El suicidio de Miroslava
MÉXICO, DF (Proceso).- En 1955, a los 29 años de edad, Miroslava Stern decidió quitarse la vida. Sufría una brutal depresión. Su amante Luis Miguel Dominguín la había abandonado para casarse con Lucía Bosé.
Sobre aquella tragedia, Guadalupe Loaeza escribió un cuento en su libro Primero las damas. Reproducía con datos periodísticos y una buena dosis de imaginación los dos últimos días de la actriz checoslovaca que huyó de su país a los 12 años, se enamoró en Estados Unidos de un piloto aviador –muerto en combate durante la Segunda Guerra Mundial–, se instaló en México y filmó una veintena de películas; la última con Ernesto Alonso, Ensayo de un crimen, dirigida por Luis Buñuel.
Entusiasmado con el cuento de Guadalupe, Ignacio Durán, director del Instituto Mexicano de Cinematografía en aquel 1992, planeó producir una película. Me llamó para que escribiera el guión. Lo filmaría Alejandro Pelayo.
Acepté de inmediato. Desde las primeras películas en las que participó Miroslava, yo era como tantos su enamorado platónico; por su belleza deslumbrante le perdonaba –también como tantos– sus carencias como actriz: esa tropezada manera de hablar con los labios ateridos. Qué importa, ¡es un cuero!
De Miroslava oí hablar durante años a Ernesto Alonso; además de compañero y amigo, fue su guía, su consejero, su preceptor. Nadie sabía tanto de los secretos de Miroslava como Ernesto Alonso. Por eso se me ocurrió incluirlo en el guión como personaje real: una especie de narrador de la historia y testigo de los sufrimientos de la atormentada mujer. Pensé que a Ernesto le encantaría hacer en la película lo que había hecho en la realidad cuidando y aconsejando a Miroslava. Se lo dije a Pelayo, y lo primero que hizo Pelayo cuando terminé de escribir el guión fue enviárselo a Ernesto Alonso. Tardó en responder. Lo hizo por teléfono, luego de un par de semanas, con un ¡no!, seco y tajante.
Más tajante fue conmigo la mañana en que Pelayo y yo lo sorprendimos en su oficina de Televisa.
–El guion funciona más o menos, pero yo no puedo hacer ese papel. No me gusta, no quiero, ¡no me da la gana! –se exaltó.
Me sorprendió el tono grosero de su negativa. En los años en que trabajé con él nunca me trató así. Él se dio cuenta. Se suavizó:
–Aquí no se puede hablar. Vayan a mi casa mañana en la tarde.
La invitación de Ernesto Alonso se antojaba alentadora. Le aseguré a Pelayo que terminaríamos convenciéndolo. No sería difícil. Lo conocía bien. De seguro no le habían gustado algunas escenas, algunos parlamentos, y yo estaba dispuesto a hacer todas las modificaciones que me pidiera.
Afable, enfundado en una bata roja de terciopelo como la que usaba en El maleficio, Ernesto Alonso nos recibió en su departamento de Polanco. Café, whisky… Nos sentamos a conversar. Tardó un rato en ir al grano.
No. Su mayor objeción al guión era que la causa real del suicidio de Miroslava nada tenía que ver con Dominguín. Esa versión se dio como cierta “oficialmente”; el propio Ernesto no la quiso desmentir para no causar escándalos. Pero él sabía la verdad. Y sabiéndola –comprenderíamos nosotros–, no podía actuar en la película representando el papel de sí mismo porque sería tanto como avalar una mentira garrafal. El hombre por el que había enloquecido de amor Miroslava era un mexicano importante. Muy importante. Mil veces le prometió divorciarse para contraer matrimonio con ella, pero nunca se lo cumplió. Cuando la actriz se dio cuenta del engaño se hundió en una profunda depresión. Ernesto Alonso hizo todo por aliviarla. Nunca pensó que Miroslava se decidiría por el suicidio.
–¿Quién era ese tipo tan importante? –pregunté.
–No se puede decir. Unos cuantos lo sabemos.
–Se habló de Alejo Peralta.
–No es verdad.
–También de que era lesbiana y andaba con Ninón Sevilla.
–¡Pendejadas! –se enojó Ernesto Alonso.
El viejo y fiel amigo de Miroslava apuró su último trago de whisky.
–Les puedo decir su nombre, aquí en confianza, si me prometen guardar el secreto.
–Claro, Ernesto, cuenta con eso, te lo juro –y levanté la derecha al mismo tiempo que Alejandro Pelayo, tensos ambos por la curiosidad.
–Era Mario Moreno.
Como reza el lugar común, nos fuimos de espaldas.
–¿Por el cabrón de Cantinflas se mató Miroslava?
Ernesto Alonso agregó datos bochornosos del cómico mexicano y dio por terminada la conversación. Cuando nos acompañó hasta la puerta de su departamento me detuvo de un brazo.
–No se te olvide. Prometiste que nunca vas a revelar esto.