Puente Grande, el último infierno
El penal federal de Puente Grande, en Jalisco, tiene reservada una cruel “bienvenida” a los recién ingresados: además de las agresiones físicas fuera de todo límite, las humillaciones y las torturas psicológicas. El periodista michoacano J. Jesús Lemus vivió esa experiencia. Y los tres años que pasó en esa cárcel –injustamente, según asegura– le han dado material para escribir dos libros. Del segundo de ellos, Los malditos 2. El último infierno. Más historias negras desde Puente Grande (Grijalbo, 2016), se reproducen a continuación fragmentos del capítulo 2.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Las paredes de la cárcel federal de Puente Grande siempre me parecieron demasiado altas. El día que por teléfono me informaron acerca de mi sentencia a 20 años de cárcel, aquellas inmensas bardas crecieron varios metros más. En mi cabeza no cabía la posibilidad de pasar los próximos 20 años de mi vida encerrado en aquella prisión, donde la condición humana es lo último que se respeta.
La “recomendación” del gobernador panista Juan Manuel Oliva Ramírez y la ira de algunos políticos de Michoacán muy cercanos al presidente Calderón a quienes incomodé con varias notas en mi periódico local, fue suficiente para sentenciarme antes de concluir el proceso penal.
Tras el primer pase de lista de las seis de la mañana, el pasillo A de la sección 2-B del módulo uno quedó en total silencio. Todos, igual que yo, repasaban mentalmente el diálogo que desarrollarían a través del hilo telefónico. Nadie quería dejar para 12 días después alguna duda o pendiente con su familia. Queríamos bebernos el mundo en esos 10 minutos de conversación. Para compensar esa dificultad de comunicación los presos desarrollan una habilidad para resumir sus encargos, dudas y saludos en frases cortas, a veces codificadas. Se habla en forma telegráfica. Sólo se dice lo esencial. Nadie quiere que su diálogo sea repetitivo y por lo tanto claramente interpretado por los presos que están formados para usar el aparato.
“¡Lemus, mil 568, acérquese ya! ¡Está lista su llamada!”, gritó el oficial a cargo de la seguridad del pasillo y me desplegó el auricular.
De tres pasos llegué a él, quien me extendía el teléfono a la mayor distancia posible como si yo fuera un apestado, y le arrebaté el aparato. Antes de poder decir una palabra alcancé a escuchar al otro lado de la línea lo que me pareció un sollozo. El ladrido lejano de Horacio me inquietó más. Mi perro siempre me saludaba a través de la línea como si supiera de mi dolor. No me atreví a romper el silencio que zumbaba en el auricular. Ella habló primero. La sangre se me heló cuando escuché lo que ya presentía desde la madrugada.
“Ya dictó sentencia el juez”, me dijo quedo, haciendo esfuerzos para evitar que la voz se le quebrara. Respiró hondo. Intenté pasar un trago de saliva pero tenía reseca la boca; no hay nada peor que eso y el presentimiento de la soledad.
–¿Cuándo se dictó la sentencia? –pregunté como si eso fuera lo más importante. Me negaba a escuchar los años que me había dado el juez al considerarme responsable de algo que sólo había pasado en la cabeza del juzgador.
–Te declaró culpable –dijo ella secamente, y con todo el dolor de la desesperanza acumulado me soltó–: te sentenció a 20 años.
[caption id="attachment_455058" align="alignnone" width="702"] Los malditos 2. El último infierno. Más historias negras desde Puente Grande (Grijalbo, 2016)[/caption]
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La iniciación como preso federal en las cárceles mexicanas es más que denigrante. Atenta no sólo contra los derechos humanos sino contra la integridad física de los presos, quienes son tratados como animales. Se les tira a matar. Ese maltrato no se reconoce en ninguna instancia oficial ni en la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Sin embargo, existe. Conocí presos que quedaron lisiados de por vida luego del ritual de acceso a la cárcel de Puente Grande. También conocí casos de internos literalmente asesinados a golpes. Sus cuerpos se entregaban a los deudos con el simple cuento de que se habían suicidado o el mañoso invento de que tuvieron un infarto.
