Macri y sus embates contra la educación pública
En 1884 se promulgó en Argentina una ley que estableció la educación primaria gratuita y laica. Desde entonces la enseñanza pública se convirtió en el gran igualador social, en la herramienta que le permitía superarse a quienes menos tenían. Pero esa política está llegando a su fin: el presidente Mauricio Macri ha reducido el presupuesto para el rubro educativo (casi se eliminan los subsidios en el área). Su intención es vincular la educación con las demandas del empresariado y privilegiar a las escuelas privadas.
BUENOS AIRES (Proceso).- Bruno Segovia sube las escalinatas de acceso al edificio de fachada palaciega de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional de Rosario. Son las ocho de la mañana de un miércoles de septiembre.
Bruno se dispone a comenzar la clase de clínica médica, correspondiente al quinto año de la carrera. En el aula hay ya unos 40 jóvenes. La mayoría, hijos de profesionales, productores agropecuarios, comerciantes. Sus familias les financian los gastos. La universidad pública en Argentina es gratuita, pero en los hechos no cualquiera estudia.
El caso de Bruno Segovia es excepcional. El joven de 28 años se crió en una “villa”, una colonia miserable, de la ciudad de Corrientes. Vivía con su madre y dos hermanos en una casa de cartón. El lugar se inundaba cada vez que llovía. La electricidad llegaba por cables tendidos por los propios vecinos.
Para ir a la escuela Bruno tenía que caminar una hora de ida y otra de regreso. Como no pertencía a ninguna de las bandas que controlan cada zona de la villa, para poder circular era obligado a pagar un “peaje”. “Si perteneces a un grupo, eso conlleva que te drogues, robes, delincas... y yo, la verdad, nací para estudiar”, dice el joven a Proceso.
“Terminé el colegio un año antes. Ahora estoy en quinto año de medicina porque tenía algo en mi cabeza: el estudio me iba a sacar de esa situación. Así que no me quería involucrar en eso, porque sabía que me iba a arruinar el futuro. ‘Ah, vos no querés pertenecer a mi grupo’. ‘No te querés juntar con nosotros’. Me hacían pagar el ‘peaje’. O tenía que pelear.”
Una hora más tarde Bruno sale de la clase y camina las dos cuadras que separan la facultad del hospital Centenario, donde realiza las prácticas. A finales de 2011, cuando llegó a Rosario con un equivalente a 70 dólares, después de inscribirse como alumno regular de la carrera de medicina, tuvo que acudir a este mismo hospital, en carácter de paciente, para que le curaran dos dedos infectados de una mano. Días antes, en la villa, había estado cerca de morir electrocutado con una radio. Esa era la secuela. Este año, enfundado en su guardapolvos azul, ya le ha tocado curar heridas similares a la suya.
En su camino por acceder desde el estrato más bajo de la sociedad al conocimiento, Bruno siempre se ha topado con compañeros y docentes que lo discriminan y con unos pocos profesores y maestros que se preocuparon en promoverlo. “Para mí ser ‘villero’ es –yo le doy una significación– que a pesar de mis orígenes logré insertarme en un lugar donde me decían que nunca iba a poder insertarme”, dice. “No sé de dónde viene la motivación, pero es un gusto, la pasión por estudiar. Y la otra parte son las palabras que me retumban en la cabeza, de la gente que me decía ‘Nunca vas a poder’, ‘No estás hecho para eso’, ‘Dedicate a otra cosa’.
Alimentos
Los 700 alumnos que cada día asisten a la Escuela de Educación Primaria 1276, en el barrio Moderno, a unos 10 kilómetros del centro de Rosario, no provienen de una villa pero sí de familias cuyos padres se desempeñan en el sector informal de la economía, que reúne a un tercio de los trabajadores argentinos y hoy es el más castigado por la crisis económica.
El barrio de viviendas sociales se compone de un decena de edificios idénticos de cuatro pisos. Son las 12:45 de un jueves y el primer grupo de 80 alumnos recibe ahora el almuerzo. El menú del día es arroz blanco con trocitos de pollo. Uno de cada cuatro chicos argentinos se alimenta hoy básicamente en este tipo de comedores.
“Este es un barrio de familias muy humildes, y para muchos chicos esta es la comida más suculenta del día”, dice a Proceso la directora, Mónica Roberts. “Los alumnos también meriendan o desayunan, según el turno en que vengan. No todos tienen para comer todos los días. Cada día llegan madres para preguntarnos si no sobró algo de comida”.
Al iniciar su mandato, en diciembre de 2015, el presidente Mauricio Macri pidió que su gobierno fuera juzgado en función de si había podido reducir la pobreza o no. La pobreza ha aumentado y hoy castiga a 35% de la población y a uno de cada dos niños argentinos.
