MÉXICO, DF (Proceso).- A sus espaldas vi a Juan Rulfo y a Carlitos Monsiváis salir por el elevador del restorán del hotel Majestic donde me daban una cena por el premio de cuento universitario 1958 del que Rulfo había sido jurado. El festejo lo organizaba la Escuela de periodismo Carlos Septién García dependiente entonces de la Acción Católica.
Rulfo oteó sin moverse el paisaje dominado por altos dirigentes de la mochería y murmuró a Monsiváis:
–Esto huele a incienso.
–Sí –dijo Monsiváis–. Vámonos.
Y pusieron pies en polvorosa sin enterarse de que los escuché.
Aunque éramos de la misma generación –él cinco años menor que yo–nunca fui amigo de Monsi, como lo cariñeaba su pandilla de seguidores. En poco tiempo se fue convirtiendo en un cronista de excepción; escribía dondequiera con sarcasmo, con valentía, con una prosa emperifollada: la crónica era su fuerte. Octavio Paz lo calificó de “escritor ocurrente” durante un esgrima de artículos entre ellos, pero él trataba de ser como Salvador Novo: intelectual y frívolo a la vez: compartía su presencia con los talentosos picudos lo mismo que con los protagonistas del espectáculo. Aunque zahería a Azcárraga llamando a la televisión “la caja idiota”, una noche me lo encontré en casa de Ernesto Alonso durante una cena, chacoteando con puros televisos.
–¿Tú aquí?
–Igual que tú –respondió masticando la risa.
Fue muy celebrada su actuación como Santaclós en una película sobre los cuentos defeños de Carballido, y se vanagloriaba de ser una autoridad en el cine mexicano de la Época de Oro, cuando jugaba trivia con Carlos Fuentes y José Luis Cuevas ante la admiración de la concurrencia.
De lo que no sabía era de teatro; sin embargo, eso sí, enviado por Jaime García Terrés, regañó en la Revista de la Universidad de México a Ibargüengoitia por haberse burlado de dos obritas de Alfonso Reyes que Juan José Gurrola montó en la Casa del Lago. Ibargüengoitia lo detestó desde entonces.
Gracias a su don de ubicuidad era frecuente encontrárselo en mesas redondas, en inauguraciones, en conferencias. Nos saludábamos de gesto a gesto, nada más; nunca sostuvimos una conversación.
Por fin me sorprendió:
–Acabo de leer Los periodistas –me dijo en las oficinas de Proceso–, qué tal si nos tomamos un café.
Qué honor, pensé. Carlos Monsiváis había leído un libro mío y quería comentarlo. Al cabo de tantos años íbamos a compartir una charla de igual a igual, quizás un desayuno. Existía yo para él. Qué honor.
Nos citamos en un Vips de Insurgentes a las 10 de la mañana.
Fui puntual. Lo esperé en la barra por aquello del desayuno planeado y yo le pediría elegir mesa: ¿junto a la ventana?, ¿atrás?, ¿dónde nadie nos interrumpa?, ¿aquí cerca?
Llegó tarde, desde luego, con la cabeza gacha y mascullando frases que no entendí, con los labios tropezándose en ruidos.
Prefirió quedarse en la barra, ¿de momento?, mientras tomábamos el café. Pidió el suyo, estaba muy caliente.
–Leí tu libro el otro fin de semana, como te platiqué…
Obvio: después de un reconocimiento –que aún no aparecía– debía llegar necesariamente un pero.
–Pero me pareció muy injusto lo que dices de Benítez.
Al relatar el golpe a Excélsior que nos hizo abandonar Reforma 18, yo narraba un episodio que me chismeó Miguel Ángel Granados Chapa porque yo no fui convocado. Cuando unos días después del atraco, Fernando Benítez consiguió que Echeverría se reuniera con Julio Scherer y sus más cercanos colaboradores (Becerra Acosta, García Cantú, Granados Chapa, Hero Rodríguez Toro…) en busca de una imposible negociación. Describí a Benítez, es cierto, con el sarcasmo que me había contagiado Miguel Ángel en su relación: un Benítez grandilocuente, petulante, que ganseaba al avanzar como guía, que no ocultaba en ningún momento su febril echeverrismo. Eso molestó a Monsi y era el motivo de su regaño.
–No puedes burlarte así de Benítez –se retorció Monsiváis– después de todo lo que ha hecho por nosotros, por nuestra generación. No hay derecho.
Me exalté de inmediato:
–¿Por nosotros? En mi vida de escritor yo no he tenido nada que agradecerle a Benítez. Al contrario.
Ahí empezó y ahí terminó la plática.
Monsi soltó la cucharita sobre la barra y salió a la calle irritadísimo.
Me quedé un rato más en el Vips, para terminar mi café y pagar la cuenta.