La UNAM: aquellos meses de indigencia...
Entre el 20 de abril de 1999 y el 23 de abril de 2000, la UNAM fue paralizada por un grupo de estudiantes aglutinados en el Consejo General de Huelga en rechazo a la modificación al Reglamento General de Pagos propuesta por el Consejo Universitario. La huelga terminó con el rectorado de Francisco Barnés de Castro, quien renunció en noviembre y poco después fue sustituido por Juan Ramón de la Fuente. El escritor Ignacio Solares recupera ese intenso periodo en su libro La Universidad rediviva. Diálogos con Juan Ramón de la Fuente, publicado por editorial Taurus y recientemente presentado en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Proceso adelanta la introducción escrita por el autor.
MÉXICO, DF (Proceso).- Hasta el tiempo se mezclaba y confundía esa mañana del 25 de enero de 2000 en que, esperábamos en la avenida de los Insurgentes la llegada del Rector, quien el día anterior había decidido entregar a los representantes del Consejo General de Huelga (CGH) una copia del plebiscito en el que más de 180 mil universitarios –90% de ellos– se manifestaban tajantemente por levantar el paro que tenía cerrada la UNAM desde el 20 de abril del año anterior.
La multitud empezó a congregarse varias horas antes, cuando el perezoso sol invernal terminaba apenas de desenredar las últimas hebras de neblina en los árboles y aún podían escucharse, aquí y allá, los cónclaves de unos pájaros mitoteros, informantes del alboroto en que nos meteríamos nosotros mismos poco después.
Había algo vertiginoso y crispado en los rostros que llegaban, un como halo de rito por cumplir, la inminencia de que en cualquier momento “con cualquier pretexto, lo cotidiano recobraría –¡por fin!– su dimensión mítica y trágica. Muy en especial si la efervescencia del reclamo y la protesta llevaban 10 meses gestándose y alentándose (en buena medida, al margen del conflicto universitario). Algo que se potenciaba y exacerbaba apenas tomaba uno conciencia –y cómo no hacerlo– de las transmisiones televisivas y radiofónicas en vivo y en directo, de que casi el país entero se había paralizado aquel día para enterarse del acontecimiento. Los ratings, por las nubes; los tirajes de periódicos y revistas reportaban cifras estupendas.
“La UNAM es como el corazón de la ciudad. ¡Si continúa el paro nos vamos a infartar todos!”, declaró al periódico Reforma una de las llamadas Damas de Blanco, quienes semanas antes hicieron una manifestación en los puentes del Periférico –para no obstruir el tránsito– en contra de la huelga.
El Universal, por su parte, informaba: “Saldos de la huelga: 5 mil universitarios sin título. Se han perdido 206 millones 925 mil horas de alumno /clase”.
Grupitos de estudiantes –¿paristas o antiparistas?– se conformaban, se apretujaban, intercambiaban risas y seguramente informaciones secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas.
El sol también ganaba nuevos espacios con grandes esfuerzos y empezaba a adquirir la forma de una oronda naranja.
El enjambre de supuestos periodistas (la mayoría, luego se supo, miembros del propio CGH y otras personas cuya verdadera identidad nunca se conoció) aumentaba en forma alarmante. En el momento oportuno, y para bloquear todo paso a Rectoría, esgrimirían sus micrófonos, sus cámaras fotográficas y de video, como poderosas armas. “Yo supuse que me iban a hacer una entrevista y me partieron la nariz”, confesaría Alfonso Muñoz de Cote, con un pañuelo manchado de sangre en la cara.
Paristas y antiparistas, colonos, trabajadores, campesinos, mujeres con niños –una mujer hasta llevaba un estandarte de la Virgen de Guadalupe–, meros curiosos atisbando por encima de todos los demás hombros el paso del personaje célebre o del suceso insólito. Vendedores de atole, tamales, refrescos, papitas y hasta sombreros –los mismos que habían seguido al CGH de asamblea en asamblea– colocaban sus puestos desde temprano, le daban color al ambiente y –cómo no– hasta un cierto aire de fiesta.
La Universidad era gnosis, revelación de lo otro, desdén de una realidad limitante y trivial, y nuestra única posibilidad de trascendencia dentro de la ciudad misteriosa de los 18 años: huéspedes de vecindades escarapeladas como caras sucias, patios traseros con tendederos multicolores y un gato adormilándose, el libro, adquirido a costa del cine del fin de semana, la soledad como un vacío en los bolsillos, los encuentros únicos y definitivos, los signos en cada puerta y en cada esquina, el fervor por tanta cosa incomprendida pero iluminada por una pasión total, por la disponibilidad parecida al viento y a las calles.
