El Pozolero, un albañil que acabó disolviendo en sosa cáustica 300 cadáveres
Aunque la práctica de disolver cuerpos humanos en sosa cáustica es antigua, fue Santiago Meza López quien le puso rostro a ese oficio cuando, luego de ejercerlo durante 10 años al servicio de los hermanos Arellano Félix, se le aprehendió y presentó como El Pozolero. Recluido en el penal del Altiplano desde 2009, confesó haber disuelto 300 cadáveres. Entrevistada en Tecate, su esposa repudia el sobrenombre que le adjudicaron… Tal es uno de los perfiles, elaborado por la reportera Marcela Turati, de 14 siniestros personajes latinoamericanos vivos incluidos en el libro Los malos, que, editado y antologado por la periodista argentina Leila Guerriero, se publicó hace unos días en Chile bajo el sello de Ediciones Universidad Diego Portales. He aquí un adelanto de este trabajo…
MÉXICO, D.F. (Proceso).- –¿Y él qué explicaciones da acerca de eso?
–Me creerá que de eso no me ha dicho. Cuando le digo, sólo me responde: “Tú mejor que nadie sabes cómo soy yo”.
Irma es una mujer de más de 50 años, cara redonda, pelo al hombro teñido de rubio cobrizo. Es robusta. Viste una camiseta gris, sencilla. Vive en una casa a la que se llega cruzando la cochera techada de una casa vecina, un tanque de gas, un tendedero de ropa y una lavadora, en un barrio del pueblo de Tecate, ubicado en el desierto mexicano, en la línea fronteriza con Estados Unidos.
A Irma se le traban las palabras cuando quiere referirse al empleo de Santiago Meza López, su marido. Habla de “ese trabajo”, da rodeos (“¿cómo le puedo decir…?”), hasta que termina por llamarlo “eso”. La conversación se llena de obstáculos, pero no la interrumpe. Parece deseosa de hablar sobre su esposo preso, aunque hasta ahora, y desde hace cinco años, no ha tocado con extraños este tema.
Dos horas antes, cuando golpeé la puerta de su casa para entrevistarla, parecía asustada, pero me invitó a pasar y, apenas entré a su vivienda color rosa pastel, de dos pisos y pocos muebles, empezó a hablar. En la planta baja están la cocina y el comedor, donde hay una cómoda con espejo y un altar a San Judas Tadeo (el santo de las causas difíciles), un televisor de pantalla plana y un sillón donde permanece, como una estatua, Irene, su hija de 30 años, con los ojos clavados en el piso. Es la mayor de sus cuatro hijos y parece dopada. Pero no lo está: hace cinco años dejaron de usar medicamentos para domarle la conducta y esta tarde, simplemente, está cansada.
Una niña de cinco años, cabellos rubios, ojos color verde intenso, baila y canta alrededor hasta que su mamá –nuera de Irma– la llama a jugar al piso de arriba. Es la “cachorrita”, como le dice su abuelo cuando habla con ella por teléfono desde el penal de máxima seguridad de Almoloya, en el centro del país, donde son encerrados los criminales más peligrosos de México.
Irma dice que su esposo está en la cárcel porque fue enrolado en el narcotráfico cuando migró a Tijuana a buscar trabajo como albañil. Ella no lo dirá, pero está probado que se inició con el cártel de Tijuana, comandado por los hermanos Arellano Félix, amos de esa ciudad fronteriza, y terminó en el de Sinaloa.
Santiago Meza López trabajaba para el narco, pero Irma se rehúsa a creer que dentro de la cadena productiva del crimen organizado “su viejito”, su marido, su Santiago, haya hecho el trabajo que dicen que hizo. El que ella no puede pronunciar. Eso.
–Le ofrecieron el trabajo ese de… de… de… Porque él decía: “Yo prefiero mi trabajo a que ustedes se mueran de hambre”.
Irma tartamudea. A unos metros, Irene, su hija, se reactiva como un muñeco con resorte, alza el rostro y grita:
–¡Que no dicen que ya no pudo caminar y aceptó!
