La Malinche, Penélope y Coatlicue

martes, 24 de enero de 2012 · 13:16
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Fernando Benítez llega a su centenario en la misma semana en que se revela, aunque era algo ya sabido por todos, la hambruna en la Tarahumara, la muerte de rarámuris por desnutrición y la violencia del narco sumada a una tragedia no nada más de Chihuahua sino de México entero. En 1957, es decir hace 55 años, Benítez escribió Viaje a la Tarahumara. Fue publicado en 1963 y más tarde incluido en el primer tomo de su gran obra acerca de Los indios de México, cinco volúmenes que aparecieron entre 1967 y 1980. Si se hubieran leído acaso sería otra la intolerable situación actual. Benítez fue a la Tarahumara cuando el fracaso de Ki, el drama de un pueblo y una planta (1956), su crónica de Yucatán, le había hecho pensar en la inutilidad de escribir libros de esta naturaleza. La ignoraron los agrónomos, los economistas, los grandes escritores y sobre todo los gobernantes y las autoridades encargadas de aplicar la reforma agraria. En vez de eso se empeñaron en continuar los torpes y reaccionarios métodos que han llevado a la ruina y a la desmoralización al campo mexicano. Concluía así el gran reportaje: “Ríos tumultuosos, caídas de agua capaces de abastecer de energía eléctrica al noroeste del país, riquísimos pinares, extensos yacimientos minerales, y en medio de este paraíso, de esta opulencia intocada, cincuenta mil indios vestidos de harapos tienen como único patrimonio el hambre, el alcohol y el suicidio.” Casi medio siglo ha pasado y todo sigue en un empeoramiento irrefrenable. Cortés en el medio siglo   Tal vez sin saber que la obra de su vida serían las 2,800 páginas publicadas por Era, que increíblemente no han tenido una segunda edición, Benítez dedicó la década de los 40 a escribir La ruta de Hernán Cortés. Hoy la vemos como el pórtico o el prólogo a una tarea inigualada por ningún otro escritor de este país. El siglo XX al llegar a su mitad reflexionó en torno a sí mismo. El mundo en ruinas que apenas se levantaba entre los horrores de la Segunda Guerra tenía la esperanza de que el medio siglo por venir iba a ser por fin el reino de la paz y la justicia. Entre nosotros hubo una reflexión general acerca de qué era Mexico, qué significaba ser mexicano, cómo habíamos llegado hasta donde estábamos en 1950 y en cuáles condiciones alcanzaríamos el año 2000. A este impulso y este momento debemos libros como El laberinto de la soledad y La ruta de Hernán Cortés. En principio fue una crónica de viajes como las que con tanto éxito practicaron los españoles, de Azorín y Camilo José Cela a Juan Goytisolo. El proyecto se amplió hasta abarcar los sueños de la Edad Media, el fracaso de Colón y el descubrimiento de México. Benítez sigue a Cortés a lo largo del camino que lo condujo a la capital de los aztecas. Opone la historia y el paisaje del siglo XVI a la situación, entonces actual, de los lugares recorridos: Veracruz, nuestra primera ciudad y la puerta estrecha de México; Cempoala, clave de la conquista; Jalapa, entresuelo de nuestro país; Tlaxcala, Cholula, la ciudad santa del Anáhuac y Tenochtitlan, entre el cielo y la tierra. El fantasma de la ciudad   La crónica se lee como una novela llena de personajes que tal vez la ficción no hubiera alcanzado a dibujar. Entre ellos sobresale Marina. Benítez rompe con la idea dominante en esa época de un amor entre la Malinche y Cortés, vínculo que sería la fundación idílica de nuestra sociedad. De haber existido la sombra de aquello a lo que “damos el confuso y terrible nombre de amor”, Cortés no le habría arrebatado a su hijo, don Martín el bastardo, ni la hubiera vendido a su lacayo Juan Jaramillo. Malintzin murió en 1531 y se convirtió en el fantasma oficial de la Ciudad de México. Con el cabello al aire y la túnica flotante, camina por el aire nocturno y llora por la suerte pasada y presente de sus hijos los indios, a quienes la propia doña Marina ayudó a destruir. La