AMEALCO, Qro. (apro-cimac).- La casa de Jacinta Francisco Marcial, madre de cinco hijos y abuela de ocho nietos, siempre está cerrada, pero se abre cada tanto para recibir lo mismo a universitarios que quieren hacer una tarea, que a periodistas que desean entrevistarla, o a personas que simplemente van a conocerla.
Jacinta trata de recibir a todos sus visitantes en la casa ubicada a la orilla de la carretera que va del municipio de Amealco de Bonfil, en Querétaro, a la Ciudad de México, pero no siempre puede hacerlo porque toda la semana trabaja. En época de calor vende aguas frescas, paletas y helados, y en época de frío todo tipo de dulces y frituras.
De apenas metro y medio de estatura, esta mujer se ha dedicado a la venta desde que era niña, pero interrumpió su oficio en 2006, cuando la Procuraduría General de la República (PGR) la acusó de secuestrar a seis policías de élite de la entonces Agencia Federal de Investigación (AFI). La indígena otomí recibió una sentencia de 21 años de prisión, de los cuales pasó 37 meses encerrada.
En entrevista, Jacinta habla del aprendizaje que le dejó este capítulo en su vida, mientras permanece sentada en el amplio patio de su casa, donde se observan cuartos de ladrillo sin decoración. Es un hogar que sigue construyendo y en el que habita desde hace unas tres décadas, cuando se casó.
Rodeada de plantas y árboles de pera y durazno, con su cabello trenzado y vestida con una blusa de cuello de pliegues y falda de tela satinada –el traje típico otomí–, se esfuerza por expresarse en español y no en su lengua materna. A 10 años de su detención –que se cumplen este 3 de agosto– aún le cuesta hablar de lo sucedido.
Mientras conversa, trata de hilvanar el significado de palabras como “secuestro”, “careo”, “discriminación” o “reparación del daño”. Apenas puede pronunciarlas y aún más entenderlas. Las escuchó durante tantos años, que ahora busca darles sentido.
Una década después
Jacinta es sencilla y sonríe fácilmente. Nunca ha tenido un arma en sus manos y tampoco sabía lo que era “retener” a una persona. Comprendió lo que eso significa hasta que llegó a prisión.
El 26 de marzo de 2006, sin identificarse y sin portar uniforme, elementos de la entonces AFI hicieron un operativo en el tianguis de la plaza de la comunidad de Santiago Mexquititlán, en el municipio queretano de Amealco de Bonfil.
Ese día los policías despojaron a varios comerciantes de sus mercancías, alegando que se trataba de “piratería”. La gente protestó por la ilegalidad del decomiso. Ante la ira ciudadana, los policías se comprometieron a pagar por los destrozos y se retiraron del lugar para ir por dinero.
Mientras esto sucedía, pidieron a un compañero que se quedara en el sitio, como prueba de que estaban dispuestos a regresar con el pago de los destrozos. Horas más tarde volvieron para negociar con la comunidad y luego se retiraron.
Jacinta se mantuvo ajena a la situación. Narra que en ese momento estaba vendiendo aguas frescas en el tianguis, pero ni siquiera cerca de los policías. Fue hasta la tarde cuando los agentes de la AFI regresaron a la comunidad, supuestamente para pagar los daños. Ella –dice– fue a la farmacia y se acercó donde estaba “el alboroto”. En ese momento un periodista tomó una fotografía y el rostro de Jacinta quedó en la imagen.
El 3 de agosto de 2006 (menos de cinco meses después de los hechos), cuando parecía que todo había quedado en una anécdota, la indígena fue detenida por el delito de secuestro. La prueba para acusarla fue justamente esa imagen que se publicó en un periódico. Ahí aparecían ella, Alberta y Teresa – otras dos indígenas a las que también se acusó de secuestro–, en medio de un mar de gente.
Al tratar de reconstruir el hecho, Jacinta recuerda que ese día salió temprano para recorrer su barrio e invitar a la gente de la comunidad a ir a la peregrinación que cada mes de octubre sale de Querétaro rumbo a Atotonilco, en Guanajuato. Asegura que como ferviente católica, desde muy joven participa en las peregrinaciones de su comunidad.
“Ese día llegaron ellos. En la tarde, como a las seis de la tarde, venía de regreso a la casa. Cuando llegué estaban una señora y un señor en la puerta de afuera. Estaban platicando con mi esposo y mi hija. Cuando llego, se voltea la señora y me dice que si era la señora Jacinta y le dije que sí. Cuando le dije que sí, va y me agarra fuerte de acá arriba (de la cabeza) y me voltea a ver”.
Esas personas, que no se identificaron, le dijeron que debía ir a declarar “algo”. Confiada en que no había hecho nada, ella y su esposo Guillermo acompañaron a las dos personas.
