Opinión
La idea loca de la secesión
Tenía que estallar la crisis porque el Federalismo mexicano no funciona. Es irrelevante si los actores políticos quieren agarrarse de su fracaso para ganar elecciones, promover su imagen o descalificar a los adversarios.CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Tenía que estallar la crisis porque el Federalismo mexicano no funciona. Es irrelevante si los actores políticos quieren agarrarse de su fracaso para ganar elecciones, promover su imagen o descalificar a los adversarios.
El elefante no se mueve del centro de la casa y sin embargo llevábamos tiempo haciendo como si nada: el pacto federal no es pacto ni tampoco es federal, acaso nunca lo fue porque en México hemos resuelto la relación entre las regiones con un arreglo autoritario y centralista.
Idealmente el pleito que se traen 10 gobernadores, agrupados en la Alianza Federalista, con el presidente, Andrés Manuel López Obrador, debería servir para hablar con franqueza de este tema.
Se quejan los gobernadores de un gobierno central que menosprecia a las regiones. La verdad es que históricamente el gobierno nacional ha tratado a las entidades como menores de edad. Ha variado el grado de condescendencia, dependiendo de cada época, pero siempre ha habido ese desdén.
Vicente Fox y Felipe Calderón compraron la docilidad de las autoridades locales con abundantes recursos, provenientes de los excedentes petroleros. Enrique Peña Nieto siguió la máxima “como me ves te trato” y por eso hubo gobernadores muy castigados (que es el caso de Chihuahua con Javier Corral), y gobernadores muy premiados, por lo general los más priistas.
López Obrador no dispensa mejor consideración hacia los gobiernos locales. Igual que ayer las decisiones de la Federación se toman desde el centro y para el centro. La diferencia, acaso, es que a la condescendencia tradicional se ha sumado el ninguneo.
El actual no es un gobierno que descentralice decisiones, que construya consensos ni que pacte con otros actores del Estado. La administración lopezobradorista no interrogó a sus pares locales, por ejemplo, sobre su opinión respecto a la cancelación del aeropuerto de Texcoco, las virtudes de la refinería de Dos Bocas, el boicot a los parques generadores de energía limpia, la sustitución del Seguro Popular por el Insabi, la eliminación de 109 fideicomisos, la transformación radical del sistema de abasto para medicinas o las políticas para enfrentar las crisis económica y sanitaria provocadas por la pandemia.
A diferencia de Vicente Fox, quien debió administrar una relación con los gobernadores de la oposición a partir de un Congreso de la Unión también dividido, López Obrador ha podido hacer y deshacer a su antojo porque cuenta con mayoría parlamentaria suficientemente robusta como para prescindir de los gobiernos locales.
Sin embargo, la última rebelión se debe a que esa misma mayoría en el Congreso falló a la hora de procesar un recorte por más de 108 mil millones de pesos para el presupuesto del año próximo, dinero que eventualmente correspondía a las entidades federativas y los municipios.
Los gobiernos locales no están dispuestos a asumir la afectación que implicaría quedarse sin tales recursos, por ejemplo, para los proyectos de desarrollo metropolitano, la capacitación de la policía o la compra de equipo de seguridad.
Los 10 gobernadores de la Alianza Federalista exigen al presidente una reunión porque saben que nadie más dentro del Estado mexicano tiene potestad para resolver su demanda. En el Congreso no tienen influencia suficiente y tampoco cuentan con ella dentro de las oficinas del secretario de Hacienda, Arturo Herrera.
El ninguneo político, primero, y más recientemente la imposibilidad de un pacto presupuestal aceptable explican el show que se montaron los gobernadores rebeldes la semana pasada.
También Andrés Manuel López Obrador –desde su propia lógica– posee un reducido margen de maniobra. Sabe que, si recibe a los gobernadores disidentes y estos obtienen algo en la negociación, otros mandatarios estatales, que se han mantenido neutros durante el pleito, valorarían hacia delante la posibilidad de la defección.
Lamentablemente no hay condiciones objetivas para que las partes reflexionen y actúen hoy de otra manera a propósito del pacto federal. El presidente prefiere el centralismo al federalismo, el presupuesto impuesto sobre el consenso, el ninguneo sobre la relación respetuosa y a los leales sobre los opositores.
De su lado, los gobernadores disidentes están asfixiados por la carencia de recursos y dependen casi en todo de la Federación. De ahí que se estén jugando la peligrosa carta de someter a consulta popular la relación de sus entidades con el pacto federal. Saben que sin teatro las cosas cambiarían muy poco.
El costo de esta estrategia es bajo: si logran que los ánimos locales regionalistas se enciendan en contra del centralismo, forzarán una reflexión de fondo sobre un arreglo político que en este momento les es adverso.
Siempre cabe que la discusión pública entre el gobierno nacional y los gobiernos locales quiebre a la República y que en alguna región del país permee la idea loca de la secesión. Sin embargo, se antoja prácticamente imposible que alguna entidad federativa opte realmente por devenir un país independiente.
El pleito del presente es mucho más acotado. Es por el presupuesto y contra el centralismo de las decisiones hacendarias. La pugna es contra el ninguneo y también contra una investidura presidencial que no está dispuesta a convivir con las investiduras de los gobernadores. La guerra es entre el gobierno y las oposiciones, entre las necesidades del sur y las del norte, entre el México que vive de la globalización y el México que la sufre, y entre culturas regionales que se comunican mal entre sí.
La fractura es porque no hay pacto, o bien porque el arreglo del pasado no sirve más. Porque la Federación hace tiempo que no es capaz de mantener la cohesión nacional ni la solidaridad entre mexicanos. La crisis se debe a una disputa por la identidad común, por la exclusión recíproca de las particularidades, porque se quiere pensar a México sólo desde una de sus geografías y porque, coincidente con todo lo anterior, el tono de la conversación pública ha adquirido proporciones tan equívocas como grotescas.
Reportaje publicado el 1 de noviembre en la edición 2296 de la revista Proceso.