Argelia: El poder detrás de Bouteflika
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- “¡Que te vayas significa que te vayas!”: este nuevo eslogan sintetiza la respuesta de la calle a la propuesta de Abdelaziz Bouteflika. El lunes 11, aceptó la demanda popular de no presentarse como candidato a un quinto periodo presidencial.
Pero con un matiz: se propone posponer las elecciones del 18 de abril y extender su mandato actual por un año, para constituir una “conferencia nacional” integrada por personalidades que propongan una ruta de transición. Lo que, a final de cuentas, viene a parecerse demasiado a su anterior concesión: sí asumir el quinto periodo, pero reducirlo a un año.
La particularidad de Argelia, es que a diferencia de los países en los que el presidente sale a hacer o decir algo (desde tratar de apaciguar con buen talante hasta a anunciar la represión), a Bouteflika no le han visto la cara ni ahora ni en los últimos años.
Cuando tuvo que registrar su candidatura, ni siquiera acudió él en persona, sino que envió a un representante. Ahora, también desde las sombras del hospital suizo donde se atiende de un prolongado padecimiento cardiaco, se le atribuye haber ordenado importantes cambios en el gabinete para satisfacer a los manifestantes, a los que no ha logrado seducir y preparan una gran manifestación para el viernes 15.
No muy lejos de ahí, en otro país norteafricano, Sudán, el pueblo también está saliendo a las calles para reclamar cambios profundos. Si Bouteflika lleva ya 20 años en el poder, Omar al Bashir tiene ya 30 desde que dio un golpe militar, en 1989.
La coincidencia de estos dos movimientos populares ha hecho que, quienes no se dieron cuenta de que la primavera árabe resultó invierno -en todos los países que tocó salvo Túnez-, planteen que esto podría ser la “primavera árabe II”. Los anima el anuncio de que Bashir deja la dirección de su Partido del Congreso Nacional.
Pero no renuncia a la presidencia. Si algo demostró la caída del egipcio Hosni Mubarak, en 2011, es que un régimen puede quitarse una careta y seguir aferrándose al poder, para ejercerlo con mayor brutalidad que antes. Y en Argelia, la careta es una que ni siquiera se deja ver.
Una victoria o un primer paso
Bouteflika tiene el carisma de haber peleado en una de las guerras de independencia más brutales de tiempos recientes. Tras la Segunda Guerra Mundial, las potencias reconocieron que había que modernizar el sistema de explotación colonial, crearon élites que formaron repúblicas y facilitaron las relaciones sin invertir el esquema de poder. Francia observó la conveniencia de esa ruta y la siguió en todos lados. Excepto en Argelia, a la que se aferró con el argumento de que no era una colonia sino una provincia de la Francia metropolitana. Aplicó toda la violencia que fue capaz hasta que se dio por vencida, en 1962. Bouteflika, que se había unido a la lucha armada a los 19 años, tenía ya 25 y fue nombrado ministro de la Juventud y el Deporte del gobierno de Ahmed Ben Bella, que a los 26 lo hizo responsable de Exteriores.
No era tan joven, sin embargo, cuando por fin llegó a la presidencia, en 1999, con el 74% de los votos, según el conteo oficial, en una elección en la que todos los demás candidatos se habían retirado porque el proceso era fraudulento de origen. Bouteflika tenía el apoyo del ejército. Y 62 años. El sábado 2, cumplió 82.
La Constitución permitía un máximo de dos periodos como presidente, pero en 2008 la hizo reformar para admitir la reelección indefinida y ya casi completa cuatro mandatos. En 2013, sufrió un infarto. Apenas puede hablar o caminar. En las elecciones de 2014, no hizo un solo acto de campaña. Ganó. Y apareció en televisión para dar su discurso de agradecimiento: no lo habían visto en un año y desde entonces, no lo han vuelto a ver. De alguna forma, sigue gobernando: La gente se pregunta: ¿cómo lo logra o quién manda en realidad?
