Javier Sicilia
¿Narcocultura?
El narco, como toda barbarie, ha invadido y colonizado las manifestaciones de la cultura para hacerse pasar como parte de ellas, erosionándola. Así lo ha hecho con la música, el cine, la pintura, la moda y la política.La cultura tiene que ver con el cuidado. Su origen es agrícola. Viene de “cultivo”, de llevar lo agrario a su más pleno desarrollo. Cicerón en las Diputaciones tusculanas usó el término como un análogo de la perfección del alma filosófica, uno de los ideales más altos de lo humano, vinculado con la educación. Desde entonces el término se volvió cada vez más complejo, pero no perdió su carácter de cuidado y mejora. La cultura es, así, la expresión de lo mejor de un ser y de un mundo, una manera de escapar de la barbarie original y humanizarnos.
Por desgracia, el desprecio por el lenguaje, la pérdida de sus significaciones profundas, ha hecho que la palaba “cultura”, como tantas otras en nuestra época (véase al respecto “La amebiasis lingüística”, Proceso digital), pierdan sus contornos y se le atribuyan significados equívocos que, al mismo tiempo que enferman a la lengua, infectan a las sociedades. Así sucede cuando se habla de “cultura de la muerte” o “cultura de la violencia”.
Lo que caracteriza a esos adjetivos es precisamente lo contrario de lo que pretenden calificar. No se cultiva la muerte ni la violencia. Se les padece. Ambas son manifestaciones de la degradación de lo humano; exaltaciones de lo salvaje y bárbaro, pero no de una cultura.
La mal llamada “narcocultura” pertenece a ello. Nada hay en su universo, hecho de violencia, desprecio y muerte, que permita calificarla como tal. Lejos de ello, el narco, como toda barbarie, ha invadido y colonizado las manifestaciones de la cultura para hacerse pasar como parte de ellas, erosionándola. Así lo ha hecho con la música, el cine, la pintura, la moda y la política.
Un ejemplo reciente en el terreno de la política (hay otros, como el de la ceremonia del Grito de Independencia de 2022, en el que el narcocorrido del Jefe de Jefes abrió y acompañó los festejos) es el de la camiseta, que el sábado 20 de abril portó orgullosamente Jenaro Villamil en las redes sociales y se viralizó: una imagen de la Santa Muerte con su huesudo índice en los labios, en señal de silencio, acompañada de una leyenda de contenido machista: “Un verdadero hombre no habla mal de López Obrador”.
Independientemente de la simulada banalidad del gesto, del uso político que le dio la oposición y de las estúpidas y preocupantes declaraciones de AMLO (“soy muy respetuoso de lo que hacen los ciudadanos, tienen derecho a hacer [eso que] tiene que ver con la libertad religiosa […], con la libertad en general”), el asunto es grave.
El culto a la Santa Muerte –reportado en 1940 y cancelado del registro de cultos de la Segob en 2005– no es como muchos pretenden verlo, la reactualización de una veneración precolombina. Tiene que ver más bien con un asunto de naturaleza política, como lo mostró Claudio Lomnitz en Death and Idea of Mexico y Para una teología política del crimen organizado.
La difusión de su culto, iniciado por el cártel de Los Zetas, a finales del siglo pasado, cuando el Estado comenzaba a volverse ya incapaz de controlar a las bandas criminales, marca, dice Lomnitz, el inicio del nacimiento de un poder paralelo a la Iglesia y al Estado que, en su capacidad de someter y matar –expresado en el culto a la Muerte– revela el poder ilegal de su soberanía
Con la llegada de la 4T al gobierno, ese nuevo poder fue perdiendo su carácter marginal y enquistándose en el Estado. Hay, en ese sentido, un vínculo, cada vez más evidente, entre el sello distintivo de la 4T (una política basada en alianzas, negociaciones, espacios de tolerancia y concesiones del Estado con todo tipo de economías informales e ilícitas) y sus formas de expresarse, que tienen que ver con el poder de los grupos criminales (la amenaza, el miedo, la persecución, la corrupción, la opacidad, el desprecio por la ley, el socavamiento o el control de las instituciones) al grado de que es ya casi imposible ver donde empieza el Estado y donde termina e inicia el poder del crimen organizado.
El reportaje de Tim Golden del 30 de enero, donde devela los presuntos nexos de AMLO con el narco y que le valió el epíteto de “narcopresidente”, apuntan hacia allá. La camiseta, con la efigie de la Santa Muerte, celebrada y difundida por Villamil y Mario Delgado lo enfatiza.
Su uso, en tiempos electorales, parece no sólo mostrar los vínculos de la 4T con el narco, sino tener su misma finalidad: ser, dice Lomnitz, “un puente –una articulación o una bisagra– [de] mensajes esotéricos dirigidos a grupos ilegales, envueltos en mensajes dirigidos al público en general”; o para decirlo con la Iglesia, “la glorificación de la violencia”. Bajo esa premisa, debemos tomar el mensaje de la “Santa Muerte” de la 4T como ¿un llamado al crimen organizado a ejercer una mayor violencia contra candidatas, candidatos de la oposición, críticos del poder, defensores de derechos humanos y víctimas? Acaso, como ¿una amenaza y una forma de la intimidación?
Sea lo que sea, es evidente que la barbarie se apoderó de la cultura política del país degradándola y corroyendo hasta la médula los tejidos sociales.
De ganar, la oposición no sabría sacarnos de ese infierno. La 4T y sus alardes narcos son, parafraseo a Lomnitz, la expresión más acabada de que el nuevo Estado mexicano perdió hace mucho “el control de los instrumentos que alguna vez tuvo para regular el poder de los mercados ilícitos y ya no tiene los recursos institucionales para hacerlo a partir de su propia capacidad de administrar la justicia. El espacio de acción del crimen organizado se ha ido ampliando e institucionalizando” hasta transformar el Estado en un kakistocracia (“el gobierno de los peores”) narca. México no necesita nuevos administradores de la barbarie. Los gobiernos de la oposición la iniciaron desde la época de López Portillo y el Negro Durazo. Necesita una refundación en la cultura, y eso jamás vendrá de los partidos.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.