Guatemala: La larga espera de la justicia
“Si yo no puedo controlar al ejército, entonces ¿qué estoy haciendo aquí?”, dijo el general Efraín Ríos Montt en junio de 1982, cuando gobernaba de facto Guatemala. Hoy esas palabras se vuelven en su contra: Son usadas por el Ministerio Público de ese país en el juicio que se le sigue por genocidio. De acuerdo con la Comisión de Esclarecimiento Histórico, durante su mandato de 16 meses el ejército y las Patrullas de Autodefensa Civil cometieron 334 matanzas, 19 mil asesinatos y desapariciones, destruyeron 600 aldeas y produjeron 1 millón de desplazados internos.
CIUDAD DE GUATEMALA (Proceso).- Cuando Elena Caba Ilom, de nueve años, escuchó gritos a lo lejos intuyó que algo terrible estaba a punto de suceder. Eran las ocho de la mañana del 3 de abril de 1982 y su padre, igual que todos los días, había salido al alba a trabajar en su milpa, cercana a la aldea Chel, municipio de San Gaspar Chajul, en el departamento Quiché.
La niña se encontraba en casa con su madre, quien cargaba al menor de sus hermanos, Pablo, de un año, en la espalda, envuelto en un chal. Aunque no comprendía lo que sucedía, instintivamente se aferró al corte (falda típica de las mayas) de su madre, buscando su protección.
Minutos después seguía aferrándose al corte de su madre y caminaba temblorosa hacia la alcaldía auxiliar. Cuando llegaron Elena vio a su papá entre los casi 100 vecinos que habían sido llevados a ese lugar a punta de fusil.
Los soldados les gritaron algo en un idioma que no comprendían. Guardaron silencio. De nuevo las palabras indescifrables pero amenazadoras hasta que finalmente uno o dos hombres respondieron algo en el mismo idioma ajeno. Elena alcanzó a escuchar las palabras “guerrilla” y “guerrilleros” entre la concatenación de sílabas extrañas.
Los militares comenzaron a separar a hombres, mujeres y niños. Mientras que los primeros fueron encerrados en la alcaldía, mujeres y niños fueron llevados a empujones hacia la escuela.
Elena permaneció allí encerrada sin soltar jamás el corte de su madre hasta que finalmente la puerta se abrió y los soldados sacaron a las mujeres, jalándolas del cabello, y las llevaron hasta el puente. Los hombres ya se encontraban allí.
Los soldados encendieron una hoguera, comenzaron a arrancarles la ropa a hombres, mujeres y niños. Cortes, huipiles, pantalones y fajas se consumieron en las llamas.
Elena vio horrorizada cómo un soldado hizo que su padre se arrodillara, le apuntó con el fusil y disparó. Pero el cuerpo del hombre no se desplomó, sino que se retorcía en el suelo, aferrándose a la vida. Contrariado, el soldado tomó un machete y de un golpe en la cabeza lo remató.
Los soldados tomaban los cuerpos inertes y los tiraban al río. A los niños los arrojaban vivos.
Cuando dos grandes manos agarraron a Elena y la lanzaron desde el puente, el agua del río ya se había teñido de rojo y su cuerpo cayó sobre un amasijo de cráneos, piernas y brazos fracturados. La niña sintió un espasmo agudo en la cadera al momento de caer. Manoteó desesperadamente y sus movimientos delataron que seguía con vida. A su alrededor comenzó a caer una lluvia de piedras, pero como ninguna logró asestarle un golpe fatal, los soldados comenzaron a dispararle. Una bala se incrustó en su pierna izquierda, pero ella seguía aferrándose a la vida con la misma tenacidad con que se había aferrado al corte de su madre.
Plan Sofía
El pasado lunes 25 Elena Caba Ilom entró a la sala de audiencias del Tribunal de Sentencia de Mayor Riesgo, en la ciudad de Guatemala. Caminaba con dificultad. Se apoyaba en el brazo de una secretaria del organismo judicial, quien la condujo hacia una pequeña mesa, frente a la juez Iris Yasmín Barrios, y la ayudó a sentarse.
Vestía un huipil verde con dibujos geométricos de colores y llevaba el cabello enrollado sobre la cabeza y amarrado con pompones, como acostumbran las mayas de Quiché.
El traductor ixil se sentó a su lado. La juez le preguntó su nombre, su edad y su fecha de nacimiento, pero Elena no supo responder las dos últimas preguntas y se limitó a decir que los datos estaban escritos en su documento personal de identificación.
Elena respondió a las preguntas que le formularon los abogados del Ministerio Público y de la Asociación para la Justicia y Reconciliación. Entre las palabras del idioma ixil se escuchaba de repente alguna en español, como “ejército” o “gobierno”. Sus respuestas eran cortas pero hablaba en tono firme, sin titubear, y su voz jamás se quebró.
Elena narró lo ocurrido el 3 de abril de 1982 cuando, según la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH), efectivos del ejército ejecutaron a más de 90 civiles indefensos en la aldea Chel. Cuando le preguntaron qué parte de su cuerpo se había fracturado cuando fue arrojada al río por los soldados, respondió “de este lado”, señalando su cadera derecha.
También describió cómo el disparo que recibió en el pie izquierdo le había impedido caminar durante la mayor parte de su vida, la cual había transcurrido en la pequeña vivienda de sus tíos, donde gateaba en el suelo con su bebé sobre la espalda. “Mis tíos me sacaban a cualquier lado”, explicó.
Cuando le preguntaron qué había sucedido con las personas que fueron asesinadas, explicó que quienes tenían parientes en las aldeas cercanas fueron enterrados; en otros casos familias enteras fueron exterminadas y no hubo quien sepultara sus restos.
A su izquierda, en el banquillo de los acusados, se encontraba un hombre de 86 años, con bigote canoso, que escuchaba su testimonio sin mirarla y escribía lenta y concentradamente en hojas de papel. Era el general Efraín Ríos Montt, quien tomó el poder mediante un golpe militar el 23 de marzo de 1982 y gobernó hasta el 8 de agosto de 1983, cuando fue depuesto.
Durante el mandato de Ríos Montt se diseñaron los planes de campaña Victoria 82 y uno con énfasis en las operaciones del altiplano: el Sofía.
Estos establecían que cualquier localidad donde se encontraran señales de actividad guerrillera –escondites de armas o propaganda izquierdista– era considerada “subversiva” y sus pobladores debían ser eliminados. Las comunidades abandonadas luego de que sus habitantes huyeran hacia las montañas también eran destruidas para impedir su regreso, política conocida como de “tierra arrasada”. En los discursos de la época Ríos Montt se refería a esta estrategia como la de “quitarle el agua al pez”.