¿Quién gana Estambul, gana Turquía?
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- “Quien gana Estambul, gana Turquía”. El dicho preferido de Recep Tayyip Erdogan se vuelve ahora en su contra. Conquistó la gran metrópolis del Bósforo en 1994 y la retuvo 25 años. Tras la derrota de su partido en las elecciones del pasado 31 de marzo, trató de aferrarse a ella por las malas, y en la repetición de los comicios del domingo 23 sólo consiguió que el varapalo fuera más duro.
Y se lo dieron, entre otros, sus maltratados preferidos, los receptores de sus acusaciones y denuncias, los kurdos y los sectores laicos y de izquierda. Un intento de engaño de última hora puede haber agravado la magnitud del rechazo. Y un oportunista cambio de lenguaje –su candidato Binali Yildirim utilizó en público la palabra prohibida “Kurdistán”– generó molestia entre sus propias bases.
El poder hasta ahora imbatido de Erdogan parece estar encontrando sus límites. No sólo porque su demostrada capacidad para jugar con las ideologías, y moverse de un lado a otro captando votantes, por fin quedó atrapada en contradicciones, ni porque Estambul –con una quinta parte de la población nacional y casi la mitad del Producto Interno Bruto turco– es, como él insistía hasta hace unas semanas, clave para controlar el país, sino porque haber superado la guerra sucia que le hicieron le da más relumbre a la victoria del opositor Ekrem Imamoglu, nuevo alcalde estambulita y figura emergente que podría retar al presidente-sultán Erdogan.
Apuesta costosa
Aunque sólo se trataba de unas elecciones municipales, el jefe de Estado les había impreso un carácter de referéndum informal ante las dificultades económicas, la victoria de sus rivales –el gobierno de Bashar al-Assad e Irán– en la guerra siria y un creciente conflicto con el estadunidense Donald Trump.
El 1 de abril se supo que el oficialista Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) había perdido las seis mayores ciudades de Turquía, incluida Ankara, la capital. Pero en general, eso no dolía tanto como ser vencidos en Estambul, tanto por su peso demográfico y económico como porque Erdogan, quien creció en el barrio de Kasimpasa y fue jugador del equipo local de futbol, nunca había sufrido una derrota ahí y lo considera una afrenta personal.
La victoria del opositor Imamoglu, sin embargo, era frágil: su ventaja quedaba en un exiguo 0.2%. De inmediato, el presidente y sus partidarios iniciaron una campaña de noticias falsas para poner en duda el resultado, apoyados en un panorama de medios de comunicación que el gobierno arrasó en la última década para ponerlo a su servicio, y presionaron al Consejo Electoral Supremo.
El 6 de mayo, por siete votos contra cuatro, este órgano dictaminó que algunos funcionarios de casilla no eran empleados públicos, como se establece en la ley, y anuló la elección de alcalde de Estambul. No importó que esa “anomalía” en realidad haya sido la práctica estándar en todos los procesos. Además, la oposición reclamó que si todas las demás elecciones de ese día (las de alcaldes y las de consejeros, en las que el AKP tuvo mayoría) habían sido realizadas por exactamente las mismas personas, ¿por qué sólo anularon la de alcalde metropolitano?
Mes y medio después los electores castigaron la maniobra: Imamoglu volvió a ganar, ampliando significativamente el margen de ventaja sobre el oficialista Yildirim, de 0.2 a 9 puntos, con 54% de los votos sobre 45%.
Hoyos a la vista
Van a tener dificultades, advirtió un humillado Erdogan, recordando que su AKP retiene 25 de las 39 alcaldías distritales de la ciudad.
Los grandes presupuestos, sin embargo, son controlados en la alcaldía metropolitana, que es fundamental para la financiación irregular del AKP. El presidente presume macroproyectos (en particular, un gran puente y un largo túnel que unen Asia y Europa atravesando el Bósforo) cuyos contratos, según las denuncias de la oposición, fueron licitados tramposamente, a cambio de comisiones millonarias que, junto con los programas de asistencia social, han servido para mantener andando la maquinaria de compra de votos.
Imamoglu pudo gobernar 17 días antes de que fuera anulada su victoria de marzo. En sus primeras declaraciones tras tomar posesión, anunció la revisión pública de los documentos municipales, con lo que quedaría exhibida la corrupción del AKP. No pasaron ni dos días antes de que una corte local resolviera prohibir que los papeles fueran puestos a disposición de los inspectores.
Su breve mandato fue suficiente, no obstante, para hacer algunos descubrimientos, como que, al llegar, tenía decenas de vehículos a su disposición –Imamoglu sigue transportándose en su coche de siempre– y que había una enorme suma destinada a construir residencias para él y 13 de los alcaldes distritales.
