El verdadero Sherlock Holmes
MEXICO, D.F., 12 de enero (Proceso).- El director de la recién estrenada película Sherlock Holmes, Guy Ritchie, suscitó críticas de especialistas como Fernand Gobet en el British Journal of Psychology, quien le señaló que “si bien hay algo de violencia en los libros de Holmes, su fortaleza está en lo cerebral, y un filme que pone énfasis en la violencia está perdiendo la esencia del personaje”. Pero el realizador también despojó al detective de su gorra y su capa, no obstante ser una cinta de época y que para el doctor Joseph Bell –el hombre del cual extrajo Arthur Conan Doyle su personaje– la observación de la vestimenta puede aportar datos para descifrar una personalidad. Es este Bell al cual el escritor estadunidense Irving Wallace dedicó en 1956 un ensayo, del cual se reproducen algunos fragmentos, y que apareció en español en el libro Argumentos fabulosos (Grijalbo, 1966).
En la segunda mitad del siglo, cierta tarde, después de un fin de semana de cacería en Escocia, una docena de invitados se sentaron a la mesa y hablaron de monstruos humanos, asesinos famosos y crímenes sin resolver. Uno de los invitados, el doctor Joseph Bell, el eminente cirujano e instructor médico, sorprendió al resto con sus acrobacias deductivas.
–El problema con la mayoría de las personas –dijo–, es que ven, pero no observan. Cualquier detective bueno debería ser capaz de decir, apenas se ha sentado un extraño ante él, cuál es su ocupación, cuál es su pasado, sus costumbres, y esto sólo por medio de la observación y la deducción rápidas. Mirad a un hombre y en su rostro encontraréis su nacionalidad, sus medios de vida en sus manos y el resto de la historia en su forma de caminar, en sus maneras, sus tatuajes, en los adornos de la cadena de su reloj, en los lazos de sus zapatos y en los hilos adheridos a su ropa.
Los invitados estaban fascinados, pero escépticos. Uno de ellos desafió al doctor Bell para que citara un ejemplo de observación aplicada. El doctor Bell aceptó encantado.
–Un paciente entró en la habitación donde yo instruía a los alumnos, y su caso parecía bastante simple. Me refería a su dolencia. “Por cierto, señores –acerté a decir–, ha sido soldado de un regimiento de Escocia y, probablemente, ha pertenecido a la banda”. Hice notar el balanceo de su forma de caminar, que sugería el de un gaitero de las tierras altas; su baja estatura me indicó que, si había sido soldado, probablemente le habían destinado a la banda. Pero el hombre insistió en que sólo era un zapatero y que jamás había pisado el ejército. Esta fue una respuesta aplastante, pero como estaba seguro, ordené a dos de los empleados más fuertes que le llevaran a la habitación contigua y le desnudaran.
“De inmediato percibí una pequeña D azulada marcada en la piel, bajo el pecho izquierdo. Era un desertor. Así les marcaban en los días de la guerra de Crimea. Podía comprenderse su negativa. Sin embargo, esto comprobó que mi primera observación era acertada. Confesó haber pertenecido a la banda de un regimiento escocés, durante la guerra contra los rusos. Realmente fue elemental, señores.
La mayoría de los invitados quedaron impresionados. Pero uno de los oyentes comentó burlonamente:
–Vaya, si el doctor Bell casi podría ser Sherlock Holmes.
A lo cual replicó el doctor Bell:
–Mi querido señor, yo soy Sherlock Holmes.
Y el doctor Bell no hablaba en broma. En realidad era el Sherlock Holmes original, la inspiración de la vida real para el inmortal detective. De hecho, A. Conan Doyle, en una carta al doctor Bell fechada el 7 de mayo de 1892, reconocía francamente su fuente de inspiración. Admitía que debía la creación de Holmes a las enseñanzas de su antiguo instructor y a sus demostraciones sobre la deducción, la inferencia y la observación.
Cuando el doctor Bell se aventuró a repetir en su correspondencia con Doyle la anécdota sobre el gaitero de la banda del regimiento de Escocia, el autor la aceptó agradecido para incluirla en una de las futuras aventuras de Sherlock Holmes. Aun cuando Doyle estimaba que la anécdota necesitaba de una trama secundaria, como de otros sospechosos para desviar de la senda del desertor a los lectores, también pensó que poseía la materia prima necesaria para una novela de intriga. Pidió permiso al doctor Bell para utilizarla y agregó que desearía tener una docena de casos similares. En 1924, trece años después de la muerte del doctor Bell, Doyle confesó:
–Utilicé y amplié sus métodos cuando traté de dar forma a un detective científico que solucionaba los casos por sus propios medios.
(...)
