Las cuatro resurrecciones de José Revueltas
Las Islas Marías
El 7 de noviembre de 1929, de la imprenta Vargas Rea en Santo Domingo sale un contingente de comunistas. La existencia de su partido está prohibida y, a pesar de que sus miembros son clandestinos, van repartiendo una hoja de propaganda –Barbechando– que escribe Juan de la Cabada. El joven José, de 14 años, ayuda en la confección de otra hoja volante, El Mauser, hecha para los cuarteles. Cuando el contingente llega al Zócalo, un trabajador ferrocarrilero del que sólo sabemos el apellido –Guzmán– toma una bandera rojinegra y la iza en el asta. De inmediato, los soldados de Palacio Nacional corren a detener a los manifestantes, acusados de “motín y sustitución del lábaro patrio”. Revueltas cae en la cárcel por primera vez: en la correccional cumplirá los 15 años de edad.
En 1932, Revueltas será llevado al penal de Islas Marías por organizar una huelga entre los trabajadores de la cigarrera del Buen Tono. Llega a un archipiélago de cárceles donde la madre Conchita Acevedo de la Llata, la que conspiró para que José de León Toral asesinara al presidente reelecto Álvaro Obregón, convive con el director del penal, Francisco J. Mújica. Una católica radical y un cardenista radical; una fanática cristera y el autor del artículo 123 constitucional, sobre los derechos de los trabajadores: las dos caras del México de los treinta. Por su afición a la lectura y al ajedrez, José Revueltas es nombrado encargado de la biblioteca y ahí empieza su voracidad por los libros dominada por tres intereses: la novela rusa, las religiones y la filosofía. Esa tríada hegeliana dominará su producción literaria. Su pensamiento oscilará entre la inexistencia de Dios y el dolor de lo humano. En prisión concibe una novela sobre el encierro, El quebranto.
Tras ocho meses un barco lo abandona en el puerto de Mazatlán “como un montón de basura”. Es un Revueltas descalzo, pestilente, con la camisa agujerada y fiebre palúdica. Lleva un atado de lo que es un tesoro en la cárcel: ropa, una taza, un plato, ocho pesos y “un salvoconducto para el reo 1374”. Bajo el brazo, su primera novela. Al llegar a una tienda de abarrotes donde los dueños creen que es un asaltante, Revueltas se desmaya. Despierta en un sótano en el que la silueta de una mujer recortada por un halo de luz le seca el sudor y le da de beber sopa de pescado.
“La recuerdo en fragmentos, en pedazos de ella, en voces suyas desamparadas hasta el extremo más infeliz. Echada sobre mi hombro gemía en una protesta sorda y rabiosa contra mí, igual que si con toda su alma anhelara mi muerte.”
Esta mujer, cuyo nombre Revueltas nunca supo o no recuerda, será el origen de todos sus personajes femeninos: fuertes, compasivos y desdichados. El tema de esta especie de ángel brotará en las novelas y también en las confesiones autobiográficas. Unas veces es una prostituta de la calle de Santa Veracruz, en el centro de la Ciudad de México, que se llama Luz y que “el partido me prohibió seguir viendo”. Otras, una mujer salvaje, de cantinas, que le llevará serenatas en cada una de las tres lunas de miel de sus matrimonios. “En todo caso”, dirá en una entrevista de 1970, “yo veo a las mujeres, a las prostitutas, a las borrachas, a las ladronas, sólo en calidad de espías de la divinidad”.
De Mazatlán a la casa familiar en la Ciudad de México, en Delicias y San Juan de Letrán, Revueltas se gasta los últimos pesos en una cantina de Guadalajara. Cita siempre la máxima de Rubén Darío: “Bebo poco pero con severidad”. Al subir al tren, desorientado y trastabillante, el atado de su primera novela rompe la cuerda y se desbalaga por las vías. Nublado, desconcertado, se lanza a recoger sólo unas cuantas hojas: “El quebranto se había convertido, por obra del azar, en un cuento”.
Será sólo nueve años más tarde, en 1941, que su primera novela, Los muros de agua, vea la luz. Una novela no simplemente sobre el encierro, sino de lo que éste tiene de metáfora emocional y política de la vida: “Donde la libertad se configura más cabalmente es en la cárcel porque reduce al individuo a su pura dimensión imaginaria”.
