El Águila Azteca a un rey cuestionado

lunes, 25 de enero de 2016 · 13:25
MÉXICO, DF (Proceso).- La noche del domingo 17 el presidente Enrique Peña Nieto condecoró al rey de Arabia Saudita, Salman bin Abdulaziz, con la Orden del Águila Azteca, en grado de collar, máxima distinción que México otorga a extranjeros. Cinco días antes, el martes 12, Amnistía Internacional había pedido la libertad de Walid Abu al Jair, un abogado defensor de los derechos humanos que lleva año y medio en prisión acusado de diversos delitos agrupados en el rubro de “terrorismo”; entre ellos “desobedecer al gobernante”, “cuestionar la integridad de los jueces” y “dañar la reputación” del país. El lunes 11, Human Rights Watch había publicado un informe titulado Asalto sostenido contra la libertad de expresión, en el cual documenta cómo activistas o simples tuiteros han sido sentenciados a muerte o purgan penas de cárcel por expresar ideas disidentes en Saudiarabia. Y el sábado 2, las autoridades sauditas realizaron la ejecución en masa más grande desde 1980: decapitaron a 47 personas. Nada de ello le importó al gobierno mexicano. Ese domingo 17, en un fabuloso palacio de arquitectura árabe tradicional con estilizaciones contemporáneas, Peña Nieto –quien vestía un impecable saco negro y una corbata roja con rayas blancas en diagonal– se puso de pie frente al rey Salman –quien portaba una tradicional jafía rojiblanca ajustada con una diadema negra al estilo saudita– para imponerle la Orden del Águila Azteca, un collar formado por 30 piezas de plata chapada en oro, del que pende la dorada representación del ave extendiendo las alas con magnificencia y sosteniendo en el pico la serpiente, tal como es descrita en la leyenda de la fundación de Tenochtitlán. Oficialmente hay dos motivos para conceder esa distinción: “Para reconocer los servicios prominentes prestados a la nación mexicana” y para “corresponder a las distinciones de que sean objeto los servidores públicos mexicanos”. Debido a que el monarca saudita otorgó a Peña Nieto su propia reliquia personal –la medalla Rey Abdulaziz, todavía más brillante y ostentosa–, podría pensarse que se trata del segundo caso. Pero la prensa árabe no informó que ello fuera así. En cambio, el embajador mexicano en Arabia Saudita, Arturo Trejo, destacó que México le concedió la orden al rey Salman “por sus importantes contribuciones y dedicación a promover el entendimiento, la amistad, la paz y por darle sus servicios a la humanidad”, como registró el diario Arab News en una nota titulada México pone el ojo en fondos de inversión sauditas. “Escuchar y obedecer” La última vez que un mandatario mexicano visitó Arabia Saudita fue en 1975. Luis Echeverría Álvarez viajaba por naciones del mundo en desarrollo, promoviéndose como uno de los líderes del movimiento de Países No Alineados, y establecía además lazos con los grandes productores petroleros. Muy poco se sabía en el exterior sobre las violaciones a los derechos humanos en Arabia Saudita, un reino entonces aún más impenetrable para los periodistas. Y la dinastía de los Saud ensayaba tímidos proyectos de modernización. Cuatro años después, en 1979, clérigos radicales que aseguraban que la dinastía de los Saud se había contaminado con la decadencia occidental, tomaron la Gran Mezquita de La Meca. Alarmados, el rey y sus príncipes quisieron tranquilizarlos dando marcha atrás a esos proyectos modernizadores: cerraron cines y tiendas de música, fortalecieron la policía religiosa que castiga las desviaciones de los súbditos y lanzaron una política de difusión del extremismo islámico. Arabia Saudita ahora es diferente a la visitada por Echeverría. Pero también el gobierno mexicano ha cambiado sus prioridades diplomáticas… al menos el del Peña Nieto, quien, a diferencia de algunos de sus antecesores priistas, no se ha distinguido por denunciar a regímenes dictatoriales. Así, por ejemplo, se mantuvo en silencio cuando el general Abdelfatá al Sisi dio un golpe de Estado en Egipto, tomó el poder y lanzó los tanques contra el pueblo, con al menos dos grande masacres en julio y agosto de 2013 que dejaron unos 2 mil muertos. Ante esos hechos, el gobierno mexicano mantuvo relaciones con Egipto e incluso un consejero del entonces Instituto Federal Electoral (IFE), Arturo Sánchez Guardado, fue a El Cairo a participar en un simulacro de observación electoral destinado a validar unos comicios fraudulentos en mayo de 2014 (Proceso 2029). No debió sorprender que el ejército egipcio, habituado a cometer graves abusos contra la población civil sin ser criticado, haya rehusado asumir cualquier responsabilidad en el ataque con el que mató a ocho turistas mexicanos en septiembre de 2015 ni que la investigación oficial haya exonerado a los militares, descargando la culpa en la agencias de viajes y funcionarios civiles de rango menor. En las autopistas de Riad, la capital saudita –que Peña Nieto y su esposa Angélica Rivera recorrieron–, se levantan anuncios espectaculares con retratos de la trinidad real: el rey, con el príncipe heredero Mohammed bin Sayed a la derecha, y a la izquierda su hijo favorito, Mohammed bin Salman, segundo en la línea de sucesión al trono. Debajo de ellos, en caracteres árabes, un eslogan dice: “Nos comprometemos a escuchar y obedecer”… No a sus críticos, sin duda, por tibios que sean. El nuevo amigo de Peña Nieto no es muy diferente del presidente egipcio. Abdulaziz y Sisi son aliados tan estrechos que el rey le concedió al general un préstamo exprés de 5 mil millones de dólares justo después de que éste dio el golpe de Estado. El objetivo: ayudarlo a estabilizar la economía. Además, sus respectivos regímenes imponen leyes estrictas para castigar a periodistas y disidentes, mantienen las cárceles llenas de opositores –a quienes acusa de terrorismo– y son prolíficos en condenas a muerte.

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