Scherer y el deber cumplido
MÉXICO, DF (Proceso).- El 1 de diciembre último, la Universidad de Guadalajara rindió homenaje a Julio Scherer García, a quien años antes había concedido el doctorado honoris causa. En ese acto, Julio Scherer Ibarra recordó a su padre en un discurso que hizo énfasis en su generosidad, inteligencia y pasión periodística. Dijo que el fundador de Proceso siempre buscó la claridad para su trabajo y la penumbra para sí, convencido de que “hasta el último segundo se puede aprender y hasta el último segundo se puede echar a perder una vida”. A continuación se reproduce ese discurso.
Esta tarde me presento ante ustedes de la manera más espontánea y libre. No me preocupó la preparación de un discurso ni fui en busca de frases efectistas y sonoras. Tampoco se me ocurrió que me dirigiría a un auditorio solemne y mucho menos imaginé que podría verme a mí mismo con la rigidez o la reserva de un orador minucioso. Sólo pensé en una familia que se reúne para charlar con amigos y conocidos que recuerdan a un padre, a un amigo, a un maestro, a un compañero, a un periodista, a un escritor, para traerlo, de este modo, a la vida.
Siento de tal manera humana e íntima esta reunión que no me atrevería a hablarles de proyectos, palabra que aquí tendría un significado fallido. Voy a hablarles simplemente de algunas ideas, de sentimientos que acaricio como a viejos y leales amores.
Tengo el impulso de hablar y, a la vez, de guardar silencio. Opto por recordar a mi padre y recordarme en él. Es hasta ahora que entiendo la profundidad del vacío que su ausencia física me dejó, mi propio sentimiento de frustración por haberlo dejado ir hasta donde se haya ido, por no haberme cruzado en ese viaje con la misma pasión que él me inspiró siempre, por no haber permitido que su vida, tan esencialmente parte de la mía, tomara un camino marcado sólo para él y acaso ni siquiera por él, sino por la vida misma, por el destino.
Querría ser más, buscar más, mirar más. No despertar del sueño al que me entrego por las noches, ilusión que tiene el rostro dulce y amado de mi padre, el rostro suyo que no está más en mis sentidos como solía estar pero que me une ahora al lugar donde él ha empezado a vivir, tan lejos de lo que fue como de mí mismo, en el territorio de la soledad y la distancia.
Este año aciago renuncié poco a poco a su entrañable persona. Me despedí de su inteligencia, de su vitalidad, de su compañía, de su ternura. Finalmente, me despedí de su cuerpo. Mi padre emprendió el viaje sin retorno. Me quedó lo esencial: su amor, su recuerdo, su ejemplo… En última instancia, lo mejor que tengo hoy es el amor que le sigo profesando cada instante de mi vida.
Guadalajara tiene un significado muy especial para la familia Scherer Ibarra. Mi mamá, Susana, se decía jalisciense y, aunque no lo era, en verdad lo parecía. Ella fue una hermosísima mujer de ojos verdes tapatíos. Afirmaba que había sido concebida aquí y que tal suceso le daba el derecho de llamar a ésta su tierra.
Mi madre, a quien no puedo dejar de mencionar esta tarde, joven aún, fue víctima del cáncer y conoció desde el diagnóstico inicial la gravedad de su sentencia. No le acobardó esa certeza. Nos dejó sin prisa, con la suavidad de la hoja que cae, viviendo el día a día con intensidad, regalándonos su mejor sonrisa, sufriendo en privado los estragos que la enfermedad dejaba a su cuerpo en agonía. Nunca vi a una mujer más frágil y más fuerte a la vez.
Susana, sólo Susana, siempre Susana, la única mujer posible en la vida de Julio Scherer García. Ella, la mujer detrás de su hombre, contribuyó a forjar el carácter de él y a fraguar con él un destino común que la incluyó en vida, más allá de la muerte. Susana fue sus ojos, sus oídos, sus labios y ocupó el centro mismo del corazón de Julio.
La historia de Julio Scherer tampoco podría explicarse sin Vicente Leñero, el amigo, el confidente, el compañero, ambos dueños de un carácter indómito que los hermanó en las diferencias y en las semejanzas. “No lo quiero menos que a mis hijos”, nos decía mi papá con inusitada frecuencia.
Ellos dos, hermanos por decisión compartida, fueron apasionados idealistas en búsqueda obsesiva de la verdad para ponerla al alcance de nosotros. Formaron el binomio perfecto que compone una vida y al momento de la muerte continuaron andando el uno al lado del otro, unidos hasta la eternidad. El tiempo que acompasó sus vidas fue el de dos seres urgidos casi hasta la angustia por la necesidad de escribir y contar, pero también la de vivir para y por los demás. Es ése el gran secreto de su oficio, el más lindo de todos, el de periodista.
Julio Scherer, ajeno a reflectores, a premios y reconocimientos, aceptó con humildad, conmovido, el grado de doctor honoris causa con el que esta universidad le distinguió hace 10 años. Aquí mismo, precisamente en noviembre, lo acompañamos mis ocho hermanos y yo: Pablo, Ana, Regina, Gabriela, Adriana, Susana, Pedro y María, igual que lo hacemos hoy, en su ausencia, alentados por la fuerza de su recuerdo.