Para la publicación de su segunda novela, El luto humano (1943), Revueltas se ha convertido en un escritor de la posrevolución: el que no muestra ya a los generales y a las tropas –el cine mexicano ya lo había explotado hasta el cansancio–, sino que busca el abismo en el México de la reconstrucción. Como todo autodidacta –del Colegio Alemán de la Ciudad de México pasa a una escuela oficial en la que sólo cursa el primero de secundaria– desarrolla una teoría literaria propia: el realismo dialéctico. En El luto humano, sobre un desastroso plan de riego del gobierno de Abelardo L. Rodríguez que termina en un diluvio bíblico, y a cuyas víctimas Revueltas conoce en las Islas Marías, hay ya una formulación: “Las circunstancias son el material del historiador. Las situaciones son del novelista. La historia es terca y el novelista es insistente”. La inundación y la pequeñez humana ante el desastre natural, que es también moral, se convierten en las circunstancias de El luto humano, pero el realismo dialéctico de Revueltas toma a la situación como algo más orgánico y filosófico: “Se trata de hacer brotar las pasiones desde la estructura misma del lenguaje hacia la superficie de la anécdota”. De su conocimiento profundo de la dialéctica, Revueltas extrae formas artísticas donde los cabos opuestos crean una síntesis pero no necesariamente positiva: “El luto humano es que, al enfrentarse los conflictos, hay una probabilidad de que la superación sea que todo termine sumido en la brutalidad”.
Esa será la tesis de su siguiente novela, Los días terrenales (1949), que provocó la condena del Partido Comunista, del que Revueltas sería expulsado dos veces, junto con Diego Rivera, en el mismo dictamen. La estructura narrativa es un diálogo de sordos entre un burócrata del partido y un joven que fracasa en evitar la represión en una huelga campesina en Acayucan, Veracruz, donde Revueltas había participado en labores de educación política por parte del partido. Nuevamente, el método revueltiano busca una vuelta de tuerca a la realidad: “Los escritores no vivimos la vida de forma existencial, sino de manera literaria. El horror cotidiano siempre puede ser sustento de una buena narración”.
Su novela trajo consigo consecuencias políticas. Las críticas de Enrique Ramírez y Ramírez acusándolo de traición al comunismo obligaron a Revueltas a una actitud que él hubiera calificado de dialéctica y otros de redentora: sin saber si las críticas a Los días terrenales eran justas o no, decide retirar el libro del mercado hasta “no analizarlo en sus dimensiones”. Más de 20 años después, en 1972, le dice a un reportero que el análisis ha terminado: “Ahora quiero que todas mis obras sean publicadas bajo ese título: Los días terrenales”. Ha pasado por una crítica cruenta de su obra desde el seno mismo de la burocracia del Partido Comunista, no sólo a sus novelas sino a sus obras de teatro (El cuadrante de la soledad sufrirá un atentado incendiario de las mismas manos anónimas que asesinaron en Coyoacán a León Trotski) y hasta a los guiones de cine de los que él abjura por considerarlos “alimenticios”, la misma palabra que usaba Luis Buñuel en sus tratos con un Ismael Rodríguez que pedía “finales felices” para cada una de sus películas.
Pero, para los inicios de los años cincuenta, José Revueltas ha extraído casi todas las lecciones, no de filosofía o religiones o de la narrativa rusa, sino de su principal experiencia literaria: la militancia y la cárcel. De la primera pregunta a los 16 años en la Biblioteca de México, tras la muerte de su padre que ha dejado en bancarrota a la familia de un músico (Silvestre), un pintor (Fermín) y una actriz (Rosaura), al argumento final del personaje de Gregorio en Los días terrenales, hay una ruta de Revueltas del materialismo al existencialismo. La primera pregunta, claro, es sobre la existencia de Dios. Revueltas responde con un materialismo contundente: “No existe Dios más que en el hombre”. La segunda pregunta, tras una militancia siempre crítica en la izquierda mexicana, la prisión y las represiones a los movimientos sociales: “Lo que más ha perjudicado al marxismo es que se le ha tomado como religión”. La tercera, en Los días terrenales, no será ya una pregunta sino una ética que sintetiza dialécticamente las dos anteriores: “La vida es algo muy lleno de confusiones, algo repugnante y miserable en multitud de aspectos, pero hay que tener el valor de vivirla como si fuera todo lo contrario”.