victoria de los vencidos   La destrucción es el sino y el signo de la capital que brotó de la derrota indígena. Los cañones de los bergantines que la bombardearon desde el lago, la labor conjunta de los españoles y sus innumerables aliados autóctonos para que de la esplendorosa Tenochtitlan no quedara piedra sobre piedra dejaron el espacio para el surgimiento de una ciudad española. Española, sí, pero edificada por los derrotados. Manos de indios la hicieron levantarse sobre las aguas amargas del antiguo lago. “México”, dice Benítez en 1950, “es una ciudad en perpetuo estado de transformación. Las manos de sus gentes la hacen y la deshacen como la buena Penélope hacía y deshacía su tela, esperando la llegada de Ulises. De las ruinas de las demoliciones surge siempre un México distinto, una novedad urbana, y es así como nuestra ciudad cumple su función de adaptarse al discurrir del tiempo. Ciudad esencialmente dinámica, llena de juventud y de impulsos creadores, vuelta de cara al porvenir, quizá por ello no es afecta a conservar las reliquias de su pasado”. Tenochtitlan murió por la espada, final digno de una ciudad guerrera. Cayó cuando se hizo prisionero a Cuauhtémoc, su rey y sacerdote supremo. Los gritos que se oyeron durante los días del sitio cesaron y por primera vez en nuestra historia se hizo un espantoso silencio. El fervor constructivo que distinguía a los nuevos pobladores edificó una urbe española de los pies a la cabeza, trazada según el espíritu de orden característico del Renacimiento. En la Plaza Mayor, el centro del tablero, figuran el palacio y la catedral, la universidad, la casa de cabildos, todo rodeado por las mansiones hechas con las piedras antiguas de la ciudad asesinada. Todas tienen aspecto de fortaleza para prevenirse contra la posible venganza. En los planos primitivos –con sus calles de Plateros, de Talabarteros, de los que trafican con cordobanes y el Portal de los Mercaderes– México aparece como un lugar europeo por la traza y el estilo. Si pudiéramos penetrar en esos dibujos, veríamos que a la ciudad española la tiñe un color exótico, la envuelve un aire que es medularmente mexicano. En las cocinas las indias no se limitan a su papel de sirvientas: deforman y condimentan los manjares de la otra orilla. El color oscuro libra su batalla contra la blanca piel de los colonos. Un elemento perturbador matiza el lenguaje. Los indios, excluidos de la traza que los confinó a las orillas de todo, se colocan en las residencias en apariencia sólo para servir, llenan plazas y mercados, mueven el cincel en lo alto de los andamios, le dan otra interpretación a los planos del fraile arquitecto español y afluyen en incontables barcas por los canales. La dialéctica del amo y el esclavo   La capacidad de asimilación y adaptación es infinita. Los indígenas nobles que tienen acceso a las aulas de Tlatelolco asimilan la cultura clásica y renacentista, dominan el latín, escriben en excelente español la historia de sus pueblos y manejan con genio los nuevos instrumentos musicales. La grandeza del imperio se refleja en la más importante de sus colonias. Pero cuando España entra en decadencia se abandona la intención humanista y México queda durante más de dos siglos atado a una nación agonizante. Se derrumba el único puente tendido entre conquistadores y conquistados, el país se divide entre el mundo de los indios y el de los blancos, el de los amos y el de los esclavos. Se establece una antinomia dolorosa que no ha sido resuelta. Las castas, lejos de disolverse, aumentan y se acentúan. Los pocos ricos se hacen más ricos y los muchos pobres se vuelven siempre, siempre más pobres. Las diferencias empiezan en las casas, entre la servidumbre y los señores, se prolongan en las calles, cristalizan en plazas y mercados, y se confirman en los barrios pobres. La ciudad es un muestrario de singularidades, un plebiscito fiel de los niveles en que el país se descompone. Nada más natural que la barbarie se filtre por todos los