Desarrollo tecnológico
La amenaza
Nuestra capacidad de destruirnos en una guerra y de transformarnos en seres que, incorporados a sus aparatos, nos vamos volviendo ahumanos, es la gran amenaza de las sociedades postindustriales y no el insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas como lo creían comunistas y capitalistas.
Ciudad de México (Proceso).-- A raíz de la publicación de los llamados libros de texto, se desató una polémica tan vieja como trasnochada, que venía gestándose a lo largo del sexenio de López Obrador, pero que hasta ahora se expresó con todas sus letras: comunismo vs capitalismo. La polémica no sólo es anacrónica porque el mundo dio un giro en la década de los ochenta con la caída del muro de Berlín, la globalización y los cambios tecnológicos, sino porque la amenaza que se cierne hoy sobre la humanidad está precisamente en eso que ninguna de esas ideologías ha cuestionado y les es común: la idea de desarrollo. Ya sea bajo el comunismo o el capitalismo que, a falta de un rostro que se desdibujó, llamamos “populismos de izquierda”, “neoliberalismo” o “populismos de derecha”; ya sea, incluso, bajo esa noción, no menos imprecisa, pero que se ha vuelto sacrosanta, la “democracia”, el cambio climático, la pobreza o, como Iván Illich, la llamó, “la pobreza modernizada”, la violencia, los desplazamientos masivos, el desempleo, el terrorismo tienen más que ver con la desquiciada carrera tecnológica que con las ideologías.
Uno de los que mejor lo analizó, fue Günther Anders (1902-1992), el primer esposo de Hannah Arendt y un filósofo injustamente olvidado; a nadie le gustan los profetas de la desgracia.
Lo que Anders vio es que entre las producciones tecnológicas que comenzaron a desarrollarse con el industrialismo y las consecuencias de su uso se ha ido abriendo una brecha tan grande que nos vuelve cada vez más incapaces de mirar y entender su catástrofe. Aunque los análisis de Anders parten de hechos extremos: “la banalidad del mal”, desarrollada por Arnendt en Eichamnn en Jerusalén, y el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima, lo que la tecnología hace y nos hace, pueden extenderse a nuestra vida cotidiana: todos los artefactos que usamos y nos enchufan cada vez más a procesos sistémicos, generan consecuencias terribles de las que no nos sentimos responsables. Al igual que en la cadena productora de muerte de los Lager, ninguno se sintió responsable de la atrocidad; al igual también que, con excepción de Calude Eatherly, nadie de los que lanzó la bomba sobre Hiroshima se sintió culpable (a esa altitud, dice Anders, donde no podemos representarnos las cosas que percibimos desde la ventanilla del avión, se pierde cualquier escrúpulo y puede procederse al aniquilamiento que termina en una representación abstracta: 200 mil muertos), nosotros tampoco somos capaces de asumir las consecuencias de los desarrollos técnicos y sus usos en la vida diaria. No vemos, por ejemplo, ninguna relación entre encender nuestro auto y generar desmesuradas cargas de energía, con el cambio climático. Tampoco entre lo que los aparatos hacen al entorno, a nuestras percepciones y a nuestras vidas. Ni siquiera lo vemos en la producción desmesurada de armamentos nucleares que anuncian en su existencia, la posibilidad de una destrucción absoluta. Es como si lo que moralmente no podemos concebir, pese a lo que sabemos del cambio climático, del nazismo o de Hiroshima, no existiera. Una vez que nuestras capacidades técnicas sobrepasan ciertos umbrales críticos, que ya no podemos controlar, las tecnologías se vuelven contra nosotros y nos ciegan, al grado de que en lugar de limitarlas buscamos no sólo perfeccionarlas sino, como ya sucede, hacer que puedan funcionar sin nosotros. Esta desaparición programada del hombre en provecho de sus producciones, va acompañada de otra emoción que Anders llama “vergüenza prometeica”, la vergüenza de no ser uno mismo el producto de una fabricación, de haber nacido y no haber sido hecho. Conforme los desarrollos tecnológicos avanzan, queremos parecernos más a nuestras máquinas: lejos de utilizarlas, como lo haríamos con una herramienta, ellas se integran a nosotros alterando nuestras percepciones. La computadora, el celular y sus múltiples usos, por ejemplo, son prótesis que se han incorporado a nosotros y, mediante algoritmos, nos dicen cómo sentir, pensar, actuar.
Y qué decir, de los experimentos iniciados con el proyecto Convergencia NBIC en el que confluyen nanotecnologías, biotecnologías, tecnologías de la información y ciencias cognitivas. Su objetivo, cuyas ambiciones han desencadenado usos militares es hacer del hombre un demiurgo que pueda producir aquello que comienza llamarse “posthumanidad”. Lo que en recientes fechas se nos ha mostrado de la inteligencia artificial, es apenas la punta del iceberg.
Nuestra capacidad de destruirnos en una guerra y de transformarnos en seres que, incorporados a sus aparatos, nos vamos volviendo ahumanos, es la gran amenaza de las sociedades postindustriales y no el insuficiente desarrollo de las fuerzas productivas como lo creían, de distinta forma, comunistas y capitalistas. Es ese desarrollo el que nos está destruyendo en nuestra humanidad.
Visto desde allí, lo humano tal y como lo ha concebido la cultura, no tiene futuro. La invisibilidad del mal que la tecnología produce no parece abrigar esperanzas. Frente a ese porvenir, donde ya no podemos gobernar lo que comienza a gobernarnos, la única forma de continuar la aventura humana es oponiéndose a ello, sabiendo que cualquier victoria será siempre un aplazamiento de lo peor.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.