También, que los islamistas de Erdogan habían privatizado más de la mitad del presupuesto metropolitano: 60% es manejado por 28 empresas, propiedad de amigos o aliados del presidente. Fundaciones cercanas a él, además, recibieron millones de dólares en donaciones.
El presupuesto total, por si faltara poco, es inferior a la deuda de la ciudad: 20 mil millones de liras (3 mil 450 millones de dólares) frente a 26 mil millones (4 mil 500 millones): “Es la muestra de una municipalidad muy mal administrada”, dijo a la prensa.
Equilibrismo fallido
El malabarismo ideológico ha sido una de las habilidades que Erdogan ha puesto en práctica a lo largo de su carrera política. Durante el siglo XX la república turca fue conducida por los nacionalistas, que tenían como oposición principal a los sectores religiosos y, desde 1984, a los kurdos que buscaban militarmente la independencia bajo el liderazgo de un partido marxista.
Erdogan creyó que esto era una contradicción: la minoría kurda, económicamente relegada y con bajo nivel educativo, era conservadora y musulmana, por lo que su afiliación con los marxistas sólo podía ser explicada por la represión que ejercían sobre ella los nacionalistas. Si se les quitaba de encima el peso de la violencia y se les tendía la mano, pensaba, abandonarían el marxismo y de manera natural, gravitarían hacia el islamismo que él representaba.
El Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) aceptó el diálogo y silenció las armas, pero los kurdos siguieron votando por la izquierda, y ya en paz, con libertad para hacer campaña, se convirtieron en un peligro electoral para el AKP. De manera que Erdogan dio un bandazo hacia el lado contrario: a la bandera del Islam añadió la del nacionalismo, denunció el peligro kurdo, relanzó la guerra civil contra ellos y se alió con la ultraderecha nacionalista –que antes había sido su enemiga– para consolidar su base electoral.
Volvió a convertir a los kurdos en apestados políticos. El Partido Republicano del Pueblo (CHP), que antaño fue hegemónico y es heredero del fundador de la Turquía moderna, Mustafa Kemal Ataturk, es el más grande de la oposición y necesita del Partido Democrático del Pueblo (HDP, prokurdo e izquierdista) para hacerle frente al AKP, pero no puede entrar en contacto con él sin pagar un alto precio político.
Una parte de los kurdos de Estambul votó por Imamoglu en marzo, sólo para impedir que los islamistas ganaran. Ya que la quinta parte del electorado estambulita es kurdo, para la elección de junio se convirtieron en la clave de la contienda.
El CHP no podía solicitar el apoyo del HDP, ni siquiera admitir públicamente que lo aceptaría. Pero Selahattin Demirtas, el líder del HDP, encarcelado por motivos políticos desde 2017, entendió la importancia de arrebatarle la urbe milenaria a Erdogan y llamó a los kurdos a “apoyar el discurso” del opositor Imamoglu.
El presidente respondió con una jugada temeraria. El caudillo histórico del PKK, Abdullah Ocalan, es el único prisionero de la cárcel de la isla de Imrali desde 1999, y desde hace ocho años no le permiten ver ni a sus abogados. Erdogan dijo que el jefe kurdo había enviado una carta pidiendo que su gente se mantuviera neutral y no apoyara a Imamoglu. Su motivación, aseguró el presidente, es una querella por el liderazgo con Demirtas. No explicó, sin embargo, cómo puede haber una disputa entre dos hombres presos a cientos de kilómetros de distancia entre sí, uno de ellos en aislamiento total.
No le creyeron. Tampoco a su candidato, Yildirim, quien dio el sorprendente y atrevido paso de viajar al este del país, de donde son originarios los kurdos, a pedirles el voto de sus parientes en Estambul. Y para ganárselos, pronunció la palabra prohibida, “Kurdistán”, anatema para la doctrina oficial turca.
Fue un malabarismo, pero no equilibrismo, porque no sirvió para convencer a los kurdos, pero sí para indignar a los aliados nacionalistas del AKP, algunos de los cuales denunciaron traición.
Los estambulitas kurdos votaron masivamente por el candidato opositor, para indignación de Erdogan. El presidente, además, enfrenta la amenaza de sanciones comerciales de Trump, como castigo porque Turquía prosigue en su intención de comprarle armamento altamente sofisticado a Rusia y no a Estados Unidos. La economía –la lira ha perdido la mitad de su valor en dos años– ya está en problemas y si la Casa Blanca aprieta, se pondrá peor.
Una situación que podrá beneficiar al joven (49 años) Imamoglu, el hombre al que hay que seguir en la política turca.
Mientras tanto, un sector de la sociedad observa con indignación cómo, desde el lunes 24, se juzga a 16 personas acusadas de intentar derrocar al gobierno, por su participación en el movimiento del Parque Gezi, en 2013, que pedía reformas democráticas. La Fiscalía pide para ellos de 606 a 2 mil 970 años de cárcel.