El partido
“En una novela, uno tiene que recordar lo que no existe”, escribe en sus apuntes luego de publicar Los motivos de Caín en 1958, una de las primeras novelas en las que se trata el tema de la división de México a ambos lados de la frontera con Estados Unidos. Son años en que el Grupo Hyperión de Luis Villoro y Jorge Portilla trata de introducir el existencialismo en el país. En que el psicoanalista Santiago Ramírez y el poeta Octavio Paz tratan de delimitar lo que es ser mexicano. Revueltas aportará sus aforismos siempre en entrevistas en sus casas –nunca tuvo un domicilio fijo–: “México es como el mar. Lleno de silencios y de gritos. Débil y, al mismo tiempo, con una fuerza extraña. Creo que es natural que la religión católica del mexicano sea triste, desgarradora y llena de nostalgia, pues se trata de una fe destinada a sustituir algo que se ha perdido y que ya no se sabe qué es”.
Pero 1958 es un año crucial en las luchas obreras del México harto de la burocracia del Partido Único. El País de la Revolución Mexicana ha terminado en la nada que relata un hijo bastardo que va en busca de su padre fantasmal (Pedro Páramo, 1955) y la narrativa comenzará a hervir en relatos y estructuras que tratan de dar cuenta de un vacío existencial que ha dejado una matanza revolucionaria cuyas únicas promesas fueron cumplidas 20 años antes, durante el cardenismo. Lo que vino después ya no es una revolución sino su contrario, como le gustaba decir a la dialéctica materialista. Es en esos años que los escritores se involucran en las luchas obreras, en especial en el movimiento ferrocarrilero de Demetrio Vallejo. Todavía resuena la anécdota de la huelga de hambre frente al Palacio de Bellas Artes que contaba Carlos Monsiváis:
“José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Luis Prieto y yo tratamos de ayunar para que dejaran libre a Vallejo, pero Benita Galeana, pretextando que éramos muy chicos para tales sacrificios, nos tentó con unos chocolates y fracasamos rotundamente en nuestra misión.”
Revueltas, un marxista, repensará el papel del Partido Comunista en la organización de los obreros. El resultado de su reflexión se entiende desde el título: Ensayo de un proletariado sin cabeza. “Históricamente inexistente”, la supuesta vanguardia leninista de la clase obrera había fracasado en México en el movimiento ferrocarrilero, dejado a su suerte para una represión brutal y generalizada que, con el encarcelamiento de cientos de trabajadores, refrendó el lema del Partido Único: dentro del partido, nada; fuera del partido, la cárcel.
Para la década de los sesenta, Revueltas ha sido expulsado de nuevo y definitivamente del Partido Comunista y ahora ha fundado su propia organización, la Liga Espartaco. Va a Cuba, a San Antonio de los Baños, a ayudar en la enseñanza de guiones cinematográficos, se enamora, tiene otro hijo, se viste de miliciano y concibe su quinta novela, Los errores. “Cuba”, escribe, “es una Revolución en estado atávico. Ha empezado por las palabras: esto es agua, esto es viento. Es por ello que decidí con Omega traer una criatura a este nuevo mundo”. A su regreso a México, uno sólo puede imaginar el nivel de relajo en el que Revueltas se había metido. Una carta de la dirigencia de su propio partido, la Liga Espartaco, fechada en enero de 1962, es apenas un indicio:
“El Comité Central de la Liga Leninista Espartaco, al que usted pertenece, ha decidido enviarle esta carta considerando que su falta absoluta de militancia en su célula, en el Comité y en el Secretariado, su falta de responsabilidad al citar a reuniones en su casa, a las que falta, desorganizándolas con su inasistencia o el de su ingreso a la Marina, versión propalada por usted mismo, han provocado una situación de desconcierto y confusión que no puede prolongarse por más tiempo y amerita, desde luego, una explicación de su parte.”
Lo expulsarían en 1963 del partido que él mismo había fundado.
