Decía Orwell, y con razón, que “si la libertad significa algo, significa el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír”. El derecho a criticar, disentir y debatir sin represalias por parte del poder. Y cuando esa libertad se ve asechada, hay que defenderla, pero no selectivamente. Hay que defenderla siempre, trátese de quien se trate. Alzar la voz ante la censura, como yo lo he hecho desde hace años en el caso de Carmen Aristegui, en el caso de Gutiérrez Vivó, en el caso de Lydia Cacho, en el caso de tantos periodistas más agredidos por el gobierno en turno.
Ser demócrata implica
señalar cualquier abuso de poder, aun cuando se trate del presidente y del proyecto por el cual voté, con la esperanza de corregir una transición trunca y enderezar el rumbo perdido.
Ser demócrata no implica la lealtad incondicional ni la defensa de lo indefendible. Porque voté por Andrés Manuel López Obrador y la expectativa de cambio que engendró, mi derecho y mi obligación es
mantener alta la vara de medición y no permitir acciones y decisiones que jamás hubiéramos tolerado de sus predecesores.
El hecho de que encabece lo que llama un “cambio de régimen” o una “Cuarta Transformación” o una “revolución de las conciencias”
no debe otorgarle la capacidad de usar su poder de forma abusiva o antidemocrática. Y
AMLO está abusando de su poder.
Abusa cuando
gobierna por decreto, saltándose los límites constitucionales como lo ha hecho para militarizar aún más a México. Abusa cuando politiza y partidiza las instituciones, como lo ha hecho con la CNDH y los órganos concebidos para ser autónomos. Abusa cuando utiliza el aparato del Estado para perseguir a quienes percibe como adversarios, mientras cierra los ojos ante la corrupción dentro de su propio gobierno. Y abusa cuando utiliza el púlpito más poderoso del país para descalificar, acusar, difamar o, como lo ha señalado Sara Sefchovich, “meter a todos los críticos en el mismo saco”.
AMLO no es un ciudadano más ni la mañanera es un “diálogo circular” con interlocutores al mismo nivel, ni con la misma capacidad de acción o defensa. Cuando el presidente denuesta a una persona o a un periódico desde ahí, le coloca un tiro al blanco en la espalda y da permiso para que todos sus seguidores apunten a matar.
Las palabras del presidente importan porque detrás de ellas está todo el peso del Estado, y lo activa. He ahí el comportamiento discrecional de la UIF y la SFP, abriendo investigaciones para acompañar la agenda personal del presidente. He ahí al ejército de trolls y bots convertidos en jauría que despedaza a quien ose discrepar, y nunca falta la diaria amenaza de muerte. Ese clima de denostación tiene efectos en cómo se percibe a los críticos; en cómo se les trata.
No es necesaria una consigna presidencial para censurar.
En 2020 se han producido 45% más agresiones contra periodistas que en el año previo y los asesinatos continúan.
Los problemas del pasado no sólo persisten; la conducta del presidente y sus seguidores incondicionales los han agravado.
Por eso la preocupación manifestada por quienes han sido aliados históricos en la defensa de la libertad de expresión, como Artículo 19, Amnistía Internacional, el relator para la Libertad de Expresión de las Naciones Unidas y tantas organizaciones más, incluyendo muchas de izquierda.
De la estigmatización a la violencia sólo hay un paso, y más aún en un país donde se mata a periodistas sin consecuencia, investigación o sanción.
El presidente va normalizando conductas y expresiones y descalificaciones con efectos tóxicos para la convivencia y el debate público.
También Trump se refiere a la prensa como “el enemigo del pueblo” y, como resultado, los crímenes de odio han crecido de manera alarmante. Hoy intenta ganar la elección recurriendo a las armas de la polarización, y desata la furia de la marabunta moral en contra de nuestros propios connacionales.
Firmar un desplegado plural alertando contra esos peligros no constituye un aval a todos los abajofirmantes,
no significa defender a miembros selectos de una cúpula intelectual que se benefició de su cercanía con el poder prianista, no entraña estar de acuerdo con las posturas políticas de quienes lo suscribieron, no implica sugerir que AMLO descompone una democracia prístina cuando la nuestra ha sido tan disfuncional, no implica la añoranza por el monólogo intelectual ni por los monopolios de la verdad.
Sí significa exigirle al presidente que use sus palabras cívicamente, constructivamente, responsablemente. Sí significa –al menos en mi caso– un acto de congruencia ante libertades amenazadas hoy, como fueron amenazadas ayer.
Hoy veo con preocupación cómo
esos viejos vicios no se exorcizan; se reproducen, sólo que con otros amigos y otros enemigos.
Yo voté por el cambio, no por la mimetización justificada como revolución.
No sustituiré la crítica por la adulación; el compromiso con ideales democráticos y de equidad, por el silencio cuando son traicionados. No avalaré el relevo del monopolio de la verdad del pasado, por el monopolio de la verdad del presente, ni el recambio de un clan de intelectuales orgánicos por otro, ni la sustitución por unos amos y señores del pensamiento por otros, obsesionados con desacreditar a cualquiera que no piense de la misma manera.
Precisamente porque peleamos durante décadas contra los privatizadores de la palabra, contra los monopolios televisivos, contra el aparato mediático oligárquico,
no podemos permitir que se reproduzcan, pero ahora encumbrados por la supuesta superioridad moral de la Cuarta Purificación.
Precisamente porque luchamos durante años contra los saqueos, la violencia de Estado y la corrupción,
no debemos cerrar los ojos cuando ocurre lo que parece una simple mutación de la mafia en el poder. Que no se calle a nadie y menos a quienes señalan los defectos de lo que Jorge Hernández Campos llamó “ese pétreo mascarón” que es el poder.
Este texto forma parte del número 2291 de la edición impresa de Proceso, publicado el 27 de septiembre de 2020, y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí