CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Andrés Manuel López Obrador es un hombre ideológicamente ecléctico. No es socialista, aunque simpatiza con algunas ideas del socialismo, y no es liberal en ninguna de las acepciones del liberalismo, por más que se proclame como tal. Propone un Estado de bienestar y tiene rasgos doctrinarios del conservadurismo y del cristianismo, pero tampoco es socialdemócrata ni democristiano (véase mi trilogía “Descifrando a AMLO” en Proceso 2210, 2212 y 2214).
Es casi inclasificable, y sólo se me ocurre crearle una casilla de populismo de ornitorrinco, dicho sea con todo respeto y a falta de un mejor término: la mezcla de piezas muy dispares –incluyendo una versión intuitiva de la cultura woke/cancel aplicada a comunidades indígenas– con el rechazo a intermediarios entre el líder y el pueblo, un común denominador de los populistas a quienes entronizó la crisis de la democracia representativa.
El eclecticismo de AMLO explica la heterogeneidad de su base social y la pluralidad de Morena. En el lopezobradorismo coexisten desde marxistas más o menos ortodoxos y librepensadores ateos hasta empresarios que rondan el laissez faire y practicantes del cristianismo militante y hasta del esoterismo. De hecho, como he sostenido en este espacio, los interminables pleitos de las tribus morenistas se corresponden con las batallas que se libran en el fuero interno del propio AMLO, donde se enfrentan sus yos contradictorios. Pero es importante advertir que la realidad ha reducido la liza a dos bloques: el de los radicales y el de los moderados. Unos pugnan por agudizar contradicciones –con la inopinada ayuda de sus opositores de ultraderecha, por cierto– y por arrojar el “peso del águila” sobre la oposición para aplastarla, mientras otros rechazan polarizar más a la sociedad y piden una reconciliación.
La disputa parece haberse zanjado. Antes de la pandemia, a AMLO le bastaba su popularidad para prevalecer. Ya no. Por eso se ha radicalizado en dos sentidos: 1) recrudeció su beligerancia y amplió su arsenal ofensivo, y 2) profundizó su disociación de justicia y ley. Del primer caso sobran indicios. Al inicio de su gobierno usaba contra sus “adversarios” la fuerza de su liderazgo y las benditas redes sociales. Ahora, en una reformulación de la sentencia juarista –a los amigos gracia y a los enemigos desgracia–, les echa encima todo el poder de la institución presidencial, con el Sistema de Administración Tributaria, la Unidad de Inteligencia Financiera, la
Fiscalía General –cuya autonomía es en los hechos relativa–, la Secretaría de la Función Pública y la Cancillería. Las auditorías y las averiguaciones a modo a empresarios y líderes partidistas non gratos, el combate selectivo a la corrupción con la denuncia de Lozoya como emblema, el proceso a García Luna, la sanción a Nexos, todo le sirve para debilitar a sus opositores de cara a las elecciones de 2021 y 2024 y a la revocación de mandato en 2022.
En el segundo caso se asoma una vieja noción que hermana a AMLO con los pocos pero influyentes abanderados de Marx en la 4T. Me refiero a su proclividad a desconfiar de la justicia institucional de un Estado percibido, a fin de cuentas, como garante de los intereses de la burguesía. Aunque para esos obradoristas el origen de la desconfianza pueda estar en la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel y para él sea más intuitivo que teórico, el resultado es el mismo: pone a “la voluntad del pueblo” –orientado por el adalid, desde luego– por encima del derecho penal. Soslaya el hecho de que si bien la ley es a menudo injusta, por mal hecha o por mal aplicada, fuera de los cauces jurídicos la justicia suele degenerar en venganza. El problema es que aquí entra en juego otro sello distintivo de AMLO, que es su insaciable sed de discrecionalidad. Puesto que se asume como un hombre honesto y justo, considera innecesarias las restricciones legales a su voluntarismo; no solo los contrapesos –originalmente diseñados para contener a gobernantes corruptos y hoy estorbos a su transformación–, sino también los tiempos y formas procesales, que deben supeditarse a consultas cuando él lo juzgue pertinente. No repara en que algo similar se ensayó en el despotismo ilustrado, el cual fue derruido por atrabiliario y dañino, ni en que las dictaduras que han querido recrearlo con la falacia del tirano honrado –así quisieron legitimar a Porfirio Díaz, uno de sus villanos favoritos– acabaron en estallidos sociales.
AMLO se ha decantado. Ha apostado por la radicalización autoritaria, aunque lo que sus simpatizantes radicales quisieran es que que mueva la política económica a la izquierda. Pero la 4T no se inspira en Venezuela y está, contra lo que algunos creen, más cerca de Trump que de Maduro; su intención es abrir paso a su proyecto ecléctico vía un autoritarismo impracticable en la plenitud del Estado de derecho. AMLO ya no tendrá razón al jactarse de ser distinto a sus predecesores, al menos no en los medios. Se igualó a ellos en el abuso del aparato coercitivo del presidencialismo: utiliza a la SRE para aliarse con el presidente más reaccionario, racista y antimexicano que ha tenido Estados Unidos, y al SAT, a la UIF, a la FGR y a la SFP para doblegar a manotazos patrimonialistas a sus “adversarios”. Asentar la anatomía ideológica del ornitorrinco, con pico izquierdista y cola derechista, exige afianzar el mando único y ganar las elecciones. Realpolitik pura y dura.
Quien sepa leer entre líneas los hechos de este segundo año de gobierno lo entenderá: el poder excesivo, ejérzalo quien lo ejerza, hace mucho daño. l