Irma se da vuelta para mirarla. Está acostumbrada a esas intervenciones de la chica, que nació enferma.
–Él, mi viejito, aceptó el trabajo de… ¿cómo le puedo decir?, si hasta se me hace feo.
–¿Empezó como vendedor?
–No, como mandadero. “Mueve esto, trae a mi familia, pasa por mí”. El mal trabajo lo ofrecían así, y la mera necesidad lo empujó a aceptar.
Irma y su familia no son de Tecate. Se mudaron a esta frontera 20 años atrás, para ahuyentar la miseria, dejando Sinaloa: un caluroso estado junto al océano Pacífico, famoso por su pesca, sus playas, su producción de vegetales, de mariguana y de capos del narcotráfico.
Irma y Santiago fueron novios desde la infancia. Cuando se conocieron en la ciudad de Guamúchil, Sinaloa, ella tenía nueve y él 11. Vivían en el mismo barrio pobre y periférico, donde mucha gente se dedicaba a buscar lodo colorado para hacer ladrillos y venderlos.
Al describir a su “viejito” y defender su inocencia, Irma recurre a una anécdota del día en que, ya casados, ella se enfadó porque su casa estaba invadida por gatos recién nacidos, y pidió a unos niños que los abandonaran en un basurero cercano. Cuando Santiago llegó a casa y no los encontró, quiso saber qué había ocurrido.
–Los mandé tirar porque yo no quiero tanto cochinero –lo retó ella.
–¿Y qué si te hubieran tirado a ti? –preguntó el esposo, molesto, antes de mandar a los niños a rescatar a los animales.
Así era el hombre con el que se casó hace 30 años: un hombre que, dice, no merece el horrendo apodo con el que se le conoce.
–Si él no se animaba porque le daban lástima los animales, ¿cree que le va a quitar la vida a las personas? A mí hasta la fecha me da coraje. A él siempre, siempre le decían por su nombre. Nunca de otra forma. No sé ese nombre que dicen de dónde lo sacaron.
Irma se enreda para referirse al apodo con el que el Ejército presentó a su marido ante la prensa, el sobrenombre que lo hizo famoso y se quedó clavado en las pesadillas de los mexicanos: El Pozolero.
El pozole es un caldo típico mexicano, hecho a base de granos de maíz, al que se le agrega carne de pollo o de cerdo. Pozolero se le llama al cocinero de ese alimento. Pero en el lenguaje del narco el pozolero es quien disuelve los cadáveres. Santiago Meza López le puso su rostro a ese oficio. Ese oficio tuvo, en él, su encarnación.
Eso es lo que Irma no se atreve a mencionar: que durante mucho tiempo su esposo, el papá de Irene y el abuelo de la cachorrita, “cocinó” cadáveres con ácido hasta hacerlos desaparecer.
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Cada 18 días, Santiago Meza López habla con Irma. Cada nueve, tiene permiso para una llamada telefónica de 10 minutos. Casi siempre a las 8:00 de la mañana, una semana el teléfono timbra en casa de doña Rita López, la madre de Santiago, en Guamúchil, Sinaloa; a los nueve días el teléfono suena en casa de Irma y sus hijos, en Tecate, Baja California.
En esas llamadas de no más de 10 minutos, Santiago Meza trata de saber qué ocurre fuera de Almoloya. Pasa lista y pregunta por su esposa, sus hijos, sus nietos, su madre, sus nueve hermanos, sus suegros, sus amigos, sus vecinos, hasta que se le agota el tiempo.
Aunque siempre fue un hombre reservado y de pocas palabras, le ha contado a Irma que en Almoloya está por terminar la educación primaria; que a veces lo sacan al patio a jugar voleibol; que ya se aprendió la Biblia de tanto leerla y que empezó a tomar clases de pintura; que le sobra tiempo, que extraña trabajar y que le gustaría que en el penal enseñaran carpintería.
