Donald Trump
El veneno de la democracia
La unidad nacional no es un principio democrático. La democracia moderna no puede funcionar sin partidos, lo cual presupone e implica una sociedad dividida. En un sistema unitario, de plena homogeneidad ideológica, no habría necesidad de elecciones.CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–Hay dos cosas que son lamentablemente inherentes a la democracia: la confrontación y la emocionalidad. Ambas están siempre presentes en el devenir humano y ninguna es necesariamente mala por sí misma, pero cuando son mal procesadas o son tóxicas y se dan en dosis excesivas, pueden generar serios problemas. Si bien los desacuerdos manejados con racionalidad y prudencia suelen ser resueltos sin consecuencias graves, los diferendos acompañados de enfurecimiento y crispación a menudo truecan en violencia verbal o física. Por lo demás, hay emociones positivas y negativas, sanas y malsanas. Lo mismo en la vida que en la política. Pero vamos por partes.
La unidad nacional no es un principio democrático. La democracia moderna no puede funcionar sin partidos, lo cual presupone e implica una sociedad dividida. En un sistema unitario, de plena homogeneidad ideológica, no habría necesidad de elecciones. Los demócratas se agrupan en bandos y se disputan el poder. Más aún, los perdedores se dedican a criticar a los ganadores –o en el peor de los casos a sabotearlos– durante todo el periodo para el que fueron electos, mientras que los ganadores aprovechan su gobierno para socavar –por las buenas o por las malas– a los perdedores. No hay democracia sin rivalidad y sin conflicto, pues. Las naciones democráticas están, en este sentido, permanentemente partidas y enfrentadas.
Por otro lado, el amor, la empatía, la esperanza o la reconciliación influyen cada vez menos en la liza política. El odio, la discriminación, el rencor y la venganza dan más votos en esta era de la ira en que vivimos ahora. Una prueba de esto fue el triunfo de Donald Trump en Estados Unidos en 2016 y su posterior dominio del Partido Republicano. Cierto, las elecciones del pasado 8 mostraron cierto debilitamiento del trumpismo –la fuerza que tuvo en las primarias se diluyó en la contienda con los demócratas–, pero no nos engañemos: la polarización sigue y el discurso virulento está vigente.
Y es que Trump no es causa sino efecto. El enojo, el racismo y la xenofobia ya estaban ahí cuando él irrumpió en la escena electoral. El daño que su Presidencia hizo a la sociedad estadunidense fue la radicalización y el empoderamiento de esa base social: su retórica intolerante, agresiva e injuriosa justificó esos sentimientos y normalizó la mentalidad violenta. Si el presidente siente eso y habla de esa manera contra los otros, si discrimina sin pudor a las minorías –parecieron asumir los extremistas en potencia–, nosotros también podemos hacerlo. Se desechó la idea de que el resentimiento hace mal a quien lo siente, de que la inquina daña a la sociedad y debe contrarrestarse. Se dio luz verde al desenfreno de los más bajos instintos y de las pasiones más destructivas, en retroalimentación recíproca con el conspiracionismo.
Sería una magnífica noticia para Estados Unidos y para el mundo que Donald Trump perdiera el control del Partido Republicano. Pero aun si eso sucediera, no hay que perder de vista que la narrativa de su probable sucesor, el gobernador de Florida Ron DeSantis, es casi idéntica. Y es que en estos tiempos eso es lo que vende o, mejor dicho, lo que compra al electorado. Los conservadores moderados que ganaron su elección no son la regla sino la excepción. Y atención: en el Partido Demócrata la situación, aunque menos grave, tampoco alienta el optimismo. La corriente woke/cancel ha llegado a niveles preocupantes de radicalismo. Castiga por igual, y con rigor desmedido, a los fanáticos que a los simples disidentes del credo progresista, con una vehemencia que invoca peligrosamente al pensamiento único. Consciente o inconscientemente se instiga odio para combatir el odio.
¿Qué valores son los damnificados en semejante estado de cosas? La mesura, la templanza, la armonía. Es decir, la sensatez o, más claramente, la cordura. La democracia es el peor sistema que existe, Churchill dixit, con excepción de todos los demás que se han inventado, y eso significa que para funcionar bien necesita condiciones difíciles de alcanzar. Algunas de ellas son ya lugares comunes –leyes bien hechas, instituciones sólidas, contrapesos, educación, información objetiva– pero otras –las emociones y su peso e incidencia en las decisiones electorales– apenas se han discutido. El fiel de la balanza en una elección ha sido tradicionalmente lo que la gente siente, más que lo que piensa, pero hoy por hoy –como señalé antes– las candidaturas más exitosas son las que apelan a los sentimientos negativos, esos que detonan enfrentamientos y pueden llevar, en casos extremos, a la ingobernabilidad o incluso a una guerra civil.
Los regímenes democráticos dan buenos resultados cuando la emotividad se canaliza positivamente y la confrontación se procesa con un mínimo de racionalidad. Ni la unidad nacional ni la eliminación del conflicto son posibles, ni siquiera deseables o necesarias más allá de temas y situaciones límite. Una constitución –una norma fundamental– no requiere unanimidad, sólo un consenso para manejar el disenso: la comunidad se pone de acuerdo para saber qué hacer cuando no esté de acuerdo. Por eso la ira que hoy se extiende en el mundo como una pandemia es potencialmente mortal para la democracia, porque infecta al corazón humano, que es el órgano que a fin de cuentas decide quién va a gobernar. Y si el corazón del ciudadano recibe veneno, el gobierno será venenoso y la sociedad acabará envenenada.