Dijo mi padre ese día inolvidable:
“Sensible a mi timidez y a sus enredos, me adapté tanto como pude a una manera de vivir: la claridad para el trabajo y la penumbra para mi persona.”
Y al recibir la distinción por parte de la Universidad de Guadalajara, hace una década, el fundador de la revista Proceso expresó con la voz del oráculo:
“El futuro pertenece a los dioses, pero es predecible una época dura de la que no podrán librarse el presidente de la República ni su esposa. Las promesas incumplidas tienen el ácido sabor del engaño, y la descarada deshonestidad en casa los mancha…”
Se refería a Vicente Fox y Marta Sahagún. Sus palabras son perfectamente actuales si se aplicaran al presidente Enrique Peña Nieto y a su esposa, Angélica Rivera.
Del semanario Proceso, su casa, el proyecto periodístico que lo trascendió, dijo en esa ocasión solemne:
“Suele decirse que Proceso nació para la estridencia. Ciertamente no somos moderados, pero el país no está para la crítica prudente a la que muchos se acomodan. La impunidad tomó partido y la zozobra domina la vida cotidiana: los robos y los crímenes por la mañana, los atracos y secuestros por la tarde, los asaltos a mano armada por la noche y la corrupción a toda hora.”
El espíritu combativo de Scherer y su compromiso por la libertad de expresión vive e inspira a cada uno de sus compañeros en Proceso.
De ellos opinaba:
“Honrado con amigos que rara vez se encuentran, unido a reporteros que ya son el futuro y enriquecido por columnistas y escritores admirables, giro en torno a un tema que no suelto ni me suelta: la libertad de expresión y el torpe empeño del gobierno por limitar la fuerza expansiva de la palabra impresa.”
Julio Scherer García fue maestro en dos vertientes. Con arrebatado amor por las palabras, no sólo nos enseñó la importancia de la noticia veraz y el rigor de la escritura, sino también los placeres, las emociones y los riesgos del quehacer periodístico como fenómeno estético y la palabra escrita como búsqueda de la verdad, como apropiación del universo.
Lo cito una vez más:
“Años y años se tuvo a los periódicos y a las revistas como un subproducto de los libros. Cultura de segunda. Su lenguaje era ligero y su vigencia fugaz. Nada es tan viejo como el diario de ayer, se decía. Hoy los órganos de información y crítica también son libros. Ahí están los Nobel y los no Nobel que escriben como reporteros crónicas y reportajes febriles que cautivan.”
El maestro Tonatiuh Bravo, rector de la Universidad de Guadalajara, y don Julio Scherer tuvieron una relación personal sólida. Se quisieron muchísimo. Respecto de cómo lo convenció el rector para que recibiera el doctorado honoris causa por la máxima Casa de Estudios de Jalisco, puesto que don Julio no era afecto a recibir reconocimientos, Bravo Padilla cuenta:
“Le dije que la UdeG le entregaba el doctorado por lo que había hecho y como una expresión de gran parte de la sociedad en reconocer su aportación al periodismo crítico, independiente y democrático.”
En nombre de la familia Scherer Ibarra y la familia Proceso, que son una misma, le damos, maestro, las gracias por hacer posible este homenaje. Agradecemos también a todos y cada uno de ustedes por ser partícipes de él.
El mundo ya no es el mismo. Julio Scherer García no está más en él hace 10 meses y 24 días. Es arduo vivir con su ausencia. La mejor manera de honrar su memoria, estoy cierto, es enriquecernos con su legado. Nos dejó lo más valioso que tuvo: sus libros, sus entrevistas, sus reportajes, sus artículos, sus cartas, sus notas y su Proceso.
Esta noche les pido que lo acojan en su memoria como un amigo, un maestro, un referente ético y moral, un padre cariñoso y bien dispuesto, siempre con un amor renovado y vital, que espera de nosotros ser mejores cada día. Así como él vivió, enfrentando todos sus combates con la fuerza de un temperamento apasionado y el poder de sus razones.
A Julio Scherer nunca le gustó que las historias tuvieran punto final. Ni en obras de teatro, ni en las películas, ni en las novelas y cuentos, ni en la realidad. El final de cada historia debía ser responsabilidad compartida entre escritor y lector. Sostenía que cada día, cada hora, minuto y segundo tenían algo que ofrecer. Algo nuevo y sorprendente. Que hasta el último segundo se puede aprender, hasta el último segundo se puede echar a perder una vida.
Mi papá miraba el último tramo de su existencia con la curiosidad del reportero, con la sencillez de un evento más al que había que asistir bien preparado para poder, después, contarlo. Y así se fue con naturalidad, la muerte como el desenlace de una vida; con la tranquilidad del hombre que se reconoce en el deber cumplido.
Ni la muerte es capaz de destruir a quienes amamos. Cada día pleno tiene su nube y no hay fuego que arda sin dejar cenizas. Las suyas descansan en nuestros corazones.