La mesa de la cocina, donde Irma tiene los brazos apoyados mientras refiere que Santiago cenó pavo en Navidad y que está preocupado porque la cárcel lo haga engordar, se encuentra cubierta con un plástico transparente estampado de frutas. Sobre la mesa hay dos cuadros que Santiago envió de regalo para Navidad. El primero es un retrato al óleo de sus tres nietos; el otro es una pintura de las princesas y heroínas de Walt Disney. Hay un tercer cuadro, que Irma describe pero que no está en la sala. Representa el conflicto entre el bien y el mal con un angelito y un diablo. Irma cree que Santiago contrató a otro reo para que los pintara, porque su marido todavía no sabe hacer trazos finos.
En esta casa, Irma vive con dos de sus hijos (Irene y un varón joven que tiene un negocio en el centro), la esposa de su hijo y la hija de ambos, “la cachorrita”. En la planta baja no se ven fotos de Santiago, e Irma no quiere mostrar las que guarda, para respetar la obsesión de su marido por la privacidad, aun cuando ya es demasiado famoso.
Santiago Meza López apareció el domingo 25 de enero de 2009 en la televisión. Vestía un pantalón de mezclilla y una sudadera gris deslavada, en un terreno baldío de Ojo de Agua, Tijuana. Un hombre bajo, de pelo corto color negro azabache, cejas espesas, facciones abigarradas y barriga protuberante. Llevaba las manos entrelazadas tras la nuca, los ojos bajos y estaba rodeado por militares con el rostro cubierto con máscaras negras. Las mismas que usan cuando presentan al público a un personaje “pesado” del narcotráfico. Un periodista le preguntó:
–¿Cuántas personas deshiciste?
Con el ojo izquierdo casi cerrado por una inflamación, raspones en el rostro y un chichón en la cabeza, Santiago Meza respondió:
–Unas 300.
Siguió una lluvia de preguntas de los reporteros presentes:
–¿A qué tipo de personas deshacías?
–A los que me traían.
–¿Tú los matabas?
–Me los traían muertos.
–¿Los despedazabas?
–No, enteros.
–¿Cómo lo hacías?
–Yo los echaba en un tambo con ácido y ahí se desintegraban.
–¿Qué tiempo se tardaba en deshacer un cuerpo?
–Veinticuatro horas.
–¿Qué hacías con lo demás, con lo que te quedaba cuando estaba deshecho?
–Lo echaba en una fosa.
–¿En qué fosa?
–Aquí, en esta casa.
Meza López hizo entonces un gesto con la cabeza, con el que señaló el suelo que pisaban él, los militares y los reporteros: un terreno baldío bardado con bloques de cemento. El interrogatorio duró menos de cinco minutos y, aunque cortante y escueto, Meza López respondió todo lo que le preguntaron. Así, se supo que entre sus víctimas no había niños ni mujeres y que por su trabajo recibía 600 dólares al mes. Dijo primero que disolvió a 300 personas en un solo año, aunque después aclaró que 300 era, en realidad, el número total de víctimas que había deshecho durante los 10 años que practicó el oficio. Dio detalles a la prensa sobre su modo de trabajo, con una naturalidad que sorprendió a todos. El principal componente era la sosa cáustica. El método de cocción, a fuego alto durante un día entero. La capacidad por semana, de tres cuerpos.
Aquel 25 de enero, al presentarlo a la prensa, los militares lo identificaron con el sobrenombre que tanto enoja a Irma: El Pozolero. El apodo con el que desde entonces aparecería en las revistas, el que dio nombre a una película y motivó un narcocorrido. Su método de trabajo no tardó en aparecer en series de televisión estadunidenses como Breaking Bad. Aunque Santiago Meza no inauguró este oficio (antes hubo otros), él le puso rostro.
–A veces le digo: “M’ijo, ¿por qué lo hiciste?” –cuenta Irma, con la mirada perdida, rememorando las charlas que han tenido en la cárcel–. Él dice que no sabe.
Irene revive y grita desde el sofá:
–¡Le inventaron!