Nación Bosques
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Desde hace unos años la figura de Gilberto Bosques pasó del casi anonimato a encarnar el asilo que México brindó a los perseguidos por el falangismo español y el nazismo alemán. Es el centro de una política de asilo ordenada por el presidente Lázaro Cárdenas y que instrumentan, no sin diferencias de criterio, Jaime Torres Bodet, como embajador en Bélgica; Narciso Bassols, desde París; Isidro Fabela, la cara mexicana ante la inútil Sociedad de las Naciones; Fernando Gamboa, Renato Leduc y Gilberto Bosques, en el consulado. La idea es dotar de papeles a los perseguidos por el fascismo y tratar de embarcarlos hacia México para que salven sus vidas. El documento mexicano sólo les pide un nombre, una ocupación y la firma que sustenta que desean emigrar a México. Los criterios se enfrentan: de un lado del cardenismo hay quienes priorizan la salida de los republicanos españoles, de los dirigentes sindicales y de partidos de la izquierda, de los artistas y escritores –Silvestre Revueltas entrega una lista de músicos españoles– y, del otro lado, a quienes no hacen diferencias por tratarse de un asunto humanitario.
Como sea, y según los cálculos de Gérard Malgat en la biografía que publicó en 2013, La diplomacia al servicio de la libertad. París-Marsella, 1933-1942, Bosques expidió 80 mil documentos desde su encargo en la legación diplomática de México en París y Marsella, de los cuales casi la mitad fueron para los españoles que huían de la dictadura de Franco y la otra, de quienes buscaban salir de la Francia ocupada por los nazis. Sólo 20 mil pudieron emigrar, nos dice Malgat. Imagino a un ejército de desamparados vagando por los retenes de la guerra exhibiendo un papel que decía que México los aceptaba para un viaje que nunca tuvo barco. Sabemos que muchos de los que no pudieron irse fueron a la resistencia contra el fascismo en Italia, Yugoslavia y la propia Alemania. Otros terminaron en los campos de exterminio fantaseando con el país que selló sus documentos con un águila y una serpiente.
La otra parte del pueblo de Gilberto Bosques fueron los miles que llegaron a México y que terminaron arraigados acá o en tránsito hacia Nueva York y Buenos Aires. Es la multitud que, tras el regreso de Bosques a México, luego de su arresto domiciliario decretado por la Gestapo, lo recibe el 29 de marzo de 1944 en la estación de trenes de Buenavista: “Más de 3 mil rostros” –según la crónica de ese día de Luis Spota en Últimas Noticias– gritando vivas en 10 idiomas, las banderas de México y de la República, el agradecimiento centrado en una persona que les dio un papelito que significó seguir viviendo.
Para la derecha profalangista, como la de Acción Nacional –Manuel Gómez Morin y Efraín González Luna proponen una hermandad “hispanista” con el dictador Francisco Franco, es decir, imperial, católica y hablada en castellano– el asilo de México a los perseguidos por el fascismo era inadmisible y un “error”. Los diarios Excélsior, Novedades, El Universal y La Nación, del PAN, encabezan una campaña contra “los rojos”, los ateos que llegan, de acuerdo con el columnista Alfonso Junco, después de la derrota “del bolchevismo en España, del desenfreno de incendiarios y asesinos bajo la complicidad o impotencia del gobierno; ante el caos social que despedazaba todo derecho, toda garantía, toda dignidad, toda eficaz defensa por vías legales, brotó la insurrección de un pueblo resuelto a vivir. A mí me parece natural en todo hombre recto –no digamos en todo cristiano– una actitud de admiración y simpatía para quien ha limpiado de carroña bolchevique su patria” (El Universal, 27 de mayo de 1939). Por su parte, La Prensa asegura que “80% de los mexicanos están en contra del asilo a los españoles republicanos”, los mismos a quienes la Confederación de Cámaras de Comercio e Industria calificó de “semitas” (18 de marzo de 1939). El fundador de Acción Nacional, González Luna, se lanza contra la decisión de Lázaro Cárdenas de romper relaciones con la dictadura que surge del golpe de Estado de Franco contra la República Española: “Necesitamos abrazarnos a la hispanidad como sola esperanza de salvación en el naufragio. Es singularmente trágico el que en esta hora sombría México se mantenga hoscamente incomunicado de España, como resultado de la aventura estúpida en que el régimen embarcó al país en calidad de cómplice de claras maniobras frentepopulistas”. Hay que decir que esta oposición tan beligerante de parte de Acción Nacional tenía no sólo un origen teológico, sino también racial. No hay que ser un lector muy acucioso para detectar que, cuando Gómez Morin y González Luna se cartean mutuamente sobre el mestizaje mexicano, la parte “débil” es la indígena y la “grandeza” es la española. De ésta, los exiliados no son partícipes porque pertenecen a la “barbarie soviética” y no al “Occidente Católico”. Ninguna de las críticas de la prensa y la derecha partidista o patronal al asilo de los europeos tuvo un efecto real en la sociedad mexicana. Sí lo tuvo en el discurso del gobierno cardenista, que tuvo que “justificar” el salvamento de vidas con argumentos económicos –el aporte de los técnicos a la industria agrícola– o con la idea de que se trataba sólo de “intelectuales” y profesionistas médicos.
