PRESIDENCIALISMO
La ilusión Sheinbaum
Como sucede cada vez que un presidente llega al poder, el mexicano piensa que si no era el idóneo, será siempre mejor que el anterior, que hará posible lo que no fue posible y será providente.Desde que Claudia Sheinbaum asumió la presidencia de la República hay muchos críticos de la 4T que pretenden ver en la presidenta intentos de distanciarse de López Obrador para darle un nuevo rumbo al país en cuestiones de seguridad.
La expectativa (“deseo de que algo ocurra”) parece no tener otro fundamento que la confusión entre esperanza e ilusión, un síntoma de épocas bárbaras en las que el lenguaje se contamina y pierde sus capacidades significantes.
La esperanza (del verbo latino sperare, “esperar”) es, dice la etimología, la certeza (“el conocimiento seguro”), la confianza (“la fe compartida”) de que algo bueno ocurrirá. Por el contrario, la ilusión (del verbo luidere, “jugar”) quiere decir “engaño”: construir o construirse una falsa esperanza, distorsionar la realidad confundiendo la confianza con el deseo.
Hacia mediados del siglo XIX, las significaciones de las dos palabras se mezclaron. El optimismo del industrialismo, la emergencia de los periódicos y de la propaganda política subsumió la esperanza en la ilusión. En la era de la digitalidad, la confusión se ha vuelto casi absoluta: la posverdad y las ilusiones corren como un río fuera de madre alimentado por los intrincados ramales de las redes sociales y los medios de comunicación.

La confusión, al menos en México, tiene su raíz en el catolicismo. La idea de un Dios providente, de “un Dios tapa-agujeros” —como lo definió el teólogo luterano Dietrich Bonhoeffer—, se confundió con el Estado. Desde entonces el monstruo de Hobbes se volvió su sucedáneo: un “ogro filantrópico” del que depende una salvación siempre postergada y siempre presente como posibilidad en quienes lo encarnan. Así, sexenio tras sexenio pasamos de un presidente a otro, mientras sexenio tras sexenio el país se hunde en una descomposición moral cuyos costos se miden en asesinatos, desapariciones, extorsiones, que han llegado a grados inimaginables.
Pese a ello, y como sucede cada vez que un presidente llega al poder, el mexicano piensa que si no era el idóneo, será siempre mejor que el anterior, que hará posible lo que no fue posible y será providente.
Sheinbaum no es la excepción. Un puñado de gestos en los que muchos creen ver un paulatino intento de desmarcarse de su antecesor y cambiar el rumbo de un país desgarrado alimentan la expectativa: su condición de académica, sus negociaciones con Trump, sus tímidas frases contra las corrupciones y desmesuras de algunos legisladores y gobernadores de Morena y su haber cambiado los abrazos de López Obrador por los balazos de Calderón, han bastado para que muchos abriguen una ilusión que, lejos de resolverse en una verdadera esperanza, legitima la descomposición del país y su inmenso horror.
Más allá de esta confusión, la realidad es que Sheinbaum, como todos los presidentes y partidos en México, forma parte de un Estado y de un país podridos hasta la médula. Su estrategia para el desmantelamiento de los cárteles, además de ser la misma de Calderón y una reacción obligada ante las amenazas arancelarias y de intervencionismo de la administración de Donald Trump, carece de la integralidad que se necesita para enfrentar un flagelo que tiene sometido al país (unidad nacional, comisiones extraordinarias de verdad y justicia dirigidas por ciudadanos probos y apoyadas por organismos internacionales para desmantelar las redes de complicidad política con el crimen organizado). Bajo ese simulacro, las víctimas son nada para ella. Semejante a su antecesor, Sheinbaum también maquilla cifras de muertos y desaparecidos, destruye instituciones, polariza y fomenta el clientelismo más deleznable. Al igual que los regímenes anteriores, que tanto desprecia, mantiene pactos de impunidad, crea cortinas de humo y, con la frialdad que la caracteriza, minimiza acciones que sobrepasan el territorio de la banalidad del mal. Me refiero no sólo a los espeluznantes hallazgos del Rancho Izaguirre, que sus mañaneras han logrado borrar de la conciencia pública y que recuerdan en más de un sentido los campos de exterminio nazis y los crímenes de lesa humanidad de los que está plagado el país, sino al reciente video que concluyó con el asesinato de la profesora pensionada Irma Hernández Cruz que completaba su salario como chofer de taxi en Álamo Tamapache, Veracruz.

El video es un remedo de los que suelen enviar los terroristas islámicos: un grupo de milicianos embozados y provistos de armas largas posa ante una cámara. Frente a él, la víctima, arrodillada, es obligada a lanzar un mensaje antes de ser ejecutada. La aterradora diferencia entre ambas monstruosidades es que mientras el mensaje de la víctima del terrorismo es de naturaleza política —una amenaza atroz a sus enemigos—, el del grupo criminal supera la abyección intimidatoria y lleva el mal a su banalización más extrema: la extorsión: “Compañeros taxistas, con la mafia veracruzana no se juega. Paguen su cuota como debe ser”.
La respuesta de la gobernadora Rocío Nahle es la clara muestra de los vínculos entre autoridades y criminales: “Es de miserables llevar [lo sucedido] a niveles de escándalo [...] la maestra [...] después de ser violentada desgraciadamente sufrió un infarto”. La de Sheinbaum, el lacónico deseo de lo frígido: “Todo homicidio, y en especial el de la maestra es lamentable [...] estamos trabajando todos los días para que no ocurran [...] sea que haya fallecido por un infarto o de una agresión directa. Entonces todo es lamentable y no queremos que eso ocurra en nuestro país”.
Quienes quieren ver en esta nueva barbarie, trivializada y tratada como un mero homicidio de nota roja, y en las mediocres acciones contra la inseguridad y la corrupción de Sheinbaum una esperanza de cambio, no sólo pecan de ilusos, sino de sucumbir a los trastrocamientos del lenguaje característicos de los periodos de barbaries y dictaduras. Hay en ello no sólo la asimilación de esa “neolengua” que describe Orwell en su distopía 1984, sino la degradación del lenguaje que Víctor Klemperer documentó en La lengua del Tercer Reich y que muestra la manera en que una nación llega a normalizar lo inhumano. El país, recuerdo al poeta, sigue viviendo de la ilusión de los “milagros, como en la lotería”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.