Opinión
La tortura
Si México se ha convertido en ese infierno es porque la mayoría lo tolera. Cuando no exigimos como prioridad una política clara de verdad, justicia y reparación, nos volvemos parte de una amnesia moral vergonzosa.En 1966 Jean Améry publicó un libro sobrecogedor, Más allá de la culpa y la expiación. Su capítulo central, “La tortura”, habla de esa experiencia que padeció en la fortaleza de Breendonk, Bélgica, en 1943, antes de ser deportado a Auschwitz. No conozco otro testimonio y otra reflexión de esa profundidad que Ejercicios de supervivencia, de Jorge Semprún, publicado en 2012, después de la muerte de su autor.
La tortura pertenece a la violencia más extrema y gratuita. No es del orden de la “banalidad del mal”, donde, como lo mostraron Arendt y Anders, median dispositivos industriales y burocráticos, sino del “mal radical”: la voluntad directa, dice Kant, de dañar a otro y actuar contra la máxima universal de la moral: cuidar la vida. Pese a milenios de civilización, su práctica, al menos en México, prolifera y, a veces, se exhibe como testimonio del poder. Quien la ha padecido y sobrevive queda mutilado para siempre, alienado de la vida. “Ya nunca más –dice Améry, que terminó por suicidase en 1978— podrá sentirse en casa en el mundo”. Su consecuencia es una forma del exilio absoluto, una manera de estar muerto en vida, un llevar consigo la muerte, dice Semprún.
La experiencia de la tortura, al igual que el asesinato que a veces suele suceder después de ella –los cuerpos hallados en las miles de fosas clandestinas de las que está plagado el país, son su horrendo testimonio— es, por lo mismo, incomunicable. Frente a ella las palabras, dice Améry, corren el riesgo de desdibujarla y trivializarla. Por más penetrante, profunda y catártica que pueda ser su expresión lingüística, no hay manera de franquear el abismo. Sus consecuencias son tan profundamente personales que el lenguaje común es incapaz no sólo de contenerlas, sino de exorcizarlas. Tal vez la imagen más explícita de esa imposibilidad sea el cuerpo de Cristo que resucita con las huellas indelebles de su tortura. Hay algo infernal, en tanto irremediable, en la tortura.
¿Por qué, sin embargo, alguien tortura? Por sadismo, dice Améry, no en el sentido patológico con el que la psicología suele entenderlo, sino en el de Sade: una voluntad de trastornar el orden del mundo, de invertirlo, como si, en algún momento, una especie de poder soberano se desencadenara para afirmarse en la negación radical del otro. No un accidente, sino una elección y un aprendizaje cuya extraña pedagogía es la destrucción de cualquier imaginación y sentimiento. Un “aprender –escribe Víctor García Salas, citando a Sade— a no sentir compasión”; a inmunizarse “ante el dolor del otro”.
Tal vez, entre las decenas de entrevistas que se han hecho a ese tipo de seres, la más inquietante sea la confesión que en 1984 Andrés Antonio Valenzuela, torturador durante la dictadura chilena, hizo a Mónica González, periodista de Causa, que sirve de base a la novela de Nona Fernández, La dimensión desconocida. Valenzuela no es un criminal al que un sociólogo entrevista en su afán de comprender –si acaso es posible— la mente de un imbécil. Es, por el contrario, un torturador arrepentido, alguien que carga una culpa que busca expiar. Lo inquietante de su testimonio no es la forma en que se inició en el horror ni el hecho de que a partir de ese momento no pudo abstenerse de hacerlo. Ambas son experiencias que se encuentran en la mayoría de estos desalmados. Lo terrible es que desde el momento en que eligió hacerlo la redención se volvió imposible para él: dejó de sentir.
Al igual que el torturado es, como dice Améry, un exiliado del mundo, un habitante del infierno, el torturador lo es de manera doble: perdió su vínculo con lo sensible. Aun cuando, como Valenzuela, haya dejado de ejercer el horror, su existencia quedó atrapada en la oscuridad. Si el racionalismo no hubiese exiliado de su saber las dimensiones del espíritu y de la poesía como un saber más allá de lo evidente, habría que decir que el torturador pertenece al universo de lo demoniaco puro y del infierno; al de la oscuridad y la mudez absolutas y sin retorno. Desde el momento en que mutiló a un prójimo, se mutiló a sí mismo para siempre.
Quizá el infierno del torturado sea, contra las afirmaciones de Améry, provisional; y la palabra, como lo mostraron Primo Levi y Semprún, el lugar donde, aún en lo incomunicable del mal, se repara algo de lo roto; quizá, como lo promete la resurrección, el torturado, que no pudo sobrevivir y yace en el inframundo de una fosa, sea, aun en lo indeleble del mal en su cuerpo, recuperado para la vida. Lo que, sin embargo, es verdad, es que el torturador está condenado a su infierno. Nada puede salvarlo, porque él mismo es su propia prisión y su propia condena. No hay perdón que pueda superar lo que un día eligió y destruyó su humanidad.
Lo más grave, sin embargo, es que su existencia forma parte de un asentimiento colectivo. Si México se ha convertido en ese infierno es porque la mayoría lo tolera. Cuando tratamos el fenómeno como una cuestión de cifras y casos aislados; cuando no exigimos como prioridad de la agenda nacional una política clara de verdad, justicia y reparación, no sólo somos cómplices de su existencia, nos volvemos parte de una amnesia moral vergonzosa. “Me abruma la culpa colectiva –escribió Améry en nombre de todas las víctimas—. El mundo que perdona y olvida me ha sentenciado a mí y no a aquellos que asesinaron o permitieron que ocurriera el asesinato”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.