Se ha convertido en un trashumante: desalojado de Holbein 191, ahora se queda en casas de amigos por unas semanas y luego emprende de nuevo la huida. Escribe todos los días cartas a sus hijos, a sus mujeres, a sus amantes, y busca la forma de beber gratis. En casa del dibujante Héctor Xavier, Revueltas le propone convencer al español de los ultramarinos de la esquina que les regale una botella de ron a cambio de ver un “acto trascendental”. Cuando Xavier vuelve con el abarrotero, lo que ven es a Revueltas acostado, envuelto en una sábana y rodeado de veladoras. Por supuesto, el comerciante no les regala nada.
Es en esos años, previos a 1968, que Revueltas comienza a practicar el método de escribir durante 72 horas y, luego, dormir 52. “Reconozco que mi método es pésimo pero no me gusta dejar el impulso trunco”. Por un aviso de infarto en 1951, se supone que tiene prohibido beber alcohol o café y fumar. Pero los tres vicios le son necesarios: escribe con tabaco y café y usa el alcohol para dormir. Son los años de los cuentos. Dormir en tierra es celebrado por El Indio Fernández como “la verdadera sustancia de lo que debería ser el cine de México”. Pero Revueltas descree de toda crítica: “Según la crítica literaria mexicana yo debería de elegir entre ser un político o ser un escritor. ¿Qué clase de escritor? Ellos quisieran un literato puro. ¿Qué clase de político? Ellos quisieran un político conforme”. Escribir se le ha convertido en una “libertad desesperada”, en una “afirmación intrépida de la libertad”, “en el impulso de abrazar un vacío”. Descree, también, del ambiente literario de esos años: “No me diga intelectual. Soy un escritor. En México ser intelectual es ser un auxiliar en una oficina contigua a la de un político”.
En la víspera de 1968, Revueltas está enfrentado a todo y a todos: a los comunistas, a los espartaquistas, al mundillo literario, al del cine, al PCUS y al PRI. Revueltas es un puente entre la literatura y la vida, entre la militancia del porvenir y el arte, entre la existencia y la duda. Al final de 1967 dirá a un reportero: “Amar la vida es de canallas. Hay que amar la muerte, pero no pensando que la vida es una propiedad privada, sino pensándola como una condición de todos los hombres. Yo la abrazo”.
El 68
La mañana del 13 de febrero de 1987 apareció este grafiti en la primera huelga estudiantil desde 1968: “Ay José, cómo me acuerdo de ti en estas Revueltas”. Estaba pintado con espray blanco sobre el letrero de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional. Sus lentes severos, su piocha a la Ho Chi Minh, la greña volando arriba de su esqueleto se nos aparecían en la Facultad por las noches. Para el 20 de noviembre de ese año, con la huelga victoriosa, los estudiantes develamos una placa en el Aula Magna, bautizándola con el nombre del escritor. José Revueltas había vivido en ese salón de la Universidad en los días del conflicto de 1968. Ahí, rodeado de libros, periódicos, una máquina de escribir, desplegados corregidos y vueltos a corregir, tenía dos carteles: la famosa silueta del Che Guevara tomada por Alberto Korda y una foto de Fiodor Dostoievsky. “En la vida, como Dostoievski”, escribió, “y en el arte como Tolstoi”.
Hasta ese salón llegaban los estudiantes a conversar, beber y fumar con él.
Encarnaba a cabalidad los sesenta, no sólo en la vaga apariencia de un hippie –después de todo el primero había sido el propio Tolstoi–, sino en sus teorías sobre la libertad. Había entendido al movimiento estudiantil del 68 en su justa dimensión: “La lucha no es hoy por la socialización de los medios de producción. Es sobre la libertad, la independencia y la democracia”. Desde su celda abierta dentro de la Facultad de Filosofía y Letras advirtió tan pronto como agosto de 1968 cuál sería el desenlace fatal del movimiento de huelga: “El régimen diazordacista cree que cuando hablamos de Revolución nos queremos levantar en armas. Con eso justifican que sea el Estado diazordacista el que se lance contra nosotros en plena subversión”. Lleno de lemas sesenteros –“Se trata de entender por qué y cómo el 2+2 puede ser algo distinto al 4”–, mantiene en esos meses una conversación epistolar con tres escritores: Jean Paul Sartre, inmerso en el mayo francés; Arthur Miller, inmerso en las protestas en San Francisco, y Pablo Neruda. Se le identifica rápidamente como “el intelectual” detrás del movimiento estudiantil. Él abjurará de esa definición en una entrevista:
–Intelectual y escritor no son lo mismo. Es como creer que todos podemos cantar, aun sin sabernos la tonada.
