La felicidad del poder

martes, 3 de septiembre de 2019 · 09:34

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El presidente de la República es un hombre feliz, y se le nota. Alegría de vivir que me parece políticamente relevante; además de que no encuentro muchos personajes públicos que se vean realmente felices. Y en el caso de López Obrador, el patente buen ánimo con el que ejerce el cargo es parte de su estilo, de su temperamento político, de su forma alivianada de gobernar.

Es claro que al de Macuspana le place su oficio y que lo ejerce con gusto. No sólo ahora que es presidente, sino también en la adversidad del desafuero, del acoso, de los reiterados fraudes electorales… Tribulaciones y a veces literales descalabros que siempre tomó de buen talante.

Quizá por eso en el accionar de López Obrador no encuentro odio ni amargura. Le gusta repetirlo y se lo creo: lo suyo no es la venganza.

El presidente es un hombre feliz y eso es bueno para la nación.

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Es un hombre feliz e impetuoso. En este primer año los cambios han sido en ráfaga: un día sí y otro también nos enteramos de una nueva decisión de trascendencia económica, social, política, simbólica, o todo a la vez. López Obrador trae prisa.

Y no es para menos. El primer paso de la Cuarta Transformación tiene que darse en menos de seis años; en un sexenio hay que enderezar el curso de nuestra historia, porque aquí no hay reelección y con pluralismo político cualquier cosa puede suceder.

Viraje drástico que demanda mudanzas radicales en todos los ámbitos: cambiar de vía la descarrilada economía que nos dejaron los neoliberales, remendar el tejido social que desgarró la guerra, sacar del congal a la política, encender la luz de la esperanza en nuestro ensombrecido imaginario social… La voluntad de cambio que anima a la Cuarta Transformación enfrenta usos y costumbres forjados a lo largo de un siglo, reglas de juego interiorizadas también por los ciudadanos, rutinas de sumisión, rituales del poder… Va a estar duro. Enmendando a Lampedusa, diría que el desafío de López Obrador –y el nuestro– es cambiarlo todo para que nada vuelva a ser igual.

Vemos un gobierno con prisa porque objetivamente seis años son pocos para la gran mudanza. Pero siento que también hay en la administración una prisa subjetiva. Y es que Andrés Manuel ya tuvo un aviso de que los tiempos de las personas –como los de los gobiernos– están acotados y si uno quiere terminar lo que se propuso hay que apurarse. “La vida es demasiado corta para desperdiciarla en cosas que no valen la pena”, es la frase con que termina el libro No decirle adiós a la esperanza, que escribiera en 2012.

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Tenemos un presidente feliz e impetuoso, pero también con mandato; un mandato inaudito, descomunal. Nadie en un siglo había gobernado el país con un encargo de este calibre. Con variantes de matiz, los presidentes posrevolucionarios –los “monarcas sexenales”– se montaban en la inercia del sistema y daban continuidad a los usos y costumbres de la “gran familia revolucionaria”; se dejaban ir, pues.

Hasta el 1 de diciembre pasado todos lo habían hecho así. Todos menos Lázaro Cárdenas, quien tuvo que reinventar la administración pública heredada pues había que desembarazarse del “jefe máximo” que mandaba a trasmano, desmarcarse del proyecto de país pergeñado por los de Sonora y deshacerse del modo de gobernar impuesto por Obregón y Calles durante los años veinte y parte de los treinta. Y así como la administración de Cárdenas fue una revolución en la Revolución, así López Obrador tiene que ponerlo todo –o casi todo– de cabeza si en verdad quiere inaugurar la Cuarta Trasformación.