La tarea del doctor Bell era la de cirujano consultor para la Enfermería Real de Edimburgo. Su vocación y habilidad más espectacular consistía en enfrentarse a una persona totalmente desconocida y, simplemente con mirarla, deducir su nacionalidad, sus costumbres, su trabajo y el medio en el cual se desarrollaba su vida. Además de inspirar la creación de lo que el fallecido Grant Overton ha titulado “el personaje más famoso de la literatura inglesa”, este hobby ayudó incalculablemente al doctor Bell en la investigación de numerosos casos de asesinato, contribuyó en la formación de varias generaciones de doctores en medicina con verdadero talento para los diagnósticos, y finalmente ayudó al propio doctor Bell para transformarse en una leyenda de la literatura internacional y de los círculos policiales.
(...)
Relato tras relato, Sherlock Holmes reiteró sus leyes para el análisis y la deducción.
“Es un error fundamental teorizar antes de obtener datos. Uno comienza insensiblemente a tergiversar los hechos para seguir las teorías, en vez de teorizar para seguir los hechos… Ya conocen mi método. Se funda en la observación de nimiedades…”
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En un ensayo criminal escrito hace 50 años, el doctor Bell afirmó: “La importancia de lo infinitamente pequeño es incalculable. Si se envenena un pozo de agua en La Meca con el bacilo del cólera y el agua santa que los peregrinos llevan en sus botellas, se infectará a todo un continente, y los harapos de las víctimas de la epidemia horrorizarán a todo puerto de mar de la cristiandad”.
(...)
Dentro del edificio de la Enfermería Real de Edimburgo, dotado de chapitel, en el anfiteatro iluminado por las vacilantes llamas de gas, el doctor Bell trataba de probar diariamente a sus alumnos que la observación no era magia sino una ciencia. La demostración acostumbrada, hecha con voz cargada de seco humor ante cada nuevo curso de estudiantes de medicina, consistía en coger una probeta con un líquido ambarino.
–Esto, señores, contiene una droga muy potente –explicaba el doctor Bell–. Tiene un gusto muy amargo. Ahora, quisiera saber cuántos de entre ustedes han educado sus poderes de percepción. Por cierto, podríamos analizar fácilmente este líquido por medio de la química, pero quiero que lo huelan y prueben y, como jamás pido nada a mis alumnos que yo mismo no esté dispuesto a hacer, lo probaré antes de pasarlo por la sala.
El doctor Bell hundía entonces un dedo en el líquido, se lo llevaba a los labios, lo chupaba y hacía una mueca. A continuación entregaba la probeta a sus alumnos. Cada estudiante hundía un dedo en el amargo elemento, se lo llevaba a la boca y hacía una horrible mueca. Una vez que la probeta había dado la vuelta a toda la sala, el doctor Bell observaba a todos sus alumnos y comenzaba a reír.
–Señores, señores –les solía decir–, veo con pesar que ninguno ha desarrollado el poder de percepción del que tantas veces les he hablado. Porque, si me hubieran observado cuidadosamente, habrían descubierto que, si bien introducía el dedo índice en esa amarga medicina, era el anular el que me llevaba a los labios.
(...)
Cierto día en que entró en la sala un paciente de curtida piel, el doctor Bell le miró y, sin vacilar, dijo a sus alumnos:
–Señores, aquí tenemos a un pescador. Hoy es un día de verano muy caluroso; sin embargo, el paciente lleva bota de caña alta. Nadie más que un marino las utilizaría en un día como éste. El color de su piel indica que se trata de un marino de costa. La vaina del cuchillo bajo la chaqueta es del tipo usado por los marinos. Y para comprobar la veracidad de estas deducciones, observo que hay algunas escamas aheridas a su ropa y a sus manos.
(...)
Pero el ejemplo más famoso de la habilidad del doctor Bell fue uno que Conan Doyle relató en su autobiografía. Entró en la sala de la enfermería un paciente totalmente desconocido para el doctor Bell, vestido con ropa de civil. El doctor Bell estudió a su visitante en silencio y luego habló:
–Bien, veo que ha estado en el ejército.
–Sí, señor.
–¿Y hace poco que lo dejó?
–Sí, señor.
–¿En un regimiento de las Tierras Altas?
–Sí, señor.
–¿Suboficial?
–Sí, señor.
–¿Destinado en Barbados?
–Sí, señor.
El doctor Bell se volvió hacia sus alumnos.
–Como habrán podido observar, señores, era un hombre respetuoso, sin embargo, no se quitó el sombrero. No lo hacen en el ejército, pero habría aprendido modos civiles si hubiera abandonado el ejército hace tiempo. Tiene un aire de autoridad y, obviamente, es escocés. En cuanto a Barbados, puedo decir que su enfermedad es elefantiasis, que se da en las Indias Occidentales y no en Gran Bretaña.
Años después, Conan Doyle seguía impresionado por ese incidente (“bastante milagroso, hasta que fue explicado”, comentó), hasta tal punto, que lo copió casi exactamente en una aventura de Sherlock Holmes titulada El intérprete griego.
Este texto se publicó en la edición 1732 de la revista Proceso que empezó a circular el sábado 9 de enero.