¿Qué había sucedido en esa Universidad tan entrañablemente nuestra –de todos y de cada uno– para que llegara a aquel momento de parálisis agónica, al borde del infarto masivo al miocardio, como pregonaba alarmada la Dama de Blanco?
El 9 de diciembre de 1999, durante los llamados diálogos de Minería entre la Comisión del Rector y representantes del CGH, iniciados a fines de noviembre –diálogos que casi sistemáticamente terminaban en monólogos de los ultras–, escribió Soledad Loaeza en La Jornada: “Los paristas que integran el CGH insisten en representar una mayoría; sin embargo, únicamente sus simpatizantes están dispuestos a aceptar tal pretensión. Si algo ha quedado demostrado (en los diálogos de Minería) es que los paristas son una minoría de activistas radicales, cuyo apoyo fundamental es la impunidad y algunos grupos extrauniversitarios más o menos identificados”.
Hasta contra el periódico que los apoyó en un principio –La Jornada– se lanzaron.
Cuenta Roberto Garduño en una nota de ese mismo 25 de enero:
“Uno de los asesores del CGH se acercó a este reportero para reclamarle:
–Ustedes sólo publican mentiras, tu dirección miente, tú también mientes…
–Envía una carta a la dirección y deja de estar molestando.
–En tu periódico todos tienen mierda en la conciencia.
–Mierda en la que ya te revolcaste”, terminaba el reportero.
Y en esa misma nota, otro miembro del CGH hacía una inadmisible acusación a uno de nuestros escritores más solventes y lúcidos:
“El pinche Monsi sólo se dedica a publicar mamadas y mentiras.”
Salvador Martínez della Rocca, El Pino, calificaba de verdaderamente criminal lo que estaba haciendo el CGH con la Universidad y recurría a una incendiaria metáfora literaria:
“Me parece suicida la afirmación de un miembro del CGH acerca de que iban a cerrar para siempre un Instituto de Humanidades porque ahí solo se hacían libros … para ricos:
“Me recordó el pasaje de Fahrenheit 451 de Ray Bradbury, en donde por decreto de unos cuantos se queman todos los libros. El CGH no está ya muy lejos de ello.”
Raúl Trejo Delarbre había escrito por esos días:
“Numéricamente pocos en comparación con la enorme cantidad de alumnos que tiene la UNAM, los huelguistas son expresión patética, y también triste, del rencor social y el adocenamiento ideológico que padece buena parte de la actual generación de jóvenes mexicanos. La intolerancia con que tomaron e impusieron sus decisiones, distinguió a su movimiento de muchas otras luchas y huelgas en la historia de la Universidad y de la sociedad mexicanas.”
En una entrevista en Radio Universidad, José Ramón Enríquez le dijo a Ricardo Pacheco, El Diablo, uno de los huelguistas:
–El CGH le está haciendo el juego a la derecha.
La respuesta del Diablo resultaba reveladora:
–¿Qué puede ya significar para nosotros hablar hoy de movimientos de derecha o de movimientos de izquierda?
Mario Benedetti dice que “la política es la historia que se está haciendo, o se está deshaciendo”. El compromiso sería, pues, una actitud decidida ante esa historia en movimiento. En especial de un tiempo a esta parte, en que la historia –y en consecuencia la política– no sólo se mueve, sino que además brinca, ondula, patina, hace piruetas y se estremece. A veces da vueltas como trompo y al parar ya no sabe bien a dónde va.
Lo cierto es que, más allá de las etiquetas, lo que le dijo Enríquez al Diablo encierra una valiosa verdad, en especial por el brinco que puede dar la frase: “Le están haciendo el juego a la derecha… que quiere por todos los medios desprestigiar a la izquierda”. Habría que regresarles a las palabras su significado original para no participar en las mascaradas. Porque, parece obvio, como parte de la confusión, “una de las metas actuales de la sociedad capitalista es introducir en la izquierda un sentimiento de culpa de alcances universales”, dice Benedetti. Mediante una especie de dialéctica del diablo (el real), a los medios capitalistas les resulta fácil desautorizar hoy cualquier intento por denunciar las injusticias sociales de un sistema.
Lo cierto es que, en este nuevo siglo, el aparente fin de las utopías y la muerte de las ideologías (con toda la desesperanza que conlleva) han propiciado y alentado un capitalismo salvaje. Y ha sido entonces, paradójicamente, como parte de la deshumanización, cuando los extremismos de izquierda y de derecha se confunden, se coaligan, se yuxtaponen. Por eso, concluye Benedetti, que, como se habrá visto, sabía bien de esto: “Si la humanidad se quedara sin eso que llamamos ‘la izquierda’ –una ‘izquierda’ objetiva realista con el nuevo mundo que vive–, renunciaría a su mejor y casi única posibilidad de cambio real, a su radical y esencial vocación de justicia”.