El proceso de ingreso a una cárcel federal dura entre 70 y 120 minutos, según haya sido clasificado el reo y a veces también cuenta la organización a la que supuestamente pertenece. Mi iniciación duró más de dos horas: era un reo “de altísima peligrosidad”. Una escolta de policías federales, entonces de la AFI, me había trasladado por orden del juez de consigna de la cárcel de Puentecillas, en la ciudad de Guanajuato, a Puente Grande, en las inmediaciones de la zona metropolitana de Guadalajara, Jalisco.
Mi ingreso a prisión fue a las cuatro de la tarde. Fui esposado con las manos por detrás y obligado a sentarme en el suelo con las piernas estiradas, en forma de “V”, con la barbilla pegada al pecho. La intención es adormecer todo el cuerpo del prisionero. Dos perros, a centímetros de mi cara, amenazaban con arrancarme las orejas si me movía siquiera un centímetro. Después de casi media hora de estar en esa posición tenía las piernas adormecidas por falta de circulación sanguínea. Me levantaron.
El hangar de acceso a Puente Grande se convierte en sala de tortura. Ahí recibí el primer trato humillante: el personal médico, conformado por mujeres, obliga a los presos a desnudarse completamente. Las mujeres se encargan de la revisión de todas las cavidades corporales. A base de gritos se dan las instrucciones. El interno se tiene que abrir todos los orificios y mostrarlos para gozo del personal médico. Entre risas e insultos, todo el proceso es videograbado.
Fuera del alcance de las cámaras de vigilancia, el preso recién ingresado es llevado a empujones por una docena de guardias de seguridad, siempre corriendo, esposado con las manos por la espalda, con la barbilla pegada siempre al pecho para aumentar la sensación de ahogamiento. Si se detiene para tomar aire, la jauría de guardias lo comienza a golpear hasta que pierde el conocimiento. Los golpes son mortales; van a todas partes del cuerpo. Si el preso se desmaya lo reaniman a golpes, y si no se derrumba lo desmayan también a golpes. Uno a uno, todos los custodios valientemente encapuchados descargan su furia sobre su nueva víctima.
El tramo entre el hangar de entrada y el área de destino del preso –el COC– es de más de dos kilómetros. En ese trayecto los internos son detenidos unas 50 veces por los guardias para golpearlos. En ocasiones éstos utilizan toletes y perros para aniquilar más rápidamente al reo. En mi ingreso perdí la noción del tiempo y del espacio por la brutal golpiza. Todos los presos llegan bañados en sangre al COC, pero el gobierno siempre negará esta versión.
El COC es la puerta al infierno. Ahí se mantiene a los delincuentes más temibles de todos los que son enviados al penal federal. Yo entré, por decreto del juez, como un reo de altísima peligrosidad, por lo que se me dictó un aislamiento de seis meses. Era parte de la terapia de reeducación a la que debía someterme –de acuerdo con el peritaje en criminalística que se me practicó– para reencauzar mi comportamiento. Fui enviado al “pasillo de los locos” o “pasillo de los encuerados”, como lo llaman los oficiales de guardia y el personal médico.
Ahí conocí a un oficial que mezclaba la filosofía y el sadismo en su tratamiento a los presos. Me dijo a gritos, mientras me pateaba en el suelo, que en la cárcel el dolor físico es nada comparado con el dolor del alma que viene luego. El día que conocí mi sentencia entendí la filosofía de Tizoc, que era el nombre clave con el que los presos reconocíamos a ese oficial dentro del COC.
Fui asignado al pasillo 2-B del módulo uno cuando alguien, desde la dirección de la cárcel, decidió que ya había pasado la etapa de reeducación. Se ordenó que me integrara a la población carcelaria de procesados. Cuando llegué a mi nueva celda, al primero que escuché saludarme fue a Luis Armando Amezcua Contreras. Eran las ocho de la mañana cuando me llevaron a empujones desde el COC. Escuché algunas voces decir que había llegado “carne fresca”, pero sentí alivio al oír a otros, como Amezcua, que tranquilizaban al resto de los presos como el amo a sus perros.