La gente lo llama “Le Pouvoir”, el poder. Incluyen en él a Saïd Bouteflika, hermano menor del presidente y su “asesor especial”, que controla quién puede acercarse a él; también al general Ahmed Gaid Salah, el jefe del Ejército, que ha concentrado facultades e influencias; y con ellos, a políticos del Frente de Liberación Nacional, que condujo la guerra de independencia y desde entonces ha gobernado sin interrupción, y a grandes empresarios. Están acostumbrados a tomar las decisiones tras bambalinas, sin supervisión ni contrapesos.
Sus equilibrios internos, sin embargo, parecen incapaces de facilitar la emergencia de un nuevo líder –Saïd no ha logrado generar consensos alrededor de sí- y dependen, por lo tanto, de la continuidad de Bouteflika, que ha pasado más tiempo en hospitales en Suiza y Francia que en Argelia.
Ni siquiera queda claro que la salud le hubiera alcanzado para llegar a las elecciones del 18 de abril. Pero cuando quedó claro que el partido volvería a presentarlo como candidato, la gente se cansó. Aunque desde 2001, tras la represión al movimiento reivindicativo de la etnia bereber (que era la población indígena cuando los árabes invadieron en el siglo VIII –y de ahí procedieron a conquistar la Península Ibérica), las manifestaciones están prohibidas, las primeras protestas en Argel, el 22 de febrero, se han extendido por el país, y han continuado a pesar de que los generales han advertido que podrían sacar los tanques para sofocarlas.
En los primeros momentos, el anuncio de que Bouteflika no buscará el quinto periodo fue tomado como la victoria del movimiento. Muy pronto se dieron cuenta de que el plan tenía demasiados puntos oscuros: no sólo porque el presidente gobernaría el año extra que se había propuesto; también porque, ¿con qué autoridad dispone que las elecciones se realicen en tiempo o se aplacen a su gusto?; la conferencia nacional de la que habla, ¿qué legitimidad puede tener si no será integrada por representantes electos por el pueblo, sino por las “personalidades” que Bouteflika, o quienes esté tomando las decisiones con él o por él, escoja?
Lo que temen es un cambio de careta que sólo sirva para refrescarle el rostro a “Le Pouvoir”. Aunque la salida de Bouteflika les ha dado nueva motivación a las protestas de esta semana, que se ven fortalecidas de camino a la gran manifestación del viernes, los opositores reconocen que se trata de una victoria pequeña, un primer paso.
Un genocida por otro
En Sudán, las expresiones de descontento continúan a pesar de que, desde el 25 de febrero, están prohibidas por un decreto de estado de emergencia que emitió el presidente Omar al Bashir. No es la primera vez que enfrenta periodos de desobediencia popular, pero esta vez la oposición se ha unido bajo el paraguas de la Alianza para la Libertad y el Cambio. Además, el propio Bashir dio un paso inédito: el viernes 1, le cedió la dirigencia del partido a su lugarteniente, Ahmed Harun, hasta el próximo congreso de la organización (sin fecha anunciada). De esta forma, declaró, podrá “entregarse a sus responsabilidades nacionales” como presidente.
Al menos 870 manifestantes han sido detenidos y ocho sentenciados a penas de tres a cinco años de prisión. Además, desde el inicio del movimiento el 19 de diciembre, en protesta porque el gobierno triplicó el precio del pan, han muerto 51 personas, según Human Rights Watch.
Los observadores señalan que más que empezar a ceder el poder, la jugada de Bashir sería una retirada estratégica para contener la oposición dentro de su propio partido y fortalecer a sus aliados. Tras haber dirigido dos guerras sangrientas, la que fracasó en evitar la independencia de Sudán del Sur, en 2011, y la que tuvo éxito –tras la muerte de 300 mil personas- en aplastar a las tribus africanas de Darfur, Bashir está acusado de genocidio por la Corte Penal Internacional.
Pero Ahmed Harun no parece una alternativa mejor: él enfrenta los mismos cargos que su jefe.