohibición de las armas nucleares se consagraría en la Constitución.
A cambio, el Congreso estadunidense tendría que levantar también todas y cada una de las sanciones que pesan sobre Irán, de manera permanente, ahora y no en 2023, como estaba acordado. Y para sentarse a hablar, dijo Zarif, de entrada tendrían que retirar el boicot.
La osadía de Irán se asienta en su historia reciente, en la que ha demostrado que prefiere la derrota total antes que ser subyugado.
“¿Cómo es que Irán no teme ser destruido por la mayor potencia mundial?”, preguntó Nick Paton en CNN. “Porque hemos sido capaces de enfrentar al ejército iraquí”, respondió Zarif, en referencia a la guerra de 1980-88 que trató de acabar con la República Islámica cuando apenas había nacido, “que tenía el apoyo no sólo de Arabia Saudita, que le dio 75 mil millones de dólares a Sadam Husein para matar iraníes, y también el apoyo de todos los países del mundo.
“Los estadunidenses les dieron vigilancia de alta tecnología, los soviéticos les dieron aviones de combate MIG, los británicos les dieron tanques Chieftain, los franceses les dieron misiles Exocet y cazas Mirage, y los alemanes les dieron armas químicas. Pero nosotros seguimos aquí y Sadam Husein desapareció.”
El príncipe
Cuando Mohamed bin Salmán decidió intervenir en Yemen, en marzo de 2015, las cosas parecían fáciles: su reino es el mayor comprador de armas del mundo y su fuerza aérea, con la tecnología más avanzada, debería abrir el camino para que los rebeldes hutíes, una tribu del desierto del país más pobre de la Península Arábiga, fueran derrotados en pocas semanas.
Cuatro años y medio después los hutíes le llevaron la guerra a casa, invadieron territorio saudita, emboscaron y derrotaron totalmente a tres unidades del ejército y aprisionaron a los soldados. Esto, mientras los jefes hutíes proclamaban haber atacado con drones las grandes instalaciones petroleras de Abqaiq y Khurais.
Mohamed bin Salmán tomó la decisión bélica apenas dos meses después de que su padre, Salmán bin Abdulaziz al Saúd, ascendió al trono, en enero de 2015, y le entregó la conducción del gobierno. Atacar Yemen fue su primer gran gesto de política exterior y, tras una pesada cadena de errores y ridículos, ha causado su más grande humillación.
En los pasillos donde la realeza saudí se secretea y confabula, se extiende el descontento y la preocupación por los desatinos del joven príncipe, reveló Reuters a partir de seis fuentes involucradas. Sólo la protección de su padre y el continuo agitar del fantasma de Irán, el enemigo de siempre, lo ayuda a conservar la primacía para heredar el trono.
Hace años que fue evidente que el ejército saudita y su aliado de los Emiratos Árabes Unidos, a pesar del apoyo militar, logístico y de inteligencia de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, era incapaz de derrotar a los hutíes y de expulsarlos de las ciudades clave que controlan, la capital Sanaa y el puerto de Hodeida. Riad acusa a Teherán de apoyar a sus enemigos con dinero, drones y misiles. No lo ha demostrado pero, aunque fuera cierto, los hutíes siguen siendo milicianos tribales que resisten con éxito frente a fuerzas altamente entrenadas y sofisticadas, y mucho mejor armadas.
El 5 de enero de 2018 la defensa antiaérea saudita interceptó un misil disparado por los hutíes. Vendrían más. Otros dos también fueron desintegrados antes de impactar, el 24 de junio. Pero eso ocurrió en los cielos cerca de Riad, y los habitantes pudieron ver y escuchar las explosiones. Ya en 2019, el 3 de abril, cinco civiles de la ciudad de Khamis Mushait fueron heridos por los restos de dos drones destruidos en el aire, y el 14 de mayo, un par de aparatos similares dañaron instalaciones petroleras cerca de Riad. Entre el 12 de junio y el 2 de julio, una serie de ataques contra el aeropuerto de Abha dejó 35 heridos. A lo largo de agosto se produjeron más acciones contra objetivos petroleros y contra el aeropuerto de Jizan.
Mohamed bin Salmán nunca había trabajado. No tenía experiencia administrativa, diplomática ni de cualquier profesión. En enero de 2015, cuando el nuevo rey, su padre, le entregó las riendas del reino, tenía 29 años. Sus objetivos, declaró, eran modernizar el país y, mediante una política exterior agresiva, darle la estatura internacional que merece. Sobre todo, frente al rival de toda la vida, Irán.
Cuatro años y medio más tarde, la influencia iraní ha crecido y el prestigio de Arabia Saudita está por los suelos. El miércoles 2 se cumplió un año del asesinato en Turquía del periodista Jamal Kashoggi, cometido por guardaespaldas del príncipe, a quien se responsabiliza de haberlo ordenado. Además, en 2017 secuestró y forzó a renunciar al primer ministro de Líbano, que retornó al cargo apenas fue liberado. Ese mismo año trató de obligar al emirato de Catar a someterse a su política exterior y le impuso un bloqueo aéreo, terrestre y marítimo, del que el pequeño país ha salido avante. También ha sostenido a milicias extremistas en Irak y Siria.
La guerra que lanzó en Yemen ha provocado decenas de miles de muertos y una enorme hambruna en lo que la ONU describe como la crisis humanitaria más grande este momento.
Pero nada había impactado tanto en Arabia Saudita como los devastadores ataques contra sus instalaciones petroleras de Abqaiq y Khurais.
Este reportaje se publicó el 6 de octubre de 2019 en la edición 2240 de la revista Proceso