Cultura
Violencia y cultura (Primera de dos partes)
La idea de discurrir en estos momentos sobre la paz, el idealismo pacifista y la salvaguarda del patrimonio cultural pareciera tener una alta dosis de candidezPara Olga, hermana querida, con mi invariable cariño.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La idea de discurrir en estos momentos sobre la paz, el idealismo pacifista y la salvaguarda del patrimonio cultural pareciera tener una alta dosis de candidez; más aún, podría considerarse un ejercicio totalmente estéril y de plano irrelevante ante la tragedia humanitaria ucraniana, máxime en momentos en los que la paz y la estabilidad adolecen de una gran fragilidad y precariedad.
Con todo, no puede afirmarse que un razonamiento de este género, en medio de semejante trance, no sea pertinente; las mentes universales más lúcidas, que marcaron el rumbo del siglo XX y el umbral del XXI, dieron buena cuenta de ello con deliberaciones que se han visto acompasadas por esfuerzos sensibles en la comunidad internacional tendientes a vertebrar los movimientos pacifistas. La tradición diplomática mexicana se halla anclada a estos postulados.
Después de la Segunda Guerra Mundial, el debate sobre la guerra y la paz resurgió, como Ave Fénix, de las cenizas, pero con una naturaleza diferente que controvirtió las teorías humanistas sostenidas al igual por el comunismo y el capitalismo de la época. En efecto, una de las consecuencias de la hecatombe que testificó la humanidad durante ese conflicto bélico fueron las graves crisis sociales que le sucedieron.
El pensador británico Eric Hobsbawm (1917-2012) destacó que las notas distintivas de esas crisis, más allá de las incertidumbres provenientes de las políticas sociales y económicas mundiales, fueron las relativas al socavamiento de los dogmas y creencias que constituían el basamento sobre el que las sociedades modernas estaban fundadas. Los sucedáneos fueron la Guerra Fría y la globalización posterior.
Una de las referencias ineludibles en el siglo XX al respecto es el célebre intercambio epistolar entre Albert Einstein y Sigmund Freud. Ambos personajes cambiaron la forma de comprender el universo y de concebir al ser humano; el primero con las luces de la ciencia y el segundo desentrañando las tinieblas de las motivaciones humanas.
Einstein fue miembro del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual (1926-1939), antecedente de la Unesco y que formaba parte de la entonces Sociedad de las Naciones. Esta institución congregó como integrantes a la física francesa Marie Curie, al filósofo Henri Bergson, también francés, y a los mexicanos Alfonso Reyes y Alberto J. Pani, entre otros destacados intelectuales y científicos. Ya en esa época Einstein había obtenido el premio Nóbel de Física en 1921, y Freud el prestigioso premio Goethe por sus contribuciones literarias.
El instituto, con sede en París, comisionó a Einstein para que se comunicara por carta con varios personajes notables; no dudó en contactar a Freud, a quien le profesaba un gran respeto por la narrativa científica de su obra, aunque discrepaba de sus conclusiones, específicamente las relativas a las motivaciones sexuales. Su epístola inicial privilegiaba la paz por sobre el pacifismo, y era una condena contra todo conflicto bélico.
La comunicación entre ambos mereció en 1932 la publicación Warum Krieg? (¿Por qué la guerra?), que resultó eclipsada por el ánimo provocador que gobernaba la época, ya en la antesala de la guerra; este compendio epistolar acabó siendo prohibido por el régimen nazi.
El alegato de Einstein, en ese momento un radical pacifista, era puntual; advertía que para propiciar confrontaciones armadas, los gobiernos recurren a estamentos elitistas, como los de orden religioso o mediático, que insuflan y manipulan los sentimientos nacionalistas y de expiación capaces de mover a la inmolación personal, priorizándola incluso antes que la propia vida personal.
La respuesta de Freud fue, como toda su obra, altamente polémica. Una de las premisas importantes de ésta es la relativa a la trascendencia de la cultura. La conclusión es importante: resulta fallido todo esfuerzo que intente reemplazar el poder de las armas con el poder de las ideas; puntualizaba asimismo que el uso de la fuerza es inherente a la aplicación del derecho, pero añadía que el centro de la controversia radica en que el ser humano coloca sus pasiones por encima de sus intereses y emplea sus intereses para racionalizar sus pasiones.
Freud expuso que no todo conflicto bélico es condenable, y para ello contrastó las guerras romanas con las cruentas invasiones mongolas contra Anatolia (1241-1243); afirmó que las primeras le dieron estabilidad a la región mediterránea con la imposición de la pax romana, en tanto que las segundas, sostuvo, produjeron únicamente desgracias. Su tesis es nítida: en algunos casos el belicismo es necesario para obtener la paz.
La forma de evitar la guerra, concluía, es mediante acoplamientos culturales y el temor a la guerra. Sin embargo, la tesis freudiana no era novedosa para entonces; la había elaborado con anterioridad en El porvenir de una ilusión (1927). De acuerdo con ella, el desarrollo cultural de la humanidad es el único que puede reducir la insatisfacción social de la civilización y, por lo tanto, se convierte en el depositario del destino humano. En consecuencia, es preponderantemente el factor cultural el que puede reducir el riesgo de la guerra.
El énfasis freudiano en la cultura es manifiesto: reside en que ésta le permite al ser humano revelar lo mejor de sí mismo, por lo que las nuevas generaciones deben albergarla como un sueño o ilusión. Según Freud, el ser humano tiene la capacidad de alcanzar los altos valores e ideales a través de la magnificencia cultural. Su conclusión es irrefragable: todo aquello que trabaja en favor del desarrollo de la cultura lo hace también contra la guerra.
En argumentaciones posteriores de Einstein puede observarse un claro movimiento pendular. En 1953, en una carta al filósofo japonés Seiei Shinohara, manifestó que seguía conservando sus convicciones pacifistas, pero aclaró que éstas no eran incondicionales. Explicó: “(…) existen circunstancias en las que el empleo de la fuerza es necesario cuando el adversario inveterado busca mi exterminio o la aniquilación de mi pueblo o su sometimiento”.
Einstein legitimaba así el uso autodefensivo de la fuerza e incluso cuando el principio de la no intervención fuera trasgredido. Y ya desde su epístola de 1951 ponderó, al igual que Freud, la trascendencia humanística de la cultura: el destino humano se cifra en el desarrollo de una ética cultural, que es lo único que puede evitar la guerra.
Las conclusiones de Freud y Einstein, cuyas repercusiones mantienen una actualidad indiscutible, son coincidentes en asegurar que la única vía pacifista viable es la que se articula con instituciones e instrumentos internacionales enfocados en contrarrestar los conflictos que generan la violencia social. Ambos coincidieron en que una paz que no conlleve cultura, justicia y estabilidad es únicamente una simulación de paz.
Epílogo
En el Manifiesto 2000, varios premios Nóbel de la Paz convinieron en que, para que haya comprensión, debe escucharse, así como defender la libertad de expresión y la diversidad cultural, privilegiando el entendimiento y el diálogo sin ceder al fanatismo ni a la maledicencia y el rechazo del prójimo.
Al respecto Edgar Morin, uno de los filósofos más influyentes de nuestra época, destacó: “La cultura está constituida por el conjunto de los saberes, saber-hacer, reglas, normas, interdicciones, creencias, valores, mitos que se transmiten de generación en generación, se reproducen en cada individuo, controlan la existencia de la sociedad y mantienen la complejidad psicológica y social”.
La cultura es, por lo tanto, inexorablemente el mejor antídoto para disuadir los conflictos bélicos.
*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.