“Cuando iba caminado ningún carro estaba ahí, pero cuando yo llego (la mujer) me empuja, me voltea y ya estaba un coche y me meten ahí. No me dejaba alzar mi cabeza ni nada. Y me dice: ‘¿tú eres la señora Jacinta?’. Y le dije que sí. ‘¿Qué hiciste hace poquito tiempo?’ (preguntó la mujer). Dije: ‘pues vámonos, yo no he hecho nada”.
Jacinta y su esposo subieron a la parte trasera del auto y las otras dos personas iban adelante; mientras la mujer manejaba, le dijo que nada más iba a declarar y ellos la iban a regresar a su casa.
“Yo no tenía miedo porque sabía que no había hecho nada”, recuerda. Y no sabía es que era trasladada al Juzgado Cuarto de Distrito del estado.
Cuando llegaron al lugar, su esposo se quedó afuera y a ella le pidieron que pasara. Al entrar, vio que algunas personas estaban cenando. Ante la indiferencia del personal, lo único que hizo fue sentarse a esperar a que alguien le hiciera las preguntas. Eso nunca pasó.
“Llegando allá en Querétaro, ya estaban las otras dos muchachas (Alberta y Teresa, que vendían discos de música), preguntaron: ¿‘por qué te trajo si tú no vendías lo que nosotros vendíamos?’. Pues no, pero también me trajeron, dijeron que nada más iba a declarar y me iban a regresar”.
La promesa no se cumplió, porque minutos después las tres fueron exhibidas ante los medios de comunicación queretanos para, enseguida, trasladarlas al Centro de Readaptación Social de San José El Alto, el lugar donde Jacinta estuvo recluida tres años y casi dos meses.
La fe y el esfuerzo
Madre y abuela, Jacinta es una mujer famosa desde antes de pisar la cárcel. Es conocida como “la de los helados y paletas”. Hasta hace un par de años todavía fabricaba en los barriles donde la nieve se hace mezclando sal y hielo picado, y se le da vueltas al barril hasta que se tiene el producto final.
Hoy ya cuenta una máquina para preparar el helado, incluso tiene su negocio en su casa. Aunque ese local lleva el nombre de “JaciMemo”, las primeras letras de su nombre y el de su esposo, en realidad el negocio es de sus hijos, y por eso dice que no le gusta que le tomen fotografías frente a ese lugar.
Sobre su vida después de salir de la cárcel abrevia: “Desde que salí (es) igual, sigo trabajando en lo mismo, como antes”. Así resume su vida, como si no tuviera nada que contar.
No dice más porque considera que siempre hace lo mismo: de lunes a viernes va a la escuela primaria a vender paletas y helados a la hora del recreo, y cuando termina ahí lleva su carrito a la secundaria para esperar la hora de la salida de los alumnos. Los domingos vende aguas frescas en el tianguis de Santiago Mexquititlán.
Además de su actividad como vendedora, es conocida como una de las organizadoras de las multitudinarias peregrinaciones que cada año van a Atotonilco, en Guanajuato, y a la Basílica de Guadalupe, en la Ciudad de México. Hace unas semanas estuvo en la capital por ese motivo. En los pueblos de la región hay comités organizadores, y en el suyo ella es parte de la comisión responsable.
Su fe comenzó desde niña, cuando su madrastra iba a las peregrinaciones a Atotonilco. “Ella nos llevó para que supiéramos cómo es, entonces de ahí empecé a ir. Luego tenía a mis hijos y ya no iba hasta que ya estaban grandecitos”.
Cuenta que por ahí de 1997, una de sus hijas la acompañó en su recorrido. Juntas caminaron durante ocho días desde la capital queretana hasta llegar a la Ciudad de México. Desde entonces participa cada año, sólo dejó de asistir durante los tres años que estuvo presa. Cuando la gente de su parroquia se enteró que había sido detenida, nadie lo podía creer.
Discriminación por etnia
Desde que ingresó a la cárcel de San José El Alto, Jacinta fue despojada de su identidad. No pudo vestirse ya con la ropa otomí –de colores vivos y amplias faldas, que tanto le gusta lucir– y tuvo que usar pantalón. Al final de cuentas la ropa era lo de menos, pero la obligaron a que hablara español.
Hasta que estuvo en la cárcel se enteró que estaba acusada de secuestro. Fueron las propias internas quienes le informaron de su situación.
“Las otras compañeras me dicen si es cierto que secuestramos a seis agentes federales. Digo no, ellos llegaron a recoger no sé cómo se llama (piratería), llegaron a hacer eso. A mí me trajeron pero yo no vendía eso”.
Todavía recuerda aquella conversación con una de sus compañeras de celda:
--Sí, pero no salió eso, salió que ustedes secuestraron seis agentes. ¿Saben qué es un secuestro?
--No.
--Un secuestro es cuando tú detienes una persona, la encierras, no la dejas que salga, eso es un secuestro.
Durante los primeros días en la cárcel no tuvo miedo de lo que le decían, hasta que una interna le soltó: “El delito de secuestro es muy grave, es el delito más grave de todos. Yo vengo por homicidio y más fácil que me vaya yo que tú”. Entonces empezó a dudar de su liberación.