El general Cárdenas tenía un proyecto del que tuvo que convencer a la ciudadanía durante su administración, López Obrador tiene un mandato. Me explico: pese a su intensa campaña, el de Jiquilpan llegó al gobierno como el hombre de la continuidad y con el estigma de haber sido señalado por Calles; en cambio el de Macuspana llega al cargo con la instrucción masiva y explícita de romper la continuidad del sistema. Cárdenas ganó con un millón de votos en un país de 18 millones de habitantes, López Obrador obtiene 30 millones de votos en un país de 120 millones de habitantes. Por el primero sufragó menos de 5% de la población, por el segundo sufragó el 25%. El uno tuvo que legitimarse durante su ejercicio (y vaya que lo hizo). El otro llega con la atronadora legitimidad que le da el voto de 53% de los que sufragaron, más los like que con el paso de los meses ha venido acumulado.

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El presidente es un hombre feliz, impetuoso, con mandato y también muy protagónico; como lo patentizan el rito de las “mañaneras” y las giras de fin de semana que lo tienen todo el tiempo en los medios. Un protagonismo que a mi ver no es vocacional, sino que se origina en el contenido y la forma del mandato popular con el que se le ha investido.

Porque bien vista la instrucción del 1 de julio del año pasado no fue al nuevo gobierno en general, sino al ¨Poder Ejecutivo. Y no a todo el Ejecutivo, sino específicamente al presidente. Es López Obrador quien recibió una orden intransferible y es de él de quien se espera que se encargue –personalmente– de poner en orden los asuntos de la nación. No es que me guste, pero es que así son las cosas por acá: así fue en Venezuela con Chávez, en Brasil con Lula, en Bolivia con Evo…

Los modos del obradorismo gobernante tienen que ver con el estilo del presidente, pero más con la naturaleza muy personalizada del mandato popular que recibió. De sus compromisos de campaña López Obrador tiene que responder no sólo de forma institucional: informes anuales, reportes, comunicados… sino de bulto y compareciendo todos los días ante la nación.

Eso son las conferencias de prensa matutinas: reportes que el mandatado ofrece cotidianamente a sus mandantes, como quien se presenta ante la asamblea para informar de los avances tenidos en la tarea que se le encomendó. Los periodistas no son más que un medio. Ya cuando fue jefe de Gobierno del Distrito Federal López Obrador recurrió a las conferencias de prensa madrugadoras, pero entonces era un recurso para dar la nota del día y comerle el mandado al presidente. Ahora es otra cosa.

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Bonhomía, ímpetu, mandato y protagonismo que se funden en una implacable voluntad política. Por sobre todas las cosas, nuestro presidente es un hombre voluntarioso; un convencido de que el curso de la historia no está escrito, sino que es de nuestra exclusiva responsabilidad.

Por eso López Obrador parece terco: porque avanza inmutable por el camino que previamente se ha trazado; haciendo consultas, pero sin escuchar cantos de sirena ni desviarse por factores coyunturales. Y para un político opositor, avanzar es ir desmontando la hegemonía ideológica del sistema, al tiempo que se construye sentido común contrahegemónico; es transitar de una situación de debilidad a otra de fuerza creando así las condiciones necesarias para alcanzar el objetivo propuesto. Construcción en la que hay que perseverar, pues a veces el asalto al cielo se queda corto y hay que intentarlo de nuevo con más trabajo en la base y alianzas más extensas: 2006, 2012, 2018…

No esperar que se presente la oportunidad sino crearla; concientizar, organizar y movilizar, éstas son las palancas. Porque López Obrador, a la vez que le apuesta a la agencia transformadora del Estado, deposita su fe en la gente. En las personas y sus socialidades primarias, más que en los movimientos y las organizaciones; actores en los que no confía del todo porque a veces llevan la marca de la bestia: los estigmas del sistema corporativo clientelar en que se forjaron. Diagnóstico certero del que luego saca conclusiones excesivas: todas las organizaciones campesinas son Antorcha, todas las asociaciones civiles son panistas, todos los partidos van a terminar en lo mismo.

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Y este político bienhumorado, impetuoso, megamandatado, protagónico y apasionadamente voluntarioso es un hombre bueno. Un hombre que, tomando la ética como guía, se ha propuesto abrirle paso a una nueva moral social. En buena hora.

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