Pero por más recuerdos y reflexiones que hiciéramos por ese rumbo para distraernos, lo cierto es que aquella mañana del 25 de enero de 2000, la atmósfera se volvía irrespirable. Una avispa, 10 avispas, mil avispas zumbaban a nuestro alrededor. Era como permanecer sujeto a un pararrayos, en plena tormenta, y suponer que nada pasaría.
A las 10 salió el Rector por un túnel que comunica el Estadio Olímpico con la explanada de Rectoría. Iba acompañado por los miembros de la Comisión de Garantías: Miguel León-Portilla, Alejandro Rossi, Clementina Díaz y de Ovando, René Drucker, Luis de la Barreda, Rolando Cordera, Joaquín Vargas y Federico Reyes Heroles.
La comitiva logró dar unos pasos y atravesar la avenida, pero la multitud y el grupo de periodistas se les echaron encima, avasallándolos.
El limitado espacio que ocupaba con mis compañeros fue como un vidrio instantáneamente trizado por un bosque de manos crispadas y cámaras blandiéndose como espadas, gritos confusos que se entreveraban conformando una materia insoportablemente pegajosa y eruptiva. Casi sin sorpresa vi a dos hombres saltar como monos del pirul que estaba al lado del túnel y correr enfurecidos hasta el grupo que rodeaba al Rector.
–¡No lo dejen pasar! ¡Fuera con él, fuera!
–¡Huelga, huelga!
–¡Rector ilegítimo!
–¡Prensa vendida!
–¡Ni un paso adelante! ¡Rápido, una valla, una valla!
Pero aunque por momentos ganaban en intensidad y en volumen los gritos a favor del plebiscito y los ¡Goya!, lo determinante fue la violencia con que se rechazaba a todo aquel que se acercaba mínimamente a la malla ciclónica que rodeaba la explanada de Rectoría.
El Universal consignó la presencia de un hombre con un machete en lo alto.
Una mujer se mesaba el pelo como yo sólo había visto hacerlo en el teatro. Sus manos eran dos aspas y su voz ascendía y tronaba como una gran ola que de pronto reventó:
–¡Virgencita de Guadalupe, no permitas que nuestros hijos se vuelvan violentos!
A René Drucker se le acusaba de traidor… por perredista.
Dentro de la barahúnda, alcanzamos a escuchar algunas palabras del Rector:
“Éste es el documento que les vengo a entregar –y que nadie recibió– y espero que reanudemos el diálogo con la Universidad abierta y funcionando…”
Pero la capacidad del estrépito iba virando a un tono cada vez más agudo, roto aquí y allá por verdaderos alaridos entre los que me pareció oír algunos con ese color especialísimo que da el sufrimiento humano.
–¡Huelga, huelga!
–¡Tierra y libertad!
–¡Patria o muerte!
En algún momento, vimos al Rector atrapado en la cresta de una alta ola oscura, ondulante, que lo arrastraba lejos del grupo con el que había llegado –en la televisión, nos dijeron después, la imagen resultó aún más dramática– y nos invadió un estremecimiento súbito.
¿Hasta dónde llegaría el pandemónium?
Por fin –y sólo nosotros, ahí y entonces, entendimos lo que tan suspirante expresión significaba– unos minutos después supimos que el Rector, ante la imposibilidad de seguir adelante y dentro del ojo mismo del huracán, sin perder la calma, logró subir a su auto y se retiró, sin posibilidad alguna de entregar a los representantes del CGH el documento signado por la inmensa mayoría de los universitarios. Había llegado a estar a unos cuantos centímetros de algunos de ellos, quienes titubearon, estuvieron a punto de recibir un documento avalado por varias empresas y organismos independientes que certificaban la validez del plebiscito, incluyendo a Amnistía Internacional; pero recibirlo era claudicar, hubiera sido para nosotros ganar. No lo recibieron. En una conferencia de prensa que el rector Juan Ramón de la Fuente ofreció ese mismo mediodía, exigió al CGH deslindarse de agrupaciones extrauniversitarias como el Bloque de Fuerzas Proletarias, Colonos de Santo Domingo, el Ejército Popular Revolucionario, el Frente Popular Francisco Villa, el Bloque de Organizaciones Sociales y la Central Universitaria de Trabajadores. Puntualizó: “Una cosa es la prensa acreditada, profesional, que con plena libertad ha cubierto los sucesos universitarios con diferentes matices y puntos de vista, y otra muy diferente es la infiltración de la que ustedes y la sociedad mexicana en general han sido testigos”.
¿Cómo y por qué habíamos llegado a la situación límite de aquella mañana y qué sucedió los días y meses siguientes?