Una parte tan loca como generosa de la ayuda de México a los perseguidos por el fascismo en Europa fue la que habitó durante tres años en los dos castillos que arrendó el gobierno mexicano –con dinero de las joyas que aportaron los republicanos españoles– para crear un estado libre de persecución en Marsella, La Reynarde, con 44 hectáreas, y Montgrand, para las mujeres y niños. Lo que describe la investigación de Malgat y la película documental de Lillian Lieberman, Visa al Paraíso (2010), es una utopía cardenista en medio de la guerra europea: un albergue mexicano para quien llegara hasta Marsella, donde los refugiados cultivaban su propia comida, producían sus propios implementos, educaban a sus hijos en geografía e historia mexicanas, y tenían orquesta, grupo de teatro y danza, talleres de pintura y escultura, y un estricto horario de 7:30 de la mañana a 10:00 de la noche. Hasta ahí llegan los policías de Franco aliados de la Francia ocupada por los nazis, los inspectores de Pétain, y los agentes de la Gestapo a tratar de detener y deportar a los perseguidos a los campos de trabajo y de exterminio. Una y otra vez, Gilberto Bosques los protege, los esconde, los saca de las cárceles. Falsifica documentos –tiene una cámara para sacar fotografías de pasaporte–, finge que todos en esos castillos sólo esperan para embarcarse hacia México, usa sus contactos diplomáticos para tratar de detener la vigilancia que Franco le ha puesto a los diplomáticos mexicanos acusándolos de tener en su poder bienes y dinero de España.
Encuentro una continuidad entre ese Gilberto Bosques diplomático y el estudiante normalista, luego el poeta estridentista que acompañó a Germán List Arzubide y a Manuel Maples Arce, a “bautizar” a Xalapa como “Estridentópolis”. Esa vena artística del cardenismo que toma la cultura popular para recrearla, al mismo tiempo que cree en la educación como redención de la pobreza, en la lectura como ampliadora de las existencias –Bosques funda la imprenta Aztlán con José Vasconcelos–, y en la cultura “no como una escuela, o una tendencia, tampoco como mafia intelectual, sino como una estrategia, un gesto, una irrupción”. Si algo más que humanitarismo hay en los castillos de refugiados en Marsella es la idea del gesto estridentista que se forma de topar con la realidad de la desi-gualdad y la guerra. El poeta Gilberto Bosques escribe en 1933 este poema ilustrado por Leopoldo Méndez:
Junto a la carretera desolada.
Sombra húmeda
Con inminencias de mirada
La montaña, un ascenso de silencios.
La puerta, una angustia de palabras.
La noche metida
En la caja sonora de la guitarra
Y el campesino poeta, a través de las cuerdas, sacándola.
Su canto desgarra
La soledad estupefacta
Y la hora bárbara
Se despeña en estos versos de aguafuerte:
“llevo la muerte en la espalda, ¡quítenmela con los dientes!”
Bosques le respondió el tercer informe de gobierno a Lázaro Cárdenas como uno de los legisladores que había redactado la reforma del Artículo 3, el célebre de la “educación socialista”. Su interés en la formación intelectual es inseparable de su utopía marsellesa que terminará en marzo de 1943, cuando la Gestapo lo detiene y lo arresta en un hotel en Bad Godesberg, cerca de Bonn. Luego de tres meses en que el gobierno de México logra intercambiarlo por unos nazis encarcelados en San Juan de Ulúa por sabotaje, es que Bosques regresa a México. En su carta del 30 de enero, en protesta por su detención y la de su familia, le escribe a Pierre Laval, secretario de Asuntos Internacionales de la Francia ocupada: “En la titánica lucha por la restauración de la libertad y el derecho, y la edificación de un mundo sin tiranos ni oprobios, México asumió el papel que dicta su tradición de país indomable frente a la opresión, y de pueblo fiel a las causas de la libertad”.
Con el asilo mexicano al presidente de Bolivia, Evo Morales, esto que les cuento ha vuelto, una vez más, a desplegarse.
Esta columna se publicó el 17 de noviembre de 2019 en la edición 2246 de la revista Proceso