Eclipse Solar
Un pícnic con el eclipse
La UNAM deslumbró a unas 70 mil personas en Ciudad Universitaria donde fueron testigos de un eclipse solar que dejó a todos boquiabiertos.CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).- Ante los ojos de Ulises se despliega el teatro del universo. No es un simple observador; es un narrador cósmico, que con su cámara intenta capturar el eclipse solar en un stopmotion.
–Karen, aquí se ve– dice Ulises sorprendido, con el ojo pegado al visor.
–No mames, se ve bien chido, guau– exclama mientras malabarea entre el filtro y el tripie.
Ulises está rodeado de personas tumbadas en mantas coloridas que observan el cielo en silencio. Algunos de ellos se incorporan lentamente, superponiendo filtros en las cámaras de sus celulares con la esperanza de capturar la danza cósmica, como si la tecnología fuera un puente entre lo terrenal y lo celestial, una traducción del lenguaje del universo a imágenes comprensibles.
Justo a su lado, Karen saca una porción de atún con mayonesa de su tupper, un bocado terrenal en medio del misterio celeste.
La luz es etérea, difuminada por el abrazo de las nubes. En el escenario, Julieta Fierro, investigadora del Instituto de Astronomía de la UNAM, reivindica las tareas científicas: “Para la ciencia, los eclipses son relevantes”, afirma, frente a un público dispuesto en un pícnic de papitas, chicharrones y galletas.
La astrónoma señala que cada cultura tiene su propia interpretación de los eclipses. Recuerda que, en Asia occidental, solían ver los eclipses solares como un dragón devorando el Sol, ya que se creía que el fenómeno era el resultado de un conflicto entre el Sol y el dragón, lo que causaba la oscuridad en la Tierra.
Así como los eclipses son fragmentos de sabiduría cósmica, las palabras de Fierro resuenan en un optimismo inusual, en sintonía con la tarea de vivir: “En la ciencia se trabaja todos los días feliz”.
Las bocinas del escenario resuenan con una sinfonía espacial. A medida que la hora cumbre del eclipse se acerca, la gente mira expectante al cielo. Un niño ve a través de un armatoste hecho con una caja de cereal. Las máscaras de soldador imponen todo el respeto del oficio. Las conversaciones se desvanecen, reemplazadas por un silencio reverente que solo la naturaleza inspira.
Los telescopios profesionales son el objeto de todas las miradas, y la fila para utilizarlos se estira como una serpiente curiosa. Entre la verbena en las praderas de Las Islas, un joven desesperado inquiere: “¿Alguien tiene unos lentes especiales que le sobren?”.
A las 11:00 horas, Elsa se para en dos manos, las piernas al aire, buscando una conexión con lo terrenal. “Es un momento de renovación y limpieza, de purificación”, asegura con una sonrisa. Junto a ella, un perro cae por accidente en su plato con agua, interrumpiendo por un instante la espiritualidad del momento.
Frente al ritual, un niño con uniforme de astronauta se abre paso entre la marabunta de adultos. Su escafandra de plástico resguarda ese mundo de fantasía, de la cruel realidad que aguarda. Sin perder el asombro camina decidido, flotando por las sombras del mundo real.
Un hombre arrodillado, con un libro acerca del Sistema Solar en sus manos, intenta comprender los secretos del universo. Su hija, absorta en una bolsa de palomitas, hace evidente la función que sucede encima de su cabeza.
Calendarios con imágenes de la luna se encuentran esparcidos por el pícnic. Un joven destapa unos nuggets de dinosaurio, como si ofreciera un obsequio al eclipse. Tuppers llenos de zanahorias, pepinos, sincronizadas, donas y mandarinas se convierten en ofrendas en este banquete cósmico.
A las 11:28 horas, un banco de nubes hace las veces de filtro del sol. El asombro colectivo lanza un alarido de sorpresa, seguido de aplausos. A pesar de las advertencias, la mayoría se atreve a voltear a mirar sin mediación alguna. Reflejada en una superficie a través de un telescopio, la silueta de la luna se diluye con las nubes.
En la explanada de la Biblioteca Central, un gallo blanco canta como embriagado por el espíritu del eclipse.
Una manta cuelga de los jardines exteriores de la Biblioteca, un recordatorio de la ausencia de Mariela Vanessa Díaz Valverde, estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras desaparecida en 2018 y de quien aún se desconoce su paradero. “Nos falta Mariela”, ondea el mensaje en letras rojas.
“Van 3 eclipses que me tocan”, dice Gonzalo Cureño, abogado retirado, que decidió sumarse al picnic con sus nietos. “Hay que enseñarles a los niños que en la luna hay un gato que sonríe. A observar que en las mañanas se alcanza a ver Venus y si está muy despejado se ve Júpiter”, recomienda este aficionado astronómico entregado al misterio del cosmos.
Sus nietos, gafas pegadas a la cara, sonríen, maravillados por lo singular del momento. “Somos una nada en el universo y contemplarlo no cuesta nada. Por suerte, después de 76 años, tengo buena vista. Sé identificar los planetas y los ciclos lunares, que eran los mismos que guiaban a nuestros ancestros", agrega contemplativo.