Iguala, el gran surtidor de heroína
La decisión postrera de Vicente Fox de suspender la fumigación de plantíos de mariguana o amapola obedeció a una política específica: Estados Unidos necesita cierta cantidad de droga –sobre todo heroína– para satisfacer a sus 20 millones de adictos; a Iguala le tocó ser un inmenso surtidor de opiáceos. Y esa ciudad perversamente reconvertida fue la trampa en la que cayeron los normalistas de Ayotzinapa en septiembre del año pasado, como lo documenta el periodista José Reveles en su libro Échale la culpa a la heroína (Grijalbo, 2015), del cual publicamos a continuación un fragmento, con permiso del autor y de la editorial.
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Es claro que en pocos años Iguala se fue transformando en un centro de acopio, preparación, selección, empaque y envío de goma de opio y heroína hacia Estados Unidos. Es el territorio productor de amapola o adormidera más importante no sólo de la República mexicana, sino de toda América.
México ya es el segundo país en el mundo, solamente después de Afganistán, en cuanto a potencial de obtención de heroína. Superó con creces a Colombia como abastecedor de opiáceos al mercado estadunidense (30 veces más) y desplazó a la antes segunda región productora mundial, el llamado Triángulo Dorado del sudeste asiático, donde convergen Myanmar (antes Birmania), Laos y Tailandia.
En este contexto internacional, la geografía que rodea a Iguala, ciudad de 140 mil habitantes, corazón de los sembradíos de amapola de todo el hemisferio, está dominada por grupos delincuenciales extremadamente violentos. Los criminales se han aposentado sometiendo y corrompiendo alcaldías y policías municipales para obligarlas a dar servicio y protección al multimillonario negocio trasnacional, el cual podría dejar a los traficantes mexicanos, ahora mismo, unos 17 mil millones de dólares anuales solamente en lo que hace a los opiáceos derivados de la amapola.
La debilidad institucional de los municipios y sus carencias ancestrales inclinan la balanza hacia los adinerados traficantes del opio, la heroína y la morfina, sin que las autoridades civiles y sus policías sean capaces ya de preservar mínimamente el orden y ejercer su obligación de ser garantes de la seguridad de los pobladores que las eligieron. Están rebasadas por la criminalidad, que no es local, nacional o regional, sino global –como aquí se explica– cuyos hilos se mueven desde cualquier parte del mundo.
Así, las comunidades de la Sierra Madre del Sur son como volcanes que producen exhalaciones desde su lava ardiente, agresiva. Son ollas de presión que guardan un potencial cada vez más peligroso de erupción para convertir en intransitable e ingobernable esa región caliente del país.
El asunto no es nuevo. El huevo de la serpiente se ha venido incubando gracias a políticas públicas que van de lo errático a la franca complicidad. Se están cumpliendo nueve años desde que el gobierno federal, en las postrimerías del sexenio de Vicente Fox, decidió ya no combatir mediante fumigación aérea los cultivos de mariguana y amapola en ninguna planicie o montaña de ninguna región de la geografía nacional.
Las decisiones presidenciales y las consecuentes órdenes transmitidas al Ejército, la Marina y toda suerte de policías federales, estatales y municipales, dentro de un esquema punitivo del supuesto combate al tráfico de drogas, dejaron caer sobre las espaldas de los mexicanos una tragedia sin precedentes, cuyo origen está precisamente en la “guerra contra las drogas”, llamada así por Felipe Calderón, aunque después pretendiera negar sus propias palabras. Hay registro oficial de más de 150 mil homicidios dolosos en ese periodo; más de 30 mil desapariciones sin que sean hallados vivos o muertos esa cantidad bárbara de ciudadanos; más de millón y medio de hombres, mujeres y niños fueron desplazados por la violencia; cada año no menos de 20 mil migrantes centroamericanos son víctimas de secuestro, extorsión, tortura, violación y muerte durante su viacrucis a través de la República mexicana.
