Análisis
La pederastia evidencia la crisis sistémica de la Iglesia
Ha indignado la conducta de la jerarquía eclesiástica, donde se inscribe el hoy anciano Joseph Ratzinger. El comportamiento eclesiástico demuestra, hasta ahora, insensibilidad ante el dolor de las víctimas, falta de compasión al no ponerse de su lado.CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La carta de Benedicto XVI, Papa emérito, en la que pide perdón por los abusos sexuales contra menores de edad es trágicamente insuficiente. Ante los señalamientos de su comportamiento omiso cuando fue arzobispo de Múnich, su mensaje se queda muy corto. El perdón, las disculpas y la vergüenza son recursos erosionados. A fuerza de repetirlos desde Juan Pablo II, ya no dicen nada, no conmueven; por el contrario, evocan la impunidad que la Iglesia ha ejercido frente a las numerosas denuncias de víctimas.
Es cierto que la crisis mediática de la pederastia clerical estalla con fuerza bajo el pontificado de Joseph Ratzinger. La Iglesia católica fue severamente exhibida por la opinión pública mundial. Años después, en el libro Conversaciones finales (2016), Benedicto XVI reconoció con su biógrafo oficial, Peter Seewald, que los escándalos de pederastia fueron el mayor tormento de su pontificado. El Papa emérito enfrenta a sus 94 años un duro juicio de la historia.
Ahora el protagonismo es de las víctimas. Salieron del silencio para testimoniar las perturbadoras patologías sexuales de aquellos que aspiran a salvar almas. Las víctimas revelan una realidad aterradora; es decir que no se trata de casos aislados, fenómenos localizados ni manzanas podridas en un cesto sano contra las que hay que tomar medidas. Estamos ante una crisis sistémica y global que pone en entredicho el funcionamiento de una institución, en contradicción con el mensaje que pretende transmitir. Hay una discrepancia flagrante con la actitud y el mensaje de Jesús. El comportamiento institucional de encubrimiento contradice el profundo legado ético y religioso de los Evangelios.
La pederastia clerical es ante todo un acto criminal. Uno de los crímenes más despreciables que la sociedad a escala mundial ha descubierto con horror. La pedocriminalidad, usando la expresión francesa, es la profanación y el sometimiento del cuerpo de un menor para satisfacer las patologías sagradas. Es el abuso de poder de un clérigo que mancilla la inocencia de un menor. Es la imposición de la investidura del poder clerical de un actor que se siente por encima de la sociedad y, por lo tanto, impune. La pederastia es el atropello trágico que deja secuelas imborrables en los cuerpos y en las almas de las víctimas. El depredador sagrado quebranta la confianza que la sociedad ha depositado en su representación social. Abusos miserables, en su gran mayoría impunes, encubiertos por los obispos y la estructura de la Iglesia, más preocupados por proteger la imagen institucional, son parte de una cultura decadente del poder clerical que solapa la existencia de una Iglesia criminal y delincuente que se siente por encima de las leyes de una sociedad.
Ha indignado la conducta de la jerarquía eclesiástica, donde se inscribe el hoy anciano Joseph Ratzinger. El comportamiento eclesiástico demuestra, hasta ahora, insensibilidad ante el dolor de las víctimas, falta de compasión al no ponerse de su lado, no curar sus heridas, no contribuir a aliviar sus sufrimientos.
La pederastia clerical tiene un lastre de complicidades complejas. No existen respuestas ni explicaciones únicas ni unánimes sobre cómo afrontar este problema tortuoso y controvertido. Bajo cualquier enfoque y circunstancia, es una conducta injustificable por ser violatoria de la dignidad humana y especialmente de las personas más vulnerables por razón de su edad: las niñas, los niños y adolescentes. Ya no es posible pensar que los abusos en la Iglesia serían hechos esencialmente bajo la responsabilidad de quienes los cometen. Los abusos están ligados a la forma en que está estructurada la institución eclesial; simplemente no pueden ser atribuidos a individuos solos. En otras palabras, los abusos están ligados a la estructura clerical; por ello, la crisis actual es sistémica.
En todas las culturas existen bestiarios en sus mitologías. En la cultura contemporánea, el depredador sagrado es la bestia con sotana. Es el maligno que se arropa y disfraza con los símbolos de la santidad. Un ser infausto que seduce y violenta sexualmente a sus víctimas con el rostro y ropaje de un ángel. La psiquiatría moderna y las ciencias de la conducta definen el abuso sexual de un menor como un “asesinato psíquico”. Es un acto que atenta contra la identidad y el potencial del menor. Es un crimen que transgrede el desarrollo de la persona. El niño representa esa identidad humana, esa vitalidad que el pederasta ha extraviado en algún lugar de su hoja de vida. En la conducta del pederasta clerical se presenta una pulsión homicida, compulsiva y repetitiva que personifica el aspecto psicopatológico, así como el control racional le confiere una cualidad criminal propia de las psicopatías.
La voz de las víctimas lo cambió todo. El papa Francisco da su interpretación a la crisis sistémica de pederastia que enfrenta la Iglesia. Su respuesta se centra en el clericalismo, como el uso retorcido de la autoridad religiosa y la representación simbólica que hace adquirir un poder tóxico y un control sobre el otro. En el contexto de los abusos, el Papa denuncia el clericalismo, condena la apropiación sexual de personas consideradas objetos por sus abusadores y la misoginia asociada a ella. Francisco ha sentenciado: “El clericalismo genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo”.
Durante estos 25 años de denuncias de abuso sexual a menores, la Iglesia se había amurallado. El papa Francisco no pudo sostener la ciudad sitiada. El caso Ratzinger es emblemático porque confirma viejas inercias de atrincheramientos. Y pone sobre la mesa una agenda dramática para la Iglesia marcada por las inercias. Todo abuso de poder, ya sea sexual, espiritual, litúrgico, organizativo, sólo puede detenerse si aceptamos una deconstrucción verdadera del sistema clerical. Esta deconstrucción implica cambios estructurales, tanto en las formas de pensar como en el sistema institucional jerárquico. Acabar con el clericalismo y el sistema de abusos es acabar con la institución que se sustenta en la jerarquización, según la teología feminista, de la masculinidad sagrada. Un patriarcado gerontocrático exalta la primacía y los privilegios de una institución fuerte, centralista, sobre la eclesiología que reconoce la centralidad del pueblo y de la comunidad de los creyentes.
Insistimos en la necesidad de un nuevo concilio que retome de manera medular la sexualidad. Una tarea pendiente en la Iglesia y cuyo rezago se remonta a siglos.