poros, se haga presente en todos los rincones. México, tierra india   En ese ámbito se gesta el hecho más importante de nuestra historia: el mestizaje, la nota característica de México. “Con dolor viene al mundo el mestizo. Su madre es india siempre, su padre español. Este nuevo ser se crea al margen de la ley. Al principio se le engendra con violencia y sin alegría. Es fruto prohibido, vergonzante. Su padre, al menos en la primera mitad del siglo XVI, no lo reconoce. Su madre, desvalida, a la que tantos sufrimientos ha causado, trata de abandonarlo en las puertas de los conventos y de las iglesias, porque el mestizo era menos que un hijo natural y más que un remordimiento”. No es indio ni español: ambos por igual lo rechazan. Las sangres enemigas combaten en su interior, está hecho de elementos irreconciliables, de divorcios y pugnas. Es inteligente y lo anima un orgullo terrible. Condenado a la miseria y la ignorancia, no se resigna a labrar la tierra ni a trabajar con sus manos. Abraza la carrera de pícaro y se convierte en enemigo de unos y otros. Por su parte, el criollo es diferente de su padre español y posee un fermento de rebeldía que muy temprano cristaliza en Martín Cortés, el otro hijo del conquistador, a quien se acusa de querer levantarse con la tierra. El mestizo, el criollo, el inmigrante y la dama española o criolla forman el principio activo de nuestra nacionalidad. A través de los siglos y las uniones estos elementos han acabado por integrar la fisonomía de México. En el crisol mexicano, con la mezcla de estos seres desarraigados, se obtiene el mestizaje cabal, rotundo de cuerpo y alma. En México se puede preservar la sangre libre de influencias indias pero el alma siempre terminará rendida al hechizo del mestizaje. Nadie escapa a la fuerza de la tierra, a su genio apasionado. Detrás y al fondo de todo estará siempre el indio como parte integral de la tierra y el paisaje violento y delicado, áspero y tierno, la montaña eterna, el volcán desbordado, la meseta que intenta ordenar el caos, la costa y el cielo en que siguen brillando los soles poderosos de las antiguas cosmogonías. Por quién doblan las campanas   La ciudad de los dos primeros siglos es hosca y no termina de construirse nunca. La vida se rige por el tañido de las campanas. En el siglo XVIII la riqueza minera –basada en la más salvaje explotación de los indios que se arrastran por galerías oscuras, asfixiados por un calor intolerable– permite el esplendor barroco que convierte a México en la reina de las ciudades americanas. Esta abundancia se muestra en los templos, los conventos y los palacios y en la vida que llevan clérigos y frailes. La era virreinal termina con el triunfo del neoclasicismo que destruye la ciudad barroca. En el siglo XIX la victoria liberal se empeña en romper con la Colonia y arrasa con los grandes edificios religiosos, sus bibliotecas y sus pinturas. El siglo antepasado es el más amargo de nuestra historia. Las tensiones acumuladas desembocan en la guerra perpetua: federalistas contra centralistas, la Iglesia contra la Constitución, los ricos contra los pobres, los republicanos contra los monárquicos, los blancos contra los indios. La mitad de México contra la otra mitad y las naciones más poderosas del mundo ensañadas con nuestro país. Benítez describe los cambios que trajeron consigo el Porfiriato y la Revolución y termina, como era inevitable en la época, con una nota optimista. Reconoce sin embargo que “la tela de Penélope aún no acaba de tejerse. Coatlicue y las piedras viejas siguen animadas y terribles. Continuarán la ciudad y el campo librando sus batallas. Sus contrastes internos serán más o menos ásperos. La tela simbólica quedará concluida el día en que los mundos antagónicos, por fin, integren uno solo”. A 62 años de distancia estamos más lejos que nunca de alcanzar esa utopía. El llanto de la Malinche se derrama hoy como entonces sobre la sangre de sus hijos.

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