Afganistán

La paranoica vuelta de los talibanes

La identidad monolítica, la demonización del Otro (con mayúscula), la persecución preventiva, el control y la aniquilación son todas prácticas talibanes que se apropiaron de Afganistán hace dos décadas y que podrían volver a ganar terreno en el presente.
martes, 24 de agosto de 2021 · 10:56

Ciudad de México (apro).- Cuando la paranoia y el poder respiran juntos, la humanidad está en peligro.

El regreso del grupo fundamentalista talibán a Kabul y el derrocamiento del gobierno afgano encabezado por el presidente Ashraf Ghani revivió los fantasmas que hace 20 años fueron responsables de provocar tanto terror.

Aquellos talibanes que protegieron a Al-Qaeda y a su líder, Osama Bin Laden, podrían no ser los mismos que tomaron el poder en la capital afgana. La nueva generación asegura que respetará los derechos de las mujeres y también el pluralismo político.

Sin embargo, tales discursos no son creíbles, porque el fundamentalismo religioso sigue siendo característica principal de este grupo, formado exclusivamente por varones, y también los rasgos paranoicos a partir de los cuales los talibanes construyeron las bases de su poder.

Son estos rasgos paranoicos los que más deberían preocupar, sobre todo porque son contagiosos, dentro y fuera de la comunidad que los experimenta.

La identidad monolítica, la demonización del Otro (con mayúscula), la persecución preventiva, el control y la aniquilación son todas prácticas talibanes que se apropiaron de Afganistán hace dos décadas y que podrían volver a ganar terreno en el presente.

Hace cuatro años el filosofo español Antonio Rivera García publicó un texto muy pertinente para explorar tanto el fundamentalismo como el populismo de nuestros tiempos, fenómenos que se alimentan del mismo mal paranoico.

En Paranoia política contemporánea, un caso de gnosticismo político, Rivera revisa argumentos de Elias Canetti, Sigmund Freud y Jacques Lacan sobre un trastorno que, si bien invade la mente de la persona en lo individual, puede también convertirse en una enfermedad social generalizada.

El primer problema de la persona que sufre paranoia es la relación deformada que ella establece consigo misma. Parafraseando en sentido inverso al poeta Rimbaud, el problema del Yo es que no soporta ser el Otro.

El Yo que petrifica su identidad, que está convencido de poseer la única verdad, sin fisuras, sin contradicciones ni conflictos.

La certeza delirante, diría Rivera García –y también infantil– de una inocencia completa, perfecta, purísima.

Para quien padece paranoia, el conflicto siempre está fuera de su persona: es ajeno, extranjero, marginal.

La paranoia no permite en el sujeto que las neuronas espejo propicien la empatía. Todo lo contrario, pronuncia una distinción drástica entre los amigos y los enemigos, entre el bien (supuesto) y el mal (también supuesto), entre lo permitido y lo prohibido.

La paranoia es alérgica a la incertidumbre y por tanto es adversaria de la tolerancia, de la conversación plural, de la negociación o la contemporización.

Adelanta Rivera: “el Otro odiado coincide con aquello de mí mismo que no estoy dispuesto a reconocer como propio (…) Sólo de este modo, atribuyendo a un rival todo el mal, la impureza (…) puede conservar(se) una identidad cerrada y sin dialéctica”.

Luego, para la persona paranoica la responsabilidad del mal –de la expectativa no cumplida– siempre estará en manos del Otro. Cualquier derrota, sea electoral, militar, económica, deportiva, personal o grupal únicamente puede ser atribuida al fantasma del adversario.

Ante tan tremendo choque entre el Yo y el Otro, ante la absoluta imposibilidad de su reconciliación, la paranoia mueve a quien la padece hacia una estrategia extrema de defensa.

Entonces la persona opta por ser la primera en perseguir. Si el Otro es real o potencialmente una amenaza, mejor golpear que ser golpeado y hacerlo de la manera más definitiva y contundente para no correr ningún riesgo.

La paranoia mezclada con el poder político deriva –dice Rivera– en una máquina que pretende dominarlo todo: el lenguaje, el rito, la verdad, la opinión, las instituciones, la sexualidad, la moralidad, la vida, la muerte, lo válido y lo falso, el ruido y también el silencio.

Esa maquinaria conspira primero para perseguir y luego para destruir al Otro, para erradicarlo, para eliminarlo.

Así actuaron los talibanes en el poder hasta que fueron derrotados y cabe temer que, de nuevo, así lo harán ahora que están de vuelta.

Por eso temen las mujeres, las minorías religiosas y étnicas, las voces liberales, dentro y fuera del Islam. Por eso temen también los países que antes sufrieron la paranoia talibán y el terrorismo de Al-Qaeda.

Temor que igual podría ser paranoico, porque este trastorno es contagioso. No sólo lo padece el Yo sino también el Otro, quien no está a salvo de sucumbir ante sus pulsiones y su potencia destructora.

Los talibanes son un grupo religioso fundamentalista cuyo principal cemento es la paranoia, pero no tienen en modo alguno el monopolio de este padecimiento.

El mundo entero puede sufrir el mismo mal, frente a los talibanes o cualquier otra expresión ajena a la identidad propia.

La paranoia en la era contemporánea explica algunos de los males más perniciosos de nuestra humanidad. Por ello el fenómeno del gnosticismo político –es decir, de la anulación del adversario desde la política– merece ser mejor estudiado.

Para comenzar recomiendo mucho el texto de Antonio Rivera García, profesor de la Universidad Complutense de Madrid.   

Este análisis forma parte del número 2338 de la edición impresa de Proceso, publicado el 22 de agosto de 2021, cuya edición digital puede adquirir en este enlace

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