Para Jesús Silva-Herzog Márquez
A raíz de la carta firmada por 650 intelectuales, académicos, científicos y periodistas, En defensa de la libertad de expresión, publicada el 17 de septiembre, apareció, el 21 de ese mismo mes, una contrarréplica promovida por Rafael Barajas, El Fisgón, Por la libertad, contra los privatizadores de la palabra.
Lo que llama la atención de la contrarréplica es, primero, que ella provenga del
presidente del Instituto Nacional de Formación Política de Morena, un presidente y un aparato que recuerdan a Jiang Quing, la cuarta esposa de Mao, y la Revolución Cultural China que encabezó y dirigió.
Segundo, que a la diversidad de plumas y de pensamientos de los que firmaron la primera carta, oponga, junto con un puñado de firmas tan respetables como las de los 650, un montón de otras (más de 40 mil), cuya filiación no conocemos. Un
alarde de machismo callejero que parece decir entre líneas lo que uno de nuestros clásicos contemporáneos traduciría así: “Si ustedes son 650, nosotros somos un chingo. Así es que váyanse cambiando de país o quédense calladitos en un rincón, si no se las vamos a meter doblada”.
Tercero, que el montón de firmantes vea en la denuncia del acoso presidencial, mediante insultos, descalificaciones, juicios, mentiras y desmantelamiento de instituciones, un
intento “golpista” de los 650 firmantes “de amordazar al presidente y reinstaurar el monólogo y la verdad única que imperó hasta hace dos años bajo el corrupto régimen neoliberal”; y que afirmen que la libertad de expresión no está amenazada, “porque ningún informador u opinador ha sido hostigado, despedido, detenido, procesado, torturado, desaparecido o asesinado por consigna del presidente y el debate público está más vivo y vibrante que nunca en la historia moderna del país”.
Con excepción de la referencia al debate público, que en realidad está vibrante de descalificaciones e insultos, esta última afirmación es quizá lo único sensato de la contrarréplica. Y digo quizá porque su sensatez depende del paradigma con el que
El Fisgón, el montón de firmantes y el presidente lo miran, es decir, con el paradigma del asedio a la libertad de prensa de las dictaduras y totalitarismos del siglo pasado.
En la era de la digitalización, de las redes sociales, de la globalización, de los derechos humanos,
es imposible callar a nadie. Sin embargo, en ese espacio de aparente libertad que elogia la contrarréplica y dice respetar López Obrador, la palabra está amenazada de otra manera: cuando el presidente utiliza su conferencia mañanera para denostar, insultar, descalificar, difamar, sin discriminación alguna a quienes no piensan como él.
Cuando, a partir de ese uso de la palabra, un inmenso sistema de redes cibernéticas se pone en acción para continuar el asedio; cuando un aparato de partido, como el que señorea
El Fisgón, coloca a la diversidad de los 650 firmantes como parte de un absurdo complot neoliberal y, amenazante, despliega
un montón de firmas para respaldar la mentira.
Cuando el presidente puede burlarse de las 45 masacres sucedidas durante su gobierno y “ningunear” el sufrimiento de las víctimas; cuando los verdaderos enemigos de la 4T utilizan los mismos métodos para descalificarla; cuando la libertad de expresión (de la claridad) se diluye en el parloteo de las mañaneras y las redes sociales, la palabra está amenazada en su integridad.
Hoy
no se necesitan los medios dictatoriales del pasado para acallarla. Basta con el patíbulo virtual, el linchamiento público de la honorabilidad, la mentira, la difamación propagada, al estilo Goebbels, y la amenaza del montón para inhibir y hacer sentir el asedio. Basta, con expresar tercamente una mentira y ocultar las abyecciones del presente bajo la charlatanería de un historicismo trasnochado.
Estamos en un cambio de era brutal. Las tres palabras que resumen la era que termina –libertad, igualdad, fraternidad– están amenazadas. En los últimos tiempos hemos visto cómo la libertad, aislada de las otras dos –es lo que critica de mala manera la carta de El Fisgón–, ahondó las desigualdades. Hemos visto también –es lo que estamos viviendo hoy y lo que la carta de los 650 denuncia– cómo
la igualdad sin las otras dos amenaza la libertad y puede aniquilarla.
La única forma de unirlas, dijo sabiamente Octavio Paz, es la
fraternidad. La gran ausente de nuestra historia. Sólo ella puede humanizar y armonizar las otras dos. Es allí, donde la palabra amenazada podría articular el nuevo lenguaje político que nos permitiría escapar del asedio del odio y la violencia.
Para lograrlo habría que hacer algo casi imposible: guardar silencio, escuchar lo que Paz llamó
“la otra voz”, la de la poesía, que desde tiempo inmemorial custodia el sentido, y dialogar. El primer gesto fraterno.
La misión de esa voz no consiste “en alimentar con ideas el pensamiento, sino en recordarle lo que tercamente ha olvidado”: lo humano en el mundo y sus límites. Consiste también en el maravilloso arte “de
poner en relación realidades contrarias o disímbolas” y unir los opuestos en una exquisita proporción que ponga coto a las desmesuras ideológicas, cuyas pasiones enceguecen y terminan en los juicios sumarios, el linchamiento y la sangre.
Además, opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los Le Barón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.
Este análisis forma parte del número 2292 de la edición impresa de Proceso, publicado el 4 de octubre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí