China
Desfile de envidia
Desde los césares romanos hasta los dictadores modernos, el desfile militar ha sido la manera favorita de los autócratas para demostrar que el Estado y su persona son indistinguibles. Cuando las tropas marchan, no marchan por la patria; marchan por él.La temporada global de desfiles militares llegó a su fin con el espectáculo de Beijing en septiembre, y, como era de esperarse, China se llevó todos los premios. Xi Jinping logró lo que cualquier dictador que se respete pretende conseguir: una perfecta coreografía del poder, con miles de soldados marchando como piezas de un mecanismo de relojería, mientras él observa desde su tribuna rodeado de los invitados más selectos del club autocrático mundial.
El contraste con el desfile de Putin en mayo en la Plaza Roja fue brutal. Mientras Beijing desplegaba misiles hipersónicos y drones nunca antes vistos, Moscú apenas logró hacer rodar algunos tanques por un escenario que cada vez parece más pequeño y triste. La guerra en Ucrania no sólo ha drenado el arsenal ruso; también ha expuesto la brecha creciente entre las aspiraciones imperiales del Kremlin y sus capacidades reales.
Pero si hay un ganador en la categoría de “el intento más patético” de organizar un desfile militar, ese es Donald Trump. El hombre que una vez presenció el desfile del Día de la Bastilla en París –y seguramente pensó “esto necesito tenerlo en casa”– finalmente consiguió su espectáculo militar en Washington. El resultado fue, por decirlo suavemente, subóptimo.
Las imágenes no mienten. Mientras en Beijing los soldados parecían robots programados para la perfección absoluta, en Washington los militares estadunidenses caminaban como si fueran a una convención de veteranos en un centro comercial suburbano. Cada uno a su ritmo, algunos marcando el paso, otros claramente perdidos en sus propios pensamientos.
La obsesión de Trump con los desfiles militares deja ver algo inquietante sobre la psicología del poder autoritario. No es suficiente tener el ejército más poderoso del mundo; necesitas que se vea poderoso, que inspire temor, que proyecte la imagen del líder todopoderoso al que las fuerzas armadas obedecen ciegamente. Es el teatro del poder llevado a su expresión más elemental.
Esta fascinación no es nueva. Desde los césares romanos hasta los dictadores modernos, el desfile militar ha sido la manera favorita de los autócratas para demostrar que el Estado y su persona son indistinguibles. Cuando las tropas marchan, no marchan por la patria; marchan por él. Cuando los tanques ruedan, no protegen al pueblo; protegen al régimen. Es una fantasía de omnipotencia que reduce la complejidad del poder moderno a su expresión más visual e impactante.
Desde su primer periodo, Trump quería eso mismo, pero su idea chocaba contra una tradición militar estadunidense que evita los desfiles en tiempos de paz. Los desfiles en EU se reservan para el final de grandes conflictos; el último fue hace 35 años. El secretario de Defensa durante el primer periodo de Trump, Jim Mattis, literalmente había dicho que preferiría “tragar ácido” antes que organizar un desfile militar para Trump. El general Paul Selva fue más directo: le dijo en su cara que los desfiles militares eran “lo que hacen los dictadores”.
Pero en su segundo mandato, Trump consiguió funcionarios más dispuestos a complacer sus fantasías autocráticas. Lo que obtuvo, sin embargo, fue un espectáculo carente de la pompa que él deseaba y de la elegancia intimidante que caracteriza a los verdaderos maestros del género.

Beijing, en cambio, ofreció una clase magistral de propaganda militar. No sólo desplegó armamento que Occidente apenas sospecha que existe, sino que lo hizo con una precisión que hace ver a los desfiles soviéticos como experimentos de principiantes. La coreografía fue tan precisa que parecía CGI. Miles de soldados moviéndose como un solo organismo, vehículos avanzando en formaciones geométricas imposibles, aviones dibujando patrones en el cielo con precisión matemática.
Pero más allá del espectáculo, lo que realmente importa es lo que estos desfiles revelan sobre el estado del mundo en 2025. China ha logrado lo que ninguna potencia autocrática había conseguido desde la Unión Soviética en su apogeo: combinar capacidad militar real con una maquinaria propagandística que funciona tanto hacia adentro como hacia afuera. Putin tiene la nostalgia imperial, pero su arsenal está en el frente. Trump tiene la tecnología, pero lo limita su contexto. Xi lo tiene todo.

La composición de la tribuna de honor en Beijing fue tan importante que cualquier arma desfilada, con Putin y Kim Jong-un como invitados principales, mandando un mensaje claro y potente: aquí se están construyendo los nuevos ejes del poder mundial, y no precisamente los que el Occidente quisiera ver. Xi no sólo estaba mostrando músculo militar; reunió a su club y mandó el mensaje claro sobre la capacidad, el orgullo y las ambiciones geopolíticas de China.
Trump seguramente observó con frustración esas imágenes desde Washington. Su propio desfile –programado para celebrar el aniversario 250 del ejército estadunidense, coincidente con su cumpleaños 79– tenía tanques Abrams, helicópteros, miles de soldados. Pero le faltaba lo más importante: la capacidad de crear esa ilusión de poder absoluto que caracteriza a los espectáculos autocráticos reales.
La temporada de desfiles de 2025 deja el marcador claro: China en primera división, Rusia descendiendo a segunda, y Estados Unidos jugando un torneo al que no debería haberse apuntado.