Pese a la evidencia de esta crisis humana en la que se abandonó a su suerte a los mexicanos, porque no hay justicia para las víctimas de tantos rostros de la violencia, a tres presidentes de la República les ha parecido políticamente correcto dejar florecer los plantíos ilícitos, a los que se mantiene intactos desde el aire y son atacados solamente a pie por tropas que no alcanzan a competir en extensiones y en ritmo de superficies destruidas de sembradíos ilícitos con la proliferación de otros nuevos, que se multiplican como plaga o se expanden, literalmente, como la mala yerba.
Y no es una suposición, sino un hecho verificable, que esas siembras ilegales ya no son atacadas por la vía aérea. Eso ocurrió exactamente a partir del 28 de noviembre de 2006, tal como lo decretó Vicente Fox, a quien le faltaban 48 horas para entregar la banda presidencial a un Felipe Calderón que entró por la puerta trasera al salón de sesiones del Congreso para tomar posesión.
Y luego, sin reparo alguno en las consecuencias, ejecutaron esa orden de parar el ataque aéreo a las drogas, dos semanas después, en diciembre de 2006, el recién nombrado procurador de la República (hoy ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación) Eduardo Medina Mora y el entonces secretario de la Defensa Nacional, Guillermo Galván Galván. Ellos obedecieron sin chistar la instrucción de los dos presidentes panistas y pactaron transferir 108 aeronaves de la PGR a la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) para que durmieran y se chatarrizaran en instalaciones militares, porque a partir de entonces simple y olímpicamente se dejó de fumigar sembradíos ilegales.
Resulta monstruosamente criminal y absurdo, sin exageración alguna, que después de la descomunal tragedia que se dejó caer sobre las espaldas de los mexicanos descrita renglones arriba, México produzca hoy casi el doble de mariguana y al menos cinco veces más opiáceos que antes de la absurda y fracasada guerra que desató el gobierno de Felipe Calderón con el pretexto del combate al narcotráfico.
El objetivo de esa guerra fingida –la derrota del narcotráfico– nunca se cumplió. Por el contrario, se alentó con la inacción oficial la producción de opiáceos derivados de la adormidera, el cultivo de cannabis y la elaboración de drogas de diseño en cientos de laboratorios de la geografía mexicana.
Resulta entonces que hoy somos el mercado de abasto seguro de todo tipo de drogas que requieren más de 20 millones de adictos estadunidenses: heroína, mariguana y las sintetizadas en laboratorios. Además, México es el almacén y centro de distribución para todo el mundo de la cocaína que viene de Sudamérica. Ése es el triste papel que la potencia asignó a un país subordinado, su vecino del sur, con el que comparte una frontera de 3 mil 152 kilómetros.
No es en absoluto una exageración concluir, pues, que la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa es, finalmente, una responsabilidad de los tres últimos gobiernos federales mexicanos. Lo anterior a causa de la permisividad y la complicidad de las instituciones y los órganos públicos para que se continúen produciendo drogas en México en cantidades superlativas. Las decisiones que debieran ser soberanas acaban supeditándose a las necesidades del mercado internacional de sustancias ilícitas, controladas y administradas por la vecina potencia del norte, el país consumidor por excelencia.
Hay que reconocer que está, por supuesto, la responsabilidad inmediata del cogobierno PRD-Guerreros Unidos dominando la alcaldía de Iguala y controlando cualquier movimiento de personas y vehículos en su ámbito geográfico, operando la inadmisible agresión contra los normalistas. Estamos ante el resultado de políticas cultivadas fallidamente durante años.
La historia que desemboca en la desaparición de los 43 normalistas nace de esa supeditación al extranjero y de las políticas criminales e irresponsables de las recientes administraciones federales y estatales. Pero toda la investigación de ese crimen de lesa humanidad se orienta y se quiere constreñir al ámbito municipal, tal como conviene a los propios gobiernos federal y estatal, que sin dudas son corresponsables de esta desaparición forzada.
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Crecen campos amapoleros
En cuanto a la amapola, adormidera o papaver somniferum, de cuyo bulbo se extraen goma de opio, morfina y heroína, según análisis de InSight Crime, México pasó de tener 5 050 hectáreas sembradas con esa flor en 1995 a 19 500 hectáreas en 2009. Hoy la Organización de las Naciones Unidas (ONU) ofrece su propio cálculo (porque no existen datos confiables en México) de que hay por lo menos 12 mil hectáreas de plantíos de amapola en nuestro país. Son cifras de 2011, todavía sin actualizar. Con esa extensión amapolera, en condiciones óptimas de explotación, se calcula que podrían producirse hasta 250 toneladas de heroína.
