Violencia
Enfrentar la violencia
Como desde hace más de 10 años y de maneras cada vez peores e intensas, todos los días nos enteramos de espantosas masacres, de zonas del territorio tomadas por el crimen organizado, de grupos que se arman para defenderse, de campos de la muerte, como el de la Bartolina en el noreste del país.Para el EZLN, por sus lecciones de dignidad y de empatía con las víctimas.
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La violencia y la impunidad no cesan; tampoco las intrincadas redes de complicidad entre el Estado y el crimen organizado que las hacen posibles. Como desde hace más de 10 años y de maneras cada vez peores e intensas, todos los días nos enteramos de espantosas masacres, de zonas del territorio tomadas por el crimen organizado, de grupos que se arman para defenderse, de campos de la muerte, como el de la Bartolina en el noreste del país, de fosas clandestinas, de grandes violaciones a derechos humanos en las fronteras de México, de alianzas entre el crimen organizado, los partidos, intereses empresariales y puestos de gobierno (Cabeza de Vaca en Tamaulipas, los Salgado en Guerrero, los Gallardo en San Luis Potosí y ahora, gracias al comunicado del EZLN del 19 de septiembre, “Chiapas al borde de la guerra civil”, Rutilio Escandón en esa zona del país), de persecuciones a la comunidad científica y a los intelectuales. Detrás de los desquiciados discursos de “la mañanera” y de estériles discusiones en los medios, el país se pudre y hiede de muerte, miedo, impunidad y odio.
Ciertamente hay respuestas: denuncias de organizaciones de derechos humanos y de la prensa, movilizaciones, acciones del gobierno para el control de daños cuando el crimen, como en el caso del explosivo en un restaurante de Salamanca, adquiere una dimensión mediática. Pero esas respuestas son aisladas, como si la violencia y la impunidad en el país fueran hechos que suceden de manera desconectada y no el síntoma de un fenómeno que tiene que ver con un Estado degradado y capturado por intereses criminales. Seguir tratando la descomposición del país así, es decir, como problemas desvinculados –Ayotzinapa, por ejemplo, y no los 90 mil desaparecidos; los feminicidios y no los más de 300 mil asesinatos; los miles de kilos de masa humana en la Bartolina y no las más de 4 mil fosas clandestinas; los paramilitares de la ORCAO, financiados por Rutilo Escandón en Chiapas y no, junto con ello, los territorios tomados por cárteles en Michoacán, Guanajuato, Sonora, Chihuahua, etcétera–, es tratar la violencia y la impunidad como un asunto de negociaciones particulares con un Estado criminal, es decir, como un asunto de negociación identitaria: los indígenas, las mujeres, los desaparecidos, representados por tal o cual organización, los indocumentados, los desplazados…
Las resistencias y las negociaciones identitarias, como lo señala Slavoj Zizek, se adaptan perfectamente no sólo “a una sociedad despolitizada”, sino, agrego yo, a una sociedad anestesiada en su capacidad de indignación y de respuesta, y a un Estado que dice tener en cuenta a cada grupo para conferirle su estatus particular de víctima. Tratar un grave problema de violencia e impunidad de dimensiones nacionales, como el que desde hace más de 10 años padecemos, desde la perspectiva de reivindicaciones específicas que deben resolverse de manera particular, no sólo es “la muerte de la verdadera política” sino la legitimación de la violencia.
Una verdadera política contra la violencia y la impunidad sólo es posible si mediante una unidad y una movilización nacional, el tema de la violencia y la impunidad deja de ser un pretexto para negociaciones identitarias y se vuelve una agenda de todos que obligue a las partes sanas del Estado a crear y accionar una política no de gobierno, sino de Estado que, a mediano y largo plazos, pueda devolverle al país el suelo de justicia y paz que le pertenece. Hay, para ello, una propuesta de Justicia Transicional, acordada y traicionada por la mal llamada 4T, que no ha sido lo suficientemente entendida ni discutida por las organizaciones identitarias. Puede haber otras. Pero para ello, las organizaciones identitarias deberían reunirse y crear una agenda común, respaldada por la prensa, que trabaje en esa unidad y en esa movilización.
Hace unos meses, el 16 de julio, con motivo de la consulta popular sobre la justicia, que los intereses identitarios de Morena quisieron reducir a un juicio a los expresidentes, el EZLN llamó –en una misiva que tituló “La Extemporánea y una Iniciativa Nacional”–, no sólo a una movilización por “una Comisión de la Verdad y la Justicia para las Víctimas […] Porque no puede haber vida sin verdad y justicia”, sino a conformar un “Frente de lucha por la vida” “con el Congreso Nacional Indígena-CIG, la Sexta nacional, las Redes de Resistencia y Rebeldía, Organizaciones No Gubernamentales de defensa de los Derechos Humanos, colectivos de Víctimas de la violencia, familiares de desaparecid@s y afines, así como con artistas e intelectuales”.
Yo y muchos esperábamos y continuamos esperando todavía ese encuentro fundamental.
Es el EZLN, cuya autoridad moral, cuyos 27 años de resistencia son indiscutibles, el único que puede convocar y hacer posible en sus territorios ese encuentro que derive en una agenda común de verdad, justicia y paz, y en una gran movilización nacional.
Sin ello no habrá ya suelo ni país ni democracia ni dignidad alguna. Sólo un mundo de seres pidiendo a sus verdugos ser reconocidos en su particular estatus de víctimas. No en vano la teología imaginó el infierno como un orden penitencial.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.