Javier Sicilia
¿Xóchitl?
Xóchitl entusiasma. Es mejor que los otros. Pero como el país, no tiene hasta ahora otro horizonte que la ancestral e infantil ilusión del mexicano en los milagros de la lotería.
Ciudad de México (Proceso).-- Como lo escribió López Velarde, México vive de “milagros, como la lotería”. Incapaces de asumir nuestra historia, los mexicanos esperamos siempre el suceso extraordinario que nos resuelva la vida.
Nuestra fe es milagrera. Proviene de esa fe infantil en un Dios providente dedicado a solucionar problemas. De allí el entusiasmo que suscitan las figuras de poder en México. Ellas encarnan la promesa del milagro. Sólo hay que entregárseles fervorosamente para que suceda. Es lo que, en el orden de la política, México no ha dejado de hacer desde la mal llamada transición democrática. Como si las urnas fueran una mesa de lotería, en el lapso de 23 años, los mexicanos no han hecho otra cosa que cambiar entusiasmados un gobierno por otro esperando el prodigio. No importa que cada vez que lo hacen, el fracaso sea mayor. Volvemos a ellas ilusionados.
Hoy, frente al ahondamiento del desastre que ha sido el gobierno de López Obrador, una buena parte del país se prepara para hacerlo de nuevo. Encontró en Xóchitl Gálvez una nueva ungida. Fresca, dicharachera, simpática, empujada por una ciudadanía que logró imponerla a la coalición Va por México, Xóchitl ha vuelto a despertar el espíritu milagrero del mexicano. En ella, los agravios, los resentimientos, el hartazgo de la violencia y la impunidad de este sexenio, encontraron de nuevo su esperanza y su fe. Xóchitl se ha convertido en el nuevo cartón o el nuevo billete de lotería con el que muchos jugarán en las urnas en espera del postergado milagro. ¿Sucederá? Lo dudo. Aunque los milagros ocurren y la creencia en ellos ha tenido defensores ilustres en todo tiempo, en política no valen nada como lo muestra la historia, al menos la nuestra.
Es innegable que Xóchitl apareció inesperadamente en el escenario político, que tiene una trayectoria limpia y ejemplar, que, a diferencia de la aburrida insulsez de Claudia Scheinbaum, es ligera, fresca, agradable, y que sus propuestas entusiasman. En particular, su deseo de unir a la nación, de devolverle la paz al país y su acierto de enmendarle la página a López Obrador: “Por el bien de México, primero las víctimas”, dijo en el Congreso.
La enmienda importa. Los pobres en este país no son aquellos con carencias económicas, sino quienes por la violencia perdieron todo, incluso la dignidad de la pobreza; aquellos que Calderón redujo a bajas colaterales o a seres que se matan entre sí y López Obrador a gente despreciable que no vale la pena atender ni escuchar. Son aquellos que, disminuidos hasta lo indecible, representan el doloroso rostro de un país en un estado cada vez mayor de indefensión.
Todo eso es verdad y, sin embargo, ni su presencia ni sus palabras garantizan el milagro esperado cada sexenio. Entre el entusiasmo que provoca Xóchitl –López Obrador también lo concitó—y la ilusión de que lo logrará, hay un abismo. Xóchitl está rodeada por el complejo entramado de corrupción, pactos de impunidad y coaliciones con el crimen organizado de los partidos que la postulan y del partido en el poder. Los mismos atributos de su carácter, que son su fuerza, son también su debilidad: a veces, frente al desgarramiento del país, su ligereza frisa la frivolidad.
Llevar a cabo la agenda de unidad, justicia y paz, que debe ser la prioridad de la nación, no es cuestión de buenas intenciones ni de sustituir balazos por abrazos --ocurrencia tan criminal como la otra, cuyos costos conocemos y debemos a los partidos que hoy cobijan a Xóchitl— ni de simplemente aplicar la ley en un país que jamás ha conocido el Estado de Derecho. Una agenda de esa naturaleza, es tan compleja como la violencia que debe enfrentar. Requiere –recordó recientemente Jacobo Dayán-- de un acuerdo nacional para crear comisiones extraordinarias de verdad, justicia, reparación y no repetición, independientes de los gobiernos y asesoradas por expertos. Requiere de un acompañamiento internacional que permita abordar los múltiples fenómenos de violencia del país y procesar primero a los máximos responsables –capos, gobernantes y empresarios—para desmontar las redes de criminalidad. Requiere que las comisiones de búsqueda estén vinculadas a las de verdad y justicia, y que las reparaciones, dada la gran cantidad de víctimas, se hagan de manera colectiva y garantizándoles servicios de salud, educación, vivienda y seguridad. Requiere de cambios profundos en las instituciones del Estado que sólo serán posibles a la luz de los procesos de verdad. Pero sobre todo requiere de una sólida voluntad política, de acuerdos transexenales y de una constante presión ciudadana.
“Es hora o nunca”, expresó también Xóchitl en el Congreso, y tiene razón. Pero, ¿podrá hacerlo con el sólo halo milagrero con el que una buena parte de la ciudanía la ha rodeado y espera lo imposible? ¿Podrá hacerlo con los trepadores y profesionales de la política que la rodean y quieren su tajada en la administración del infierno?; ¿con una clase política podrida hasta la médula,
un país tomado por la criminalidad, que anuncia extremar el terror, y un presidente cuya mentalidad fratricida alimenta la polarización, el odio, el resentimiento y la abyección?
Xóchitl entusiasma. Es mejor que los otros. Pero como el país, no tiene hasta ahora otro horizonte que la ancestral e infantil ilusión del mexicano en los milagros de la lotería.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.