Javier Sicilia
Sin salida
El país que por unos días puede conmoverse e indignarse ante ciertos crímenes que recuerdan el horror que nos circunda y somete, ha sido incapaz de exigir y respaldar una verdadera política de Estado para limitarlo.Según la teología, el infierno es eterno. Nadie, una vez entrado en él, puede escapar de sus entrañas. Lo resume de manera sobrecogedora la inscripción con la que Dante se topa al llegar a su puerta: “Por mí se va a la ciudad doliente/ por mí se ingresa en el dolor eterno, / por mí se va con la perdida gente/ (…)/ olvidad toda esperanza”.
Hoy no sabemos si ese infierno, en el que creían los medievales, existe. Sabemos, en cambio, que su descripción cobró forma en los sufrimientos y tormentos que los seres humanos solemos infligirnos unos a otros. Kant lo dijo mejor al señalar que sus horrores son una fuerza encarnada en el tiempo y la historia.
Sabemos también que si no podemos escapar por completo de él –siempre volverá como la peste–, podemos, al menos, limitarlo. La inhumanidad de nuestro infierno sólo es eterna para las víctimas. Pregúntenselo al niño Dante Emiliano y a sus padres.
Su estremecedor grito –“No quiero morir”– resuena con el peso de la eternidad y reactualiza el de cientos y cientos de miles de víctimas que a lo largo de 15 años se hundieron en él y que hemos olvidado como también, apremiados por la era da la inmediatez, olvidaremos a Dante Emiliano.
Por desgracia, no hay voluntad en la gente para detenerlo. El país que por unos días puede conmoverse e indignarse ante ciertos crímenes que recuerdan el horror que nos circunda y somete, ha sido incapaz de exigir y respaldar una verdadera política de Estado para limitarlo. Como cada seis años apuesta a que el próximo gobierno lo resolverá. Se ha negado a ver que ese infierno, que ha capturado su libertad y destruyó no sólo la vida de Dante Emiliano, sino la de cientos de miles de personas, es producto de un Estado corrompido, cuya enfermedad es difusiva y progresiva.
Baste para darnos cuenta de ello con comparar la cifra de asesinados de los últimos tres sexenios. El de Calderón, gobernado por el PAN, cegó la vida de 120 mil 319 personas; el de Peña Nieto, gobernado por el PRI, 150 mil 451; el de López Obrador y Morena, alrededor de 180 mil hasta mayo de 2024.
En los tres sexenios el porcentaje de impunidad no ha bajado de 95%; si se hace un comparativo de los otros delitos –secuestro, extorsión, cobro de piso, corrupción, etcétera– se encontrará lo mismo.
López Obrador no es, en este sentido, peor que sus antecesores. Simplemente es más cínico y, por lo mismo, más dado a hacer alarde de sus incapacidades y su corrupción moral.
Con esa desmemoria, que un día lo llevó al poder, los mexicanos irán en unos días más a las urnas soñando otra vez que el nuevo gobierno nos sacará del infierno. El problema es que ahora, además de asistir embriagados de delirios democráticos, lo harán abiertamente confrontados. Llenos de odio y hartazgo, divididos, por lo mismo, en bandos de un preocupante simplismo, (demócratas y autoritarios; conservadores y liberales; populistas y progresistas; fifís y chairos…), los mexicanos han decidido ignorar que lo que nos aguarda con cualquiera de las aspirantes que llegue a la Presidencia es, como ha sucedido sexenio tras sexenio, una expansión más brutal del infierno y un crecimiento del horror.
Si el odio, la polarización, la desmemoria y la embriaguez democrática no los cegara, se darían cuenta de que tanto el continuismo lopezobradorista de Claudia Sheinbaum (profundizar la militarización del país, desarrollar inteligencia militar, mejorar la coordinación entre la policía y los fiscales, becas a los jóvenes y fortalecimiento de la Guardia Nacional), como las correcciones cosméticas ofrecidas por la oposición en la figura de Xóchitl Gálvez (ocupar a los militares en labores de seguridad, duplicar el número de fiscales, crear una prisión de máxima seguridad y aumentar el uso de tecnología para la inteligencia), nos llevarán a una tragedia de mayores consecuencias.
Ambas propuestas, además de ser poca cosa en relación con la complejidad y la dimensión del infierno, han demostrado con creces su inoperancia en el tiempo y su complicidad con el crimen.
Más que continuismo o correcciones cosméticas, lo que México necesita desde hace mucho (en ello hemos insistido varias organizaciones civiles) es una política de Estado integral y transexenal en materia de verdad, justicia y paz capaz de refundar a la nación y hacerla transitar de un Estado capturado por el crimen y degradado moralmente, a un Estado de derecho que jamás hemos conocido. Esto no sucederá por un acto de fanatismo electorero. Las urnas, se nos olvida cada seis años, están, desde hace mucho, llenas de sangre, corrupción y muerte.
Llegue quien llegue sólo lo hará para administrar, como siempre se ha hecho, su contenido.
Pero la ilusión, la última de las tiranías, diría Umberto Eco, es una vieja adicción de los mexicanos. Intoxicados de ella, incapaces de memoria y propuestas inteligentes y sólidas, polarizados hasta la más abyecta de las violencias, la que contamina el espacio político y es solidaria del crimen, irán una vez más a las urnas. Cuando todo termine, despertarán crudos, tuertos y chimuelos, para darse cuenta, una vez más, que el infierno sigue allí, pero más hondo, más ancho y, en medio de la polarización y el odio, sin salida alguna.
Tal vez, para desdicha de todos, la inscripción del pórtico del infierno que miró Dante, no esté equivocada.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.