Denise Dresser
Coronavirus en México: matar mintiendo
En la crisis de covid-19, en México se actuó tarde, se actuó de manera vacilante y contradictoria, se minimizó la gravedad y la magnitud del problema y se mintió.México doliente. México enlutado. México entre los países con más muertes y más contagios por covid-19, por más que el gobierno lo niegue y sus seguidores incondicionales lo crean. Los funcionarios mienten pero las cifras no y están ahí: frías, inertes, pero reveladoras de una tragedia que pudo haber sido evitada con más honestidad y mejores políticas públicas.
Como argumenta Laurie Ann Ximénez-Fyvie en el libro Un daño irreparable: la criminal gestión de la pandemia en México, “los resultados que hoy vivimos son una consecuencia directa de las decisiones que se han tomado para enfrentar el problema”. Teníamos tiempo, aprendizaje previo, un equipo epidemiológico experimentado con el cual enfrentar el reto. Pero hemos fracasado, como gobierno y como sociedad.
Por los que no usaron y no usan el cubrebocas, por los que violan las disposiciones de sana distancia y van de fiesta en fiesta, de reunión en reunión, contagiándose y contagiando a otros. Indudablemente ha habido irresponsabilidad individual y colectiva. Pero la irresponsabilidad mayor recae sobre los hombros de quienes –desde el poder– han mentido, tergiversado, minimizado y confundido.
Empezando por Hugo López-Gatell, quien enfrentará no sólo el juicio de la historia, sino el de sus pares en el mundo científico donde nunca más volverá a ser visto con buenos ojos o tomado con seriedad. Por todo lo que dijo desde el inicio de la pandemia, y por todo lo que sigue diciendo ahora, en su momento más álgido.
Que el covid-19 no era más grave que la influenza, cuando recorría el mundo dejando estelas de muerte. Que todo estaba previsto y preparado –incluyendo la compra de equipo protector para el personal de salud y la reconversión hospitalaria– cuando no fue así. Que el modelo Centinela sería suficiente para detectar y mapear los contagios, cuando se requería un esfuerzo mucho mayor de rastreo de contagios y aislamiento de los contagiados. Que no era necesario hacer pruebas masivas a la población porque “no tenía lógica científica”. Que los casos asintomáticos no contagiaban la enfermedad. Conferencias repletas de explicaciones que contradecían los principios básicos de contención epidemiológica de las enfermedades transmisibles.
El mensaje implícito transmitido a la población fue que el covid-19 era sólo una más de tantas infecciones respiratorias virales que se curan espontáneamente sin intervención, y conlleva un riesgo minúsculo de muerte. Como me lo dijo López-Gatell en marzo de 2020, México estaba haciendo lo que hacía Suecia. En pocas palabras, apostarle a la “inmunidad de rebaño”.
Meses después Suecia abandonaría esa estrategia luego de un mea culpa de sus autoridades sanitarias por haber permitido un número inaceptable de muertes. México ya lleva más de 150 mil según los datos oficiales, y de acuerdo con los estudios llevados a cabo sobre excesos de mortalidad, esa cifra habría que multiplicarla por tres. Para cuando se logre vacunar a 75% de la población, y aun suponiendo que se cumpla el calendario previsto, alrededor de 600 mil mexicanos habrán perdido la vida de manera innecesaria.
Sí, es cierto que México es un país de comorbilidades y pachangueros y un sistema de salud precario y la pandemia está produciendo estragos en múltiples latitudes. Pero eso no explica la dimensión del mal desempeño. Aquí la crisis se agravó –como en otros países donde la pandemia se ha salido de control– porque se actuó tarde, se actuó de manera vacilante y contradictoria, se minimizó la gravedad y la magnitud del problema y se mintió.
Se promovieron mensajes confusos sobre la utilidad del cubrebocas. Se defendió el modelo Centinela, sólo para después desestimarlo. Se presumió el semáforo epidemiológico, para luego ignorarlo y manipular sus estándares con tal de no aplicarlo en la CDMX en diciembre de 2020, aunque la evidencia sugería que era imperativo.
Así, López-Gatell y su séquito fueron dando tumbos de ocurrencias y marometas y tergiversaciones y falsedades, mientras la tasa de letalidad en México se volvía la más alta del mundo; mientras fallecían más miembros del personal de salud que en cualquier otra parte; mientras el gobierno se negaba a apoyar económicamente a los más vulnerables para que pudieran quedarse en casa.
Y no porque buscaran la muerte deliberada de tantos, sino por algo menos conspiracionista. López-Gatell “es un político que procura asegurar y engrandecer su posición agradando con soluciones expeditas y económicas a su jefe, el presidente de la República”. Probablemente ha sabido qué se tendría que haber hecho y hacer para contener la catástrofe, pero ha tomado la decisión de ser político en lugar de ser científico. Viajando a Zipolite, paseando por la playa, hablando por teléfono en el avión y todo sin cubrebocas, justificando una estrategia de vacunación basada en la improvisación teñida por la politización.
Imperdonable, entonces, que el propio presidente mantenga una postura de rechazo a la realidad que lo llevó incluso a contagiarse, cuando –por responsabilidad política– debió haberse vacunado. Imperdonable la capacidad para rectificar y cambiar de rumbo ante la evidencia creciente de que México va por mal camino. Imperdonable la actitud autocongratulatoria y soberbia de López-Gatell, que corre en contra de la evidencia acumulada y la crítica internacional.
Imperdonable la diseminación de tantas falsedades sobre la compra de vacunas que nunca se dio, los contratos que nunca existieron, los calendarios de aplicación que no se cumplirán. Sam Harris lo subraya en el libro Lying: la mentira es el camino real al caos. Fomenta la desconfianza, la falta de colaboración, la negación de lo que realmente ocurre. Produce muertes dolorosas, sin sentido, que podrían haberse evitado con una mayor dosis de verdad. Y la Gran Mentira contada en México sobre la contención de la pandemia ha producido un daño irreparable.