–¿Está diciendo que Carlos Fuentes no sabe cantar?
–Claro que Fuentes canta. El problema es que desafina.
En 1968 ha dado toda la vuelta al viaje de regreso hacia su propio naufragio. A fuerza de ser un expulsado es ya un desamparado que llora y goza con el abandono. A veces un náufrago sorprendido por la tormenta, otras, muchas, el que se arroja al mar para abrazar a los ahogados, Revueltas va al encuentro de algo que lo expulse y se aferra a ello como un desahuciado. Por eso vive dentro de la huelga. Por eso encarna el 68.
A inicios de la huelga estudiantil escribe cartas a sus mujeres, recibe serenatas de sus amigas las putas, bebe cubas y vodka y tequila Herradura a pesar de la pancreatitis, es incapaz de usar un abrelatas por un resabio de su estancia en Islas Marías cortando madera, y redacta cuentos, inicios de novelas, desplegados, panfletos, ensayos donde lo mismo caben las crisis del socialismo que el futuro de la Humanidad tras Hiroshima, que la confrontación entre la URSS y China. Es un escritor que vive el ánimo del porvenir en los treinta, pasa por las derrotas de la República española –“más que las bombas sobre Barcelona debieron asustarse las toces de André Malraux”–, el periodismo mexicano –sus crónicas sobre el volcán Paricutín, el asesino serial Goyo Cárdenas y la marcha minera desde Santa Rosalía que tiene un título ejemplar: “La marcha sobre la nieve y el desierto”–, y los fracasos de una izquierda que no alcanza nunca a entender a los movimientos democratizadores como el de los ferrocarrileros de Demetrio Vallejo en 1958. Diez años después, en 1968, refugiado en la Facultad de Filosofía y Letras, protegido por los estudiantes, Revueltas dejará de ser comunista y propondrá una especie de anarquismo comunitario. Entre bromas, con los lentes severos y la barba de Ho Chi Minh, dirá en una reunión del comité de artistas que apoyan a los estudiantes en el auditorio Che Guevara: “Compañeros: hay que pasar de la izquierda autodigestiva a la autogestiva”.
En 1968 vivía a salto de mata. Al departamento donde a veces dormitaba, uno de los líderes estudiantiles lleva una pistola .45. Juega con ella y se le dispara. Hace un boquete en la pared detrás de la que duerme Revueltas. Él sale, despeinado, enfurecido: “Como aquí no hay disciplina, compañeros, yo voy a seguir fumando”.
Al día siguiente, 13 de noviembre, va escoltado por los estudiantes a Filosofía y Letras para dar una conferencia sobre la historia de la resistencia en México, y es detenido por octava vez, desde aquélla de 1929, y llevado a la prisión de Lecumberri. Ahí cumplirá los 54 años.
En Lecumberri seguirá una vida mucho más intensa que en libertad. La cárcel es su hábitat, es donde se siente en plenitud. De un lado del pasillo de la crujía M discute con Heberto Castillo y Eli de Gortari sobre la propuesta de que el movimiento se convierta en un partido. “A los movimientos no se les puede domesticar”, será su crítica. Del otro lado del pasillo conversa de literatura con un preso común, el escritor José Agustín, encerrado por consumir mariguana. Será Agustín el que, a su salida con la amnistía a los presos políticos –“Entramos ilegalmente y salimos ilegalmente”– hará una antología de los cuentos de Revueltas y, después, será el guionista de El Apando, la novela que Revueltas destiló de esta última experiencia carcelaria. De El apando Revueltas dirá más tarde: “Certifico el momento en que el espacio se convirtió en una mercancía”.
