CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Ganador del Premio Nacional de Poesía “Efraín Huerta” 2008, el potosino Ricardo Venegas (1973) nos entrega su poemario
Turba de sonidos (Editorial Juglar, Madrid, España; 80 páginas), que incluye 32 poemas, más los 36 de
El rumbo fugitivo en el mismo volumen.
Radicado “desde siempre” en Cuernavaca, Morelos, Venegas estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la
UNAM. Es maestro en Literatura Mexicana por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, BUAP y miembro del Consejo de Asesores Nacional de la Academia Mexicana para la Educación e Investigación en Ciencias, Artes y Humanidades (2015). Son libros de su autoría:
El silencio está solo (Eternos Malabares, 1995);
Destierros de la voz (Eternos Malabares, 1995);
Signos celestes (Conaculta, 1995);
Caravana del espejo (Instituto de Cultura de Morelos), y
Escribir para seguir viviendo (Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2000);
La sed del polvo (Conaculta/Inba, 2013), antología prologada por Evodio Escalante;
Sendas de Garibay: memoria, espíritu y astucia (Conaculta, 2015), de entrevistas con Ricardo Garibay y ensayos sobre la obra del novelista, prologado por Juan Domingo Argüelles y Javier Sicilia. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores, bajo la tutoría de Carlos Montemayor y Alí Chumacero (2003-2004) y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, en la categoría Jóvenes Creadores (2005-2006).
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Actualmente, Ricardo Venegas dirige la revista multidisciplinaria
Bitácora pública. Seleccionamos poemas del comienzo y del final en este libro.
I
Esta columna de voces
que el viaje nos procura,
el andamiaje que marinos,
vagabundos, brahmanes
y siervos de otro sol
hallaron en el pulso que despierta,
donde el mirar diluye la presencia.
Regresaba la turba de sonidos,
los enemigos habitando en mí
clavados en mi carne
y en los escombros de palabras
siete sombras acechan
la hoja en blanco de la luz.
Desnudo abandoné mis pasos,
rostro sin rostro
hablé con ese dios:
“En medio de la eternidad soy el instante,
apenas el presentimiento de una hoja
que cruza las espigas del otoño.”
Sentado en esta sombra
admiré la vigilia y el insomnio
de aquella adolescencia hueca
(cartas de amor para una niña
que no conocerá los balbuceos del canto).
Eso era el amor
en aquella distancia de papel rodado.
Conocí la lujuria
en las llamas impresas
de emisarios sin nombre.
Faltó el amor
para gritar,
gritar hasta perderlo todo,
gritar hasta borrar la marca,
desposeído,
inválido de ti,
menesteroso,
andaba con el miedo entre las manos
con la palabra espera.
La mentira es amor de madrugada,
tenía que confesar este cadáver,
saber que miras el cuerpo de esta sombra
que tus ojos alcanzan hasta el alma.
¿Cómo volver a ti con tantos nombres?
¿Dónde se anuncia la verdad
de los que llevan soledad de ti en el alma?
II
Imaginaba que el amor era una falta de hambre,
una entrega gigante,
algo muy santo en el estómago vacío.
Y regresaba de un letargo a clases
después de ajusticiarme a varios enemigos de mi hermano,
en todas las palabras escucho filas de niños en la escuela
formados como ahora,
en un desfile donde vamos
hacia donde la vida fluye y no entendemos
por qué se llama muerte la ausencia que nos marca.
III
Volver,
alguien respira en la canícula del viaje,
solo se escuchan remolinos de viento encadenado,
el vértigo de la palabra
y esta voz
con el velo del alba que se agita.
Vuelvo a nombrarte
desde la confusión de haber nacido
porque te reconozco
en cada cicatriz que me describe,
en cada rostro que amó tu rostro
y se extravió en el polvo.
IV
Ora mis pasos lanzan
espuelas de sentido,
¿cuántas veces me vi en otros ojos,
en la ceguera tibia de movimientos turbios,
en rincones de sueño en que se hunde la oración?,
¿cuántos vocablos hablaré para decir
“también soy nube que regresó a la carne”?
**
XXXI
A donde vayas los puntos cardinales van contigo,
da miedo conocer el mar que arrastra
y hablar frente al relámpago que dice
“la arena que has pisado es un destino”.
XXXII
Almos,
alma del mundo nunca vista,
tuyo es el pulso de los viajes
regados en la orilla como arena del mar.
XXXIII
Nos quedamos varados bajo el árbol
y sentimos un aire de distancia,
descanso acompañado sin saberlo
y es la primera vez que veo al viento.
XXXIV
Alguna vez abrieron el odre de los vientos
y Ulises regresaba de la errancia
cobijado por pieles invisibles.
El vigilante sigue ahí,
el odre permanece abierto.
XXXV
Y oyeron una voz
de vientos que no duermen:
«el que despierta entra en sueños».
XXXVI
Ven a escuchar,
está cantando el humo
de lo que ya se ha ido.