Antes de ir a mi nueva celda, luego de seis meses de carecer de todo, se me entregó un uniforme, una cobija, un colchón y artículos de higiene personal. Volví a conocer los calzones, los zapatos y hasta los calcetines. El aislamiento había hecho su efecto: me daba miedo la gente, me costaba trabajo relacionarme con los otros presos, escuchaba ruidos y me sobresaltaba. De igual manera, comencé a desarrollar diversas fobias. Uno de los primeros que me brindaron confianza fue Amezcua, que al enterarse de mi desgracia me animó a no decaer.
Para entonces ya tenía más de dos años viviendo en la celda 149 del pasillo 2-B del módulo uno, que en ese tiempo sólo albergaba a los líderes de algún cártel. Atrás había quedado mi segregación en el COC, donde estuve sometido a las “terapias de reeducación” que el juez federal de mi causa ordenó. En el módulo uno las celdas –con la misma dimensión que las del COC, de dos por tres metros– no son individuales sino para dos personas; yo la compartía con Alfredo, un reo casi 15 años menor que yo y cuya corta estatura hacía difícil creer que estaba acusado de delitos graves.
Esa noche, como la siguiente y las que vinieron en esa semana, no pude dormir. Intentaba conciliar el sueño en medio de las quejas y los lamentos de los otros internos, que hablan solos en la noche. El vecino de al lado, Amezcua Contreras, escuchando que yo rondaba por mi celda a deshoras de la madrugada como el animal enjaulado que era, trataba de darme ánimos.
“Ya no te atormentes, Chuyito –me dijo con la voz de un niño que no acaba de verse asombrado por la simpleza de las cosas–. Todo se te va a solucionar. En los años que llevo de preso he visto salir a verdaderos criminalazos; con mayor razón tú, que dices no tener nada que ver en esto de la delincuencia organizada.”
Las palabras de Amezcua Contreras fueron de mucha ayuda, no por tratarse de él sino porque era uno de los reos con más años en esa cárcel federal. Él sabía de lo que hablaba. Para entonces, Rafael Caro Quintero, que había sido su compañero de celda, ya había sido trasladado a la cárcel estatal de mediana seguridad, también en Puente Grande, y estaba a un paso de su libertad. Le había ganado un amparo al gobierno federal para librarse, luego de más de 24 años, del infierno de las prisiones de alta seguridad. El liderazgo moral de aquel pasillo había quedado acéfalo con el traslado de Caro Quintero. De alguna manera Amezcua Contreras era reconocido por todos los presos como la persona que ahora daba los consejos y orientaba a los presos que, como yo, de pronto estaban afrontando nuevas dificultades en la reclusión.
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Cuando escuché a Amezcua Contreras alentarme con su frase de que la cárcel no era para siempre, recordé en automático mis primeras visitas al área de psicología de Puente Grande. También ahí priva ese convencimiento, sólo que con un sarcasmo especial, lo que hace más perverso el desdén hacia el recluso. La primera vez que acudí a consulta –en realidad un interrogatorio judicial que se hace por encargo del Ministerio Público o el juez para redondear la investigación sobre el preso– escuché decir a la psicóloga ese mismo argumento con mucho desprecio:
“La cárcel no es para siempre –me dijo aquella mujer entrada en años que sólo en la primera impresión daba una imagen maternal y de confianza–. Todo mundo sale finalmente de la cárcel –insistió acercando su rostro a pocos centímetros del mío y ya mostrando su verdadera personalidad–. Nadie se ha quedado en esta cárcel; todos se van finalmente, algunos sin poder caminar, otro con los pies por delante… pero nadie se queda aquí.”
