Covid 19

Sobre la serenidad

Quizá sea ingenuo pedir serenidad en estos tiempos –sobre todo a quienes gobiernan– y, sin embargo, la ausencia de esta virtud humana hace difícil imaginar, hacia delante, épocas menos adversas.
jueves, 30 de diciembre de 2021 · 09:06

CIUDAD DE MÉXICO (apro).-Éste que está por concluir no ha sido un año sereno. Desafiaron lo cotidiano en este 2021 el caos que trajo la pandemia, las dificultades económicas, el miedo a la violencia y la radicalización de la política.

Tanto las emociones íntimas como las públicas se pronunciaron a favor de la agitación. Fuera quedó cualquier posibilidad de abrazar reflexivamente las grandes utopías que nos reúnen.

Quizá sea ingenuo pedir serenidad en estos tiempos –sobre todo a quienes gobiernan– y, sin embargo, la ausencia de esta virtud humana hace difícil imaginar, hacia delante, épocas menos adversas.

Predomina el malestar y por tanto también la ira, la que proviene de la indignación y aquella que justifica el ánimo pendenciero.

La ira recorre el planeta montada en una larga serie de argumentos que quieren dejar atrás, entre otros males, a la discriminación y la violencia, el patriarcado y los privilegios, la concentración de la riqueza y el clasismo, la corrupción y el mal gobierno.

La ira es un sentimiento que nombra, ofrece conciencia y moviliza; por eso es capaz de detonar revoluciones.

La política contemporánea le debe mucho a la ira: los indignados, el feminismo de cuarta ola, el movimiento Black Lives Matter, Podemos en España, Gabriel Boric en Chile, Andrés Manuel López Obrador en México, Pedro Castillo en Perú, Cinco Estrellas en Italia, la República en Marcha de Emmanuel Macron en Francia y el paro nacional en Colombia son todas expresiones que han galvanizado una extensa base social –la mayoría de las veces capaz de expresarse en las urnas– gracias a una idea más o menos radical de justicia.

Tal como advierte en su libro La ira y el perdón la filósofa estadunidense Martha Nussbaum, “hacer que las personas se den cuenta del carácter injusto del trato de la sociedad es el primer paso para el progreso social”.

Sin embargo, diría también Nussbaum, que la ira no es una emoción que deba prolongarse en el tiempo, porque así es como da paso a la venganza que, en vez de transformar, sala la tierra donde deberían germinar los cambios.

En efecto, la iracundia vengativa perpetúa el caos porque es desproporcionada; lejos de equilibrar la balanza termina quebrándola, no conoce la contención, es obsesiva y también irracional.

Cuando la justicia revolucionaria no deviene en justicia política –es decir, en leyes e instituciones basadas en argumentos–, la ira es la llave que abre la puerta a la política del resentimiento.

Decía el filósofo inglés del siglo XVII Joseph Butler, que cuando el resentimiento se hace masivo –cuando se convierte en el principal cemento que reúne al conjunto– debemos esperar lo peor.

El resentimiento es una de las expresiones más pueriles del narcicismo. Quien bebe de sus aguas predica una supuesta superioridad moral: la política del rencor no quiere restituir justicia ni igualar ni enfrentar las asimetrías o promover la honestidad, sino elevar a quien la ejerce para humillar, descartar y menospreciar al semejante.

Este es el razonamiento principal de Nussbaum: la justicia revolucionaria sin justicia política (leyes e instituciones) deriva en una acción resentida de masa dispuesta para amplificar la arbitrariedad.

El Terror de la Revolución Francesa, la Inquisición de la Iglesia católica, el genocidio nazi o la Revolución Cultural en China son algunos, entre muchos ejemplos históricos, del destino al que conduce la política que apela al resentimiento.

Hay un elemento principal que impide a la ira convertirse en venganza y a la revolución en política rencorosa. Se trata de la noción de futuro. Mientras la venganza y el encono son emociones ancladas en el pasado, la transformación y la justicia miran hacia el porvenir.

En efecto, no hay resentimiento que contagie sin antes apelar a lo que sucedió ayer. El rencor se alimenta de lo que fue, se sostiene de las injusticias cometidas por las generaciones previas. El resentido no puede vivir el presente ni reflexionar sobre lo que viene: el pasado lo ocupa todo, lo aliena y le arrebata identidad.

La noción de futuro, en cambio, obliga a reconciliar como única vía para trascender las razones de la ira. Para ser viable, la conciliación no puede negar los argumentos que provocaron el malestar, pero requiere ir más allá.

Pide echar mano de la política de la aproximación que se encuentra justo en la orilla opuesta del resentimiento.

No se trata de perdonar, mucho menos de olvidar los agravios, sino de acomodar con virtud a quienes coexisten dentro de la misma comunidad, bajo reglas e instituciones reformadas con el propósito deliberado de conjurar los motivos originales de la ira.

Ese acomodo reconciliatorio únicamente puede lograrse a partir de la serenidad. Es decir, dejando atrás las furias para que su lugar lo ocupen la justicia reflexiva, el diálogo, el respeto y la negociación.

No creo que en 2022 habrá lugar para la serenidad, tampoco para la reconciliación, pero en estas fechas de celebración nos merecemos imaginar lo deseable, aunque sea por un instante. 

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