A regañadientes el gobierno ha tenido que plegarse a la presión opositora y sancionar una Ley de Emergencia Alimentaria, que destina partidas adicionales para la distribución de comida, en un país que se jacta de ser uno de los grandes productores de alimentos en el mundo.
Los docentes palpan esta realidad antes que ningún otro estamento del Estado. Además de enseñar los contenidos curriculares, asumen tareas propias de un trabajador social. Escuchan los graves problemas que aquejan a las familias. “Y con los niños es hablarles de que hay otras realidades e ir viendo cómo hacer para que se empoderen y vayan saliendo adelante sin enojarse tanto con la realidad”, dice Mónica Roberts. “Pero es difícil, porque ellos están en esa situación de violencia, no uno”.
En oportunidades en las que su enorme esfuerzo se topó con límites injustos y arbitrarios, Bruno Segovia ha sentido lo que significa ser discriminado. La Universidad Nacional de Rosario tiene unos 82 mil alumnos, 10% de los cuales recibe becas, que en el mejor de los casos equivalen a 90 dólares mensuales.
Las dos veces que Bruno presentó su solicitud se encontró con un rechazo. Para poder estudiar el joven ha sido lavaplatos, encargado de una pensión, limpiador de piscinas, cuidador de adultos mayores. Las exigencias de la carrera de medicina lo obligaron a interrumpir los estudios tres veces.
En 2017 se dio ha conocer entre los alumnos de primer año, cuando subió en Instagram videos explicativos sobre temas complicados que se toman en los exámenes. Sus videos se volvieron material de consulta. A comienzos de 2019, decidió completar el cuarto año. Renunció al quiosco donde trabajaba y se lanzó a dar cursos de dos semanas, esta vez presenciales, que reúnen cada tarde a unos 20 alumnos.
“Hoy tengo que dar la parte de cómo se forma la imagen en la retina a partir de la luz”, cuenta. “Y es un tema que cuesta. A veces los seminarios se suspenden porque hay huelgas; entonces no saben de dónde estudiar, porque Youtube no alcanza”, explica.
“Yo mismo armo mis power point como a mí me gusta y así lo transmito. Tengo la necesidad de que el otro me entienda. Me genera placer cuando me dicen, ‘lo entendí’. Y no sé, parece que tengo esa facilidad de traducir a un lenguaje coloquial lo técnico cientificista. Los mismos chicos recomiendan mis cursos.”
Paradojas
En 1884 se promulgó en Argentina la ley que establece la obligatoriedad de la educación primaria de carácter gratuito y laico. Por entonces sólo un cuarto de la población estaba alfabetizado. La educación pública tuvo un papel central en la formación de la nación. De su mano creció el ideal igualitario que caracteriza aún a la sociedad argentina. La educación de gestión privada comenzó en 1955. En la actualidad todos los niños argentinos completan la educación primaria, pero sólo 45% –según datos de la UNICEF– termina la secundaria.
La crisis terminal de 2001 hizo que muchos adolescentes se insertaran de manera temprana en el mercado de trabajo. Entre 2003 y 2015 los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner pusieron el acento de la inclusión en el sistema, vinculando la percepción de la Asignación Universal por Hijo a la concurrencia a clases.
Con el gobierno de Macri el presupuesto educativo pasó de 6% del PIB en 2015 al actual 5.4%. Su intención ha sido vincular las políticas educativas con las demandas del empresariado. En los hechos hubo recorte presupuestario y descentralización en áreas tales como políticas socioeducativas y formación docente. La entrega de computadoras y los programas de educación sexual sufrieron duros recortes.
El gobierno puso a los gremios docentes en el sitial del enemigo. Desoyó sus reclamos de recomposición salarial frente a la caída del poder adquisitivo. Permitió que la conflictividad escalara, a través de huelgas y protestas que se extienden desde la educación preescolar hasta las universidades. Impulsó el Operativo Aprender, una evaluación estandarizada de los alumnos de primaria y secundaria, encargada a empresas privadas, rechazada por los docentes, que la ven como herramienta para culpabilizarlos. Durante una presentación de los resultados, en marzo de 2017, Macri criticó “la inequidad entre aquel que puede ir a una escuela privada y aquel que tiene que caer en la escuela pública”.
Adriana Puiggrós, doctora en pedagogía por la UNAM, cree que el gobierno de Macri ha hecho un gran esfuerzo por mercantilizar la educación pública, pero que no le ha alcanzado el tiempo para conseguir la dispersión del sistema educativo.
“El sistema educativo argentino está íntegro; en todo caso ha sido descascarado”, dice a Proceso. “El gobierno de Macri ha hecho muchos esfuerzos para penetrar en la subjetividad de los docentes, en un proceso de subjetivación que no es ajeno a un proceso de subjetivación del conjunto de la sociedad, con el objetivo de transformar al ciudadano en un cliente, y al alumno en un cliente”, explica.