Tras la enésima huelga de hambre de su vida, la del 10 de junio de 1969, Revueltas ya no se recupera. Desarrolla una pancreatitis que huele a las cáscaras de mandarina y de papa que destila para beber y a las gelatinas de vodka que su tercera esposa le lleva. Enfermo, tembloroso, dirige sus escasos esfuerzos a formular una teoría sobre la autogestión. “Nada nos puede servir contra el capitalismo más que el sentido de una comunidad”. Al salir de su última prisión, Revueltas ha dado una nueva vuelta a sus preguntas sobre Dios y el hombre y ha replanteado una socialidad que ya no depende de los partidos ni del Estado socialista, ni de la piedad o la compasión, sino del encuentro grupal. Esa idea estará detrás de su último libro de cuentos, Material de los sueños, escrito desde su última casa, en avenida Insurgentes. Como en el último acto de Nietzsche –abrazar a un caballo al que su conductor está moliendo a latigazos–, Revueltas pretenderá abrazar a los humildes, a los oprimidos, a los expulsados, sin atemperar sus defectos, su maldad intrínseca, en breve: su humanidad.
El funeral
El 13 de mayo de 1971 sale de su última prisión. Cinco años después, el 14 de abril de 1976, Revueltas morirá de un puñado de males: un infarto, un derrame cerebral, una anemia, una pancreatitis. Había decidido un suicidio lento pero severo: en 1976 cambió el vino blanco por el vodka. En un poema datado el 14 de junio de 1974 se leen estas líneas: “Todos somos una falsa alarma. Somos Tlatelolco. No puedo conmigo. Soy una cruz hablando. De la muerte, no; sálvame de la vida”. Recordó aquella vez cuando, a los 10 años, salió del Colegio Alemán y cruzó hacia el callejón de La Romita. Los enfermos, los muertos, los agonizantes a las puertas de las clínicas. Los borrachos, los ladrones, las prostitutas a las puertas de las cantinas. Esa mañana, según lo dice un Revueltas a punto de morir, conoció lo que se llamaba la humanidad. “Todo ahí era tristeza descarnada, hielo mortal”.
El jueves 15 de abril de 1976 ocurre la cuarta resurrección de José Revueltas. Unos meses antes, el gobierno de Luis Echeverría había sacado los restos de su hermano el músico, Silvestre. José, enfermo, había ido al acto en el que se depositaba en la Rotonda de los Hombres Ilustres a su hermano mayor, al que había llevado corriendo tantos manuscritos para obtener su aprobación. De su hermano escribirá: “La mirada iracunda y llena de colérico estupor que se le dirige a un desconocido, a un intruso, a un asaltante que viola la muerte que no le pertenece. Bebía para sufrir y para entrar más en la vida”.
José no aguanta el segundo entierro de su hermano. Pasa al vodka pensando en una nueva novela, El tiempo y el número, la historia de un convicto que tiene una extraña afición: correr todos los días hasta la punta de un camino en donde quiebran las olas del mar. Es una historia, otra vez, de las Islas Marías. “El tiempo es la sentencia de 30 años que se le ha dado y el número es lo que ha sustituido su nombre. Tiene un entretenimiento salvaje correr hasta el borde del abismo y regresar antes de que se lo lleve el mar. Es un sentido de la libertad”.
En el funeral de José Revueltas en el Panteón de La Piedad, el secretario de Educación de Luis Echeverría, el que había complotado con Gustavo Díaz Ordaz para asesinar y detener a los estudiantes de 1968, Bravo Ahuja, se presenta a dirigir un discurso sobre los Revueltas, sobre la vocación cultural del gobierno priista, de lo atentos que están los burócratas a las obras de José.
Martín Dozal, el compañero de celda de Revueltas en Lecumberri, le espeta al secretario de Educación:
–¿No se da cuenta de que no queremos oírlo, señor?
Y viene la cuarta resurrección de José cuando la estrofa de Violeta Parra suena:
Yo quiero que a mí me entierren
Como un revolucionario
Envuelto en bandera roja
Y con mi fusil al lado.
Yo quiero que a mí me entierren
Como a un revolucionario
En el vientre oscuro y fresco
De una vasija de barro.
La canción es seguida por una “Goya” de la Universidad Nacional. Ahí terminaba un hombre puente entre la generación de los sueños de porvenir de los años treinta y los de la libertad de 1968. Un puente entre los escritores y los militantes. Un puente, en fin, entre la ausencia de Dios y la simpatía que renace siempre entre nosotros.