Los domingos y los miércoles recibía la visita de sus familiares, quienes le contaban que nadie quería ayudarla porque se trataba de un delito muy grave, y además porque lo hizo contra el gobierno.
Así pasaron dos años, sin que tuviera más información. Y es que al hablar otomí y entender poco el español, ni siquiera podía comprender lo que un funcionario le dijera.
--¿Alguna vez vio a los policías que la acusaron? --le preguntaban.
--“No” --respondía.
Y aunque pedía hablar con ellos, su familia siempre le decía: “¿Cómo te vas a carear con ellos? No vas a ganar porque tú no sabes hablar nada y no les vas a entender”. El juez citó en varias ocasiones a los presuntos agraviados, pero éstos nunca se presentaron.
Durante dos años, su esposo y sus hijos se movilizaron para buscar un abogado y luego para viajar a la Ciudad de México y pedir asesoría del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez (Centro Prodh), que junto con el Centro Fray Jacobo Daciano asumieron la representación legal de Jacinta en diciembre de 2008.
El 19 de diciembre de ese año, la mujer fue condenada a 21 años de prisión y a dos mil días de multa, equivalentes a 91 mil 620 pesos. Un mes después Alberta y Teresa fueron condenadas a la misma pena, pero en abril de 2010 abandonaron la cárcel a raíz de una resolución dictada por la Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).
Acostumbrada a no guardar fechas ni acontecimientos en la memoria, Jacinta señala: “Ahorita sí pienso que tres años y dos meses sí es mucho tiempo. En ese tiempo fue como dos, tres días, pero fue mucho tiempo ¡tres años!”.
La supuesta “secuestradora” obtuvo su libertad después de la intervención de sus abogados y una intensa campaña con la que se logró una recomendación del Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali) dirigida al juez cuarto de Distrito de Querétaro por no brindar un intérprete, y otra de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) dirigida a la Procuraduría General de la república (PGR).
Lección de vida
Como resultado del litigio, un tribunal unitario ordenó reponer el procedimiento, y en medio del escándalo mediático la PGR decidió presentar conclusiones no acusatorias en su contra. El 16 de septiembre de 2009, Jacinta obtuvo su libertad.
Luego de su paso por la prisión, dice, le quedaron enseñanzas. “Aprendí de los abogado particulares. Dicen que van a apoyar, pero el abogado particular nada más te quita dinero, ahí aprendí eso. Y cosas que no sabía hacer como el deshilado, las manualidades, bordar listones en cojines o en servilletas, y manejar una máquina de coser de esas que usan en los talleres grandes, porque yo nunca había agarrado una”.
Ahora puede comunicarse con más facilidad en español, pero prefiere seguir hablando su lengua. “De a poquito iba aprendiendo a través de las compañeras. Me costó mucho trabajo porque había cosas que yo no entendía nada, ellas tenían paciencia de explicarme o de decirme qué significaba esa palabra o cómo se hablaba esa palabra que yo no entendía y me decían cómo debía de ser”.
En este camino también hubo episodios negativos: se perdió las celebraciones de la familia, los buenos momentos de los hijos, las anécdotas de los nietos, las peregrinaciones de tres años, y además vivió el maltrato de custodias e internas.
“De lo malo, creo que nada más de las compañeras que son ¿cómo le dicen?... discriminación. Hay compañeras que tenían tiempo allá, que ya conocían, sabían. En la primera noche que paso con las otras, había una que decía que no le gustaba que le metieran unas indias, no le gustaba que me quedara con ellas porque estaba acostumbrada a estar sola”.
A una década de aquella experiencia, Jacinta es hoy una mujer más consciente. Sabe de las protestas del magisterio y de la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal Rural ‘Raúl Isidro Burgos’, ocurrida en Iguala, Guerrero, en septiembre de 2014.
Se interesa por estar informada, porque a su casa siguen llegando visitantes que tienen un hijo o un familiar en la cárcel y le piden un consejo, añade.
Y así pasa el tiempo, entre sus reuniones con la feligresía, vendiendo paletas o bordando servilletas y fajas. Jacinta y sus abogados exigieron a la PGR la reparación del daño, pero esa instancia se ha negado en dos ocasiones, primero en 2012 y después un año más tarde, siempre alegando que no hubo pruebas suficientes para acusarla, pero que sí cometió un delito.
En esta nueva cruzada judicial, el 19 de mayo pasado el Tribunal Colegiado en Materia Administrativa del Primer Circuito confirmó la sentencia que en mayo de 2014 dictó el Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa (TFJFA), cuando ordenó a la PGR indemnizar y reconocer públicamente la inocencia de la indígena otomí.
A la fecha, Jacinta espera que se haga realidad esa disculpa, y aunque no entiende bien el término, sabe que eso no puede resarcir tres años de cárcel. “No le entiendo bien cómo es eso, pero estaría bien, pues la gente sabe que no es cierto (la acusación). Muchos me creyeron, saben que no fue cierto, pero sí es necesario”, dice sobre la reparación del daño.