El sistema educativo argentino se caracteriza, sin embargo, por una relativa autonomía respecto a las políticas impulsadas por los gobiernos desde que en 1983 el país recuperó la democracia.
“A ningún gobierno le resulta fácil que sus resoluciones se cumplan dentro de las escuelas tal y como están escritas”, grafica Puiggrós. Exministra de Cultura y Educación de la Provincia de Buenos Aires, expresidenta de la Comisión de Educación de la Cámara de Diputados, la experta cree que el primer sustento de esta autonomía relativa es que los sistemas escolares modernos se apoyan en su propia historia. Los docentes argentinos cuentan con una gran experiencia a la hora de llevar a cabo su labor más allá del signo político de quien gobierne.
“Otro factor muy importante es el carácter mayoritariamente femenino del sistema educativo. Entonces ahí hay algo que tiene que ver con la independencia de la mujer”, explica. “Otro factor es el sindicalismo, que tiene un eje de lucha sindical, pero nunca deja de ser político educativo. Con lo cual, los gobiernos han tenido –excepto la dictadura, por supuesto– que escuchar la palabra de las organizaciones docentes. Porque tienen palabra propia”, dice.
En la campaña para las elecciones presidenciales del próximo domingo 27, la educación no tiene mayor relevancia. Guillermo Jaim Etcheverry cree que a la sociedad argentina, más allá de lo que declama, la educación no le interesa.
Presidente de la Academia Nacional de Educación, exrector de la Universidad de Buenos Aires, Etcheverry da un ejemplo. “Si uno les pregunta a los padres cómo está la educación en el país, 70% contesta que está regular, mal, muy mal. Parece que la gente ve que hay una crisis”.
“Si a esos mismos padres les preguntan si están satisfechos con la educación de sus hijos, 70% dice estar satisfecho o muy satisfecho con la educación de sus hijos”, prosigue. “Esa satisfacción la demuestran todos, quienes van a escuelas de gestión estatal, de gestión privada, los ricos, los pobres. Así que yo creo que eso es lo que nos explica lo que nos pasa, esa paradoja de que la gente percibe que hay una crisis pero no se siente afectada”.
Jaim Etcheverry considera, por el contrario, que en Argentina hay poca cantidad de gente educada, con apenas 13% de personas con estudios universitarios y que la calidad de la educación es mala, ya que la mitad de quienes terminan la escuela secundaria no comprenden cabalmente lo que leen.
Observa con escepticismo la propuesta de integrar los contenidos educativos con los requerimientos de las empresas. Cree, por el contrario, que los jóvenes deben recibir una formación amplia, que estimule su capacidad crítica.
“Hoy hay directivos de grandes compañías que son filósofos, que no están preparados para la economía, pero sí para advertir los grandes cambios, las tendencias sociales”, señala. “Hoy más que nunca los chicos pueden estudiar realmente lo que les interesa, porque es imposible decir en qué va a terminar uno trabajando. Lo importante es esa formación básica. Las grandes universidades hoy pretenden que sus graduados tengan un conocimiento de la matemática, de la biología, de la historia, de la filosofía, de la química, para que puedan acceder a la realidad desde ángulos distintos, porque esa flexibilidad es fundamental”, dice.
Para Bruno Segovia la flexibilidad es desde niño una necesidad ligada a la supervivencia. En Rosario le tocó dormir en la terminal de autobuses, comer de la basura, vivir en pensiones con otras 70 almas, estudiar durante horas que le pudo robar al sueño.
Tras 12 años de gobiernos kirchneristas, en los que se subsidió a amplios sectores sociales y productivos, el gobierno de Macri lanzó una batalla cultural en torno a la cultura del “mérito”, que promueve el esfuerzo personal para alcanzar los logros en la vida. El gobierno mostró gran habilidad para que el debate público no se centrara en los privilegios o las desventajas de origen sino en la supuesta ilegitimidad de quienes perciben subsidios. En estos cuatro años, en foros y redes sociales se ha vuelto a discutir si la educación gratuita debe o no ser un derecho.
“No me quedaba otra que la meritocracia. O la meritocracia o me quedaba en la villa y me moría o terminaba preso”, dice Bruno.
“La meritocracia en mí no fue una opción, fue una obligación. Pero yo no quisiera que otros chicos pasen todo lo que yo pasé. No deseo que un chico se tenga que esforzar tanto”, dice.
“Creo que el Estado tiene que apoyar. Que las becas sean más accesibles. Tiene que haber una gestión política que disminuya un poco la meritocracia porque es feo, uno se cansa, llega un momento en que se rinde, porque no tiene el apoyo de nadie”.
Este reportaje se publicó el 6 de octubre de 2019 en la edición 2240 de la revista Proceso