El director escénico Luis de Tavira y Vicente Leñero dramaturgo protagonizaron, al lado de otros artistas, una especie de época de oro del teatro contemporáneo mexicano en la década de los 80, con sus montajes de El martirio de Morelos (1981), Nadie sabe nada (1988) y La noche de Hernán Cortés (1992). La familia del escritor designó para su homenaje de despedida el jueves pasado en el Palacio de Bellas Artes a De Tavira, cuyo discurso se reproduce íntegro.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- El teatro que es el arte de la presencia nos ha enseñado a morar el instante, a demorarnos en el aquí y ahora para dejar que surja y nos suceda ese asombroso enigma con el que irrumpe y aparece en medio de nosotros lo que se había ausentado.
En este aquí y ahora en el que brota y se desata un vendaval de sentimientos encontrados, sucumbimos a la vivencia de una poderosa paradoja: El que concita las presencias, el autor, el dramaturgo, hoy es quien se ausenta de esta escena, de este sueño, de esta ficción.
Del teatro también hemos aprendido que el gesto más poderoso del personaje es el mutis, porque es entonces, cuando se ha ido, cuando en el estremecimiento del vacío que deja venimos a descubrir cabalmente quien ha estado entre nosotros la muerte sólo tiene sentido para quienes han amado apasionadamente la vida.
Esto dice con elocuencia la plenitud del mutis con el que Vicente Leñero nos deja, en ese aquí y ahora en el que la palabra se resiste ante el silencio.
¿Qué podría decirse con palabras que valgan más que el poderoso indecible que contiene este momento?
Esta es la hora del silencio donde solo queda la fe.
Y es sin embargo este momento cuando accedemos al reconocimiento de que no hay fe mayor, más radical, ni más comprometida que la fe en la palabra, precisamente aquí y ahora ante la muerte de un artista de la palabra, ante el silencio de un escritor.
Y es frente a ese alto vuelo de palabras que fueron tramando la imagen de México en la admirable obra de Vicente Leñero, donde quisiera hallar la luz de las palabras para evocarlo.
Desearía poder hacerlo con palabras desnudas, tan espontáneas y desvalidas como es mi pena; tan hondas e inevitables como aquello con las que el dramaturgo creó la voz de sus personajes y así revela la realidad oculta de este dolor mexicano.
Esta vez la palabra ha de buscar en la ausencia y su congoja el sitio de la conversación: es la escena capaz de hacer volver las palabras al silencio de su morada: esa herida esta comunidad dolorida, ese consuelo, este duelo.
(Fragmento del texto que se publica en la revista Proceso 1988, ya en circulación)