Violencia

Violencia y poder

En México se exacerbó en 2006 durante el gobierno de Felipe Calderón y su guerra contra el narcotráfico. A partir de entonces, la pasión que genera la adicción a la supervivencia ha crecido hasta ocupar una gran parte de nuestra vida social y política.
miércoles, 26 de enero de 2022 · 14:56

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Elías Canetti, ese gran estudioso del poder que inspiró mi artículo En el espejo de Hitler (Proceso 2354) para tratar de entender algo de la psicología de López Obrador, tiene un ensayo, Poder y supervivencia, que intenta explicar uno de los mecanismos que están en la base de la violencia que se ha apoderado de México.

Según Canetti hay, en el fondo del terror y la aflicción que nos causa la presencia de un muerto, la sensación de haberlo sobrevivido, de que el muerto es el otro; “un triunfo que permanece oculto y a nadie confesamos, ni siquiera a nosotros mismos”. Algo que, si llegamos a percibir, lo minimizamos obligados por la vergüenza, pero que, nos guste o no, crea una sensación de poder. Al mismo tiempo que el muerto alimenta nuestro miedo y repulsión a la muerte, es él “quien ha muerto en nuestro lugar” y eso produce la “impresión de que hemos crecido un poco”, de que sobrepasamos la muerte.

Pero no siempre es posible ocultarlo. Está en el fondo de toda violencia, es decir, en todo acto que busca derribar a otro, dominarlo, someterlo –una forma simbólica de matarlo–. Su expresión más clara, dice Canetti, está en las violencias más primitivas, de las que el box o las artes mixtas son su expresión domesticada. Quien se lanza a combatir sabe que se arriesga a ser vencido. Pero si vence “siente aumentar su propia fuerza y afrontará con más energía al siguiente adversario”. Conforme vence crece su sensación de invulnerabilidad. Es como si su cuerpo se revistiera de un poder sobrehumano. El prestigio y el temor que impone, así como el sentimiento de su propia grandeza, “se componen de todos los instantes en que se ha alzado victorioso sobre un enemigo abatido”. Se le teme y, muchas veces, se le admira “por la superioridad que le confiere su propia sensación de invulnerabilidad (de ser un superviviente). Él mismo desafía sin ningún escrúpulo a quien no se le somete”. A esa sensación de invulnerabilidad contribuye la ausencia de justicia: la impunidad refuerza la victoria.

Los relatos épicos, ya sean antiguos o modernos, están llenos de eso. Es su tela de fondo. En México, desde la historia de Huitzilopochtli hasta el Himno Nacional, pasando por el canon de la historia patria que se enseña en las escuelas, los corridos, los ahora narcocorridos, las series de narcos y los videojuegos, los héroes que los protagonizan –sean “buenos” o “malos”– están construidos con los cuerpos de los vencidos, de los caídos, de los sometidos y los muertos.

Cuando esa experiencia sale de sus marcos puramente narrativos y de las contenciones morales que hay en nosotros frente a la experiencia de la muerte, y se desata en la vida social, sin ninguna sanción jurídica, se vuelve, dice Canetti, una especie de adicción que no sólo busca repetirse, sino crecer hasta convertirse en una pasión insaciable. “Quien se halle poseído por ella se apropiará de las formas de vida social de su entorno, poniéndolas al servicio de esa pasión”.

En México se exacerbó en 2006 durante el gobierno de Felipe Calderón y su guerra contra el narcotráfico. A partir de entonces, la pasión que genera la adicción a la supervivencia ha crecido hasta ocupar una gran parte de nuestra vida social y política a lo largo y ancho de los mil 973 km2 del territorio nacional.

Ya sea en sus formas menos virulentas –la violencia doméstica, el hostigamiento sexual, el maltrato, la coacción psicológica, la intimidación a través de las redes sociales incluyendo las descalificaciones, insultos, difamaciones que, disfrazados de una política de la “verdad”, López Obrador ejerce desde el patíbulo de la “mañanera”– o en sus formas más sanguinarias –los asesinatos en lugares públicos, los enfrentamientos en territorios civiles, las masacres, los cuerpos torturados, desmembrados, decapitados y exhibidos públicamente o desenterrados de fosas clandestinas–, lo que vemos a diario en México es la pasión sistemática y desbordada del poder y de sus mecanismos más oscuros.

Todos nos quejamos de su presencia. Algunos la resisten con la palabra; otros, desbordados por la violencia extrema de las armas, con el poder mismo de las armas, pero no osamos contenerla como sociedad; no osamos ponerla como el tema fundamental de nuestras prioridades humanas para detenerla.

Quizá esto se deba a que atrapados por esa misma pasión nos hemos vuelto parte de ella por temor o complicidad. Quizá porque, aun cuando no la ejerzamos de manera brutal en nuestras relaciones diarias –siempre, en algún momento, ejercemos de una u otra manera violencia– experimentamos en la muerte o en la humillación de los otros, el mismo sentimiento de supervivencia que Canetti encontró en los pliegues más recónditos de nuestras vidas cuando nos enfrentamos a la muerte o la derrota de otro.

Sea lo que sea, esa pasión se apoderó del país hace mucho y crece con la solidaridad de todos.

Encarar, sin embargo, esa sensación de triunfo y poder que ocultamos cuando nos confrontamos con un muerto, y aceptar que ella es una parte tan nuestra como la que nos lleva a ir en socorro de otro, es una forma de empezar a controlarla en nuestras vidas personales, a mantenerla o devolverla a los límites en los que lo humano todavía es posible en un mundo desfigurado.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México. 

Este análisis forma parte del número 2360 de la edición impresa de Proceso, publicado el 23 de enero de 2022, cuya edición digital puede adquirir en este enlace

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