InSight Crime aconsejó a México revisar sus estadísticas, pues los informes de erradicación de cultivos no son congruentes con esa superficie: la ONU se equivoca haciendo un cálculo conservador o los gobiernos mexicanos exageran su capacidad destructora de cultivos ilícitos para el lucimiento ante la opinión pública, o tenemos una abrumadora realidad de un crecimiento jamás visto de los sembradíos de amapola.
Veamos las cifras oficiales, todas verificables en documentos, en declaraciones públicas y en los anexos de informes presidenciales.
Comparando los cuatro primeros años de gobierno de Ernesto Zedillo (65 240 hectáreas destruidas) con el primer cuatrienio de Vicente Fox (74 232) y el correspondiente de Felipe Calderón (49 606), el promedio anual de hectáreas de adormidera que habrían logrado eliminar esas sucesivas administraciones es de 16 310 (1994 a 1998), 18 558 (2000 a 2004) y 12 401 entre 2006 y 2010.
Quiere decir que siempre hubo más de las 12 mil hectáreas que se dice hoy están sembradas en México, tal como también lo muestran las 27 mil hectáreas que la administración de Enrique Peña Nieto presumió haber destruido en sus primeros 20 meses de gobierno, sólo para decir a la opinión pública que superó las superficies de amapola erradicadas en los dos primeros años de Calderón, que oficialmente eran 25 249 hectáreas. Hay potencialmente 250 toneladas de heroína susceptibles de producirse aquí. Son una cantidad exorbitante, si se considera que México pasó de obtener ocho toneladas en 2005 (más o menos lo que se atribuye como extracción anual a Colombia hoy mismo) a 50 toneladas métricas de heroína en 2009. Sumémosle a las superficies de adormidera el hecho de que, en años recientes, los traficantes han conseguido extraer más goma de opio en muchas menos hectáreas, lo que daría otro salto exponencial en 2015.
Hablando de toneladas, hace por lo menos cuatro años que la real extracción de goma de opio y la consecuente elaboración de heroína en México se instaló en los tres dígitos, rebasando a la región de Shan, en el noreste de Myanmar.
Los traficantes mexicanos son verdaderos empresarios, con un olfato ultradesarrollado para los negocios. Captaron que el precio de la mariguana bajaría con la legalización de esa droga en varios estados de la Unión Americana, sea para usos medicinales o para consumo recreativo, y voltearon los ojos hacia la heroína. Sobre todo porque la tendencia entre los adictos en Estados Unidos apunta otra vez al consumo de los opiáceos, como había ocurrido a principios de los noventa. Hay un “nicho de oportunidad” para los empresarios de la droga mexicanos que no desperdician las coyunturas favorables del mercado. Más de 90% de la heroína que se inyectan, fuman o inhalan –o degluten en fármacos legales– los adictos estadunidenses (allí se cuasiduplicaron los heroinómanos en un lustro, de 373 mil en 2007 a 669 mil en 2012 y ahora rebasan el millón) llega desde México, y de esa cantidad de opiáceos más de la mitad sale desde Iguala.
En ese infierno cayeron los normalistas recién ingresados a la Normal Isidro Burgos de Ayotzinapa aquella noche del 26 al 27 de septiembre de 2014, cuando simplemente iban a tomar autobuses para hacer sus propios “trabajos de observación” de la escuela y luego retener los camiones para trasladarse a la Ciudad de México en ocasión del 46 aniversario de la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco.
Además de que el jugoso negocio ilegal no acepta testigos ni miradas extrañas, primero corrió el rumor y luego se publicó en varios medios de prensa y en redes sociales que uno de los autobuses que finalmente fue tomado por los normalistas ya estaba “cargado” con mercancía ilícita para ser enviado a Reynosa, Tamaulipas. No se especifica si era alguno de los dos Costa Line o el Estrella Roja del Sur.