Yo estaba sentado frente a ella en el reducido cubículo de tres por tres metros. La postura obligada para el preso es mantener las manos sobre las rodillas, la vista al frente y no hablar si no le hacen preguntas. La psicóloga, de pie y con las manos sobre el escritorio, intentaba acercar aún más su rostro al mío. Insistía en que todos los delincuentes como yo debían estar en reclusión y no salir nunca. “Merecen la muerte”, dijo escupiéndome la cara. Hizo un breve monólogo sobre Dios, la familia, la patria y la delincuencia. Terminó por asegurar que pasaría el resto de mi vida en la prisión. Por eso la alocución de Caro Quintero me pareció casi institucional.
La primera psicóloga que me atendió tras ingresar a Puente Grande, que era la jefa de ese departamento según me enteré después, me ofreció escribir una carta póstuma por mí. Fue amable. Me garantizó que ella escribiría las líneas más bonitas que hablaran de mi honestidad el día de mi funeral. Hasta me ofreció reivindicarme con la sociedad a cambio de que muriera en mi celda.
“Si usted quiere puede matarse –me respondió cuando le dije que no tenía nada a mi alcance para ese cometido–. Usted es muy inteligente. Si usted se lo propone, seguro que termina muerto.”
Los ojos le brillaron y sentí que la boca se le llenó de saliva. De mi parte sólo hubo silencio. El miedo a morir me mataba.
“Si usted se mata en la cárcel lo van a recordar como un hombre cabal, íntegro, fiel a sus ideales –me dijo aquella especialista–, pero si se queda en prisión va a ser la vergüenza para toda su familia y sus amigos que confiaron en usted. Así que de usted depende cómo quiere que lo recuerden.”
La “sugerencia” me golpeó en el ánimo. Sus palabras me fueron aniquilando la voluntad de vivir. Como consecuencia de la forma en que me la estaban escupiendo, durante varios días estuve valorando la posibilidad de matarme. En mis posteriores consultas reconocí que me faltaba valor para hacerlo. En cada una de las terapias programadas la psicóloga no dejaba de alentarme; hasta modificó su actitud: me ofreció la posibilidad de que yo escribiera el mensaje para mi familia. Para ello me entregó a escondidas de las cámaras una punta de grafito con el fin de que escribiera el mensaje en una pared de la celda. No se lo dije, pero decidí no matarme y opté por darle un mejor uso: comencé a escribir los diálogos que sostenía con algunos de los presos más reconocidos en aquel sector de la prisión. En ese momento sembré la semilla de lo que sería mi libro Los malditos. Tiempo después, cuando conocí mi sentencia por teléfono y tuvieron que pasar cinco días más para que me llegara la notificación oficial mediante el juzgado, volvieron a retumbar las palabras de la psicóloga en mi cabeza. Uno de los oficiales de guardia me recordó su actitud. Un día, mientras nos sacaban al patio a tomar media hora de sol, aquel oficial me mandó llamar.
“Ya te sentenciaron”, me dijo, como si yo no lo supiera, y se le asomó una maliciosa sonrisa.
Me quedé en silencio frente a ese guardia, que no dejaba de evidenciar que algo de mi desgracia lo hacía feliz. Estaba tras la reja de la puerta del patio y yo permanecía parado frente a él, con las manos atrás. No respondí. Se deleitó tratando de buscar una reacción en mi rostro. Olfateaba como un perro en busca del mínimo gesto de dolor.
–¿Qué vas a hacer? –lanzó la pregunta al ver que bajé la vista al suelo; seguía buscando morbosamente emociones en mi rostro.
–Presentaré mi apelación –le dije secamente, porque era mi obligación responder al oficial.
–Te van a confirmar los 20 años de cárcel –me aseguró como si conociera mi expediente; habló como un emisario del juez–. Si te sentenciaron en la primera instancia ya no hay vuelta de hoja, resígnate a vivir 20 años en esta mierda.
No contesté nada. Seguí mirando al suelo.
–Se te van a terminar las visitas familiares. Te vas a quedar solo en esta cárcel –insistió como si se hubiera asomado al futuro–. En dos años más ya nadie se va a acordar de ti. ¡Mejor ahórcate! –me soltó cáusticamente–. Si quieres te llevo ahora mismo a tu celda, en lo que todos están en el patio. Te cuelgas con la sábana y se terminó todo.