Medio Oriente, también con fuegos de insurrección
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- Como en América Latina, Europa y Asia, en Medio Oriente también se encienden fuegos de insurrección. Otra vez. Los de Irán fueron tal vez los más intensos que ha habido en 10 años. Y los suprimieron con tal brutalidad, que los Guardianes de la Revolución, en voz del comandante Ali Fadavi, quisieron presumir ante los europeos: “Ustedes han tenido 11 meses de protestas en Francia y no han podido terminar con ellas. Nosotros lo hicimos en 48 horas”.
En principio, los jerarcas de la revolución islámica tienen motivos de orgullo: la ofensiva de George Bush y Tony Blair contra Irak en 2003 logró derribar a Sadam Huséin, pero provocó una sucesión de conflictos armados que, 16 años después, sólo resultaron en el crecimiento del poder de dos de sus mayores enemigos, Rusia y el propio Irán.
Y Teherán quisiera consolidarlo ahora que sus grandes enemigos parecen confundidos. Pero no es sólo en casa donde enfrenta retos: los pueblos de Líbano e Irak también están cuestionando en las calles su influencia, masivamente. Y el mismo esfuerzo por imponer esta influencia, interviniendo militarmente en esos países y en Siria, ha desgastado la legitimidad y la autoridad moral que le había ganado su resistencia ante el imperialismo anglosajón.
Si en los años 80 y 90, entre los chiíes de la región, era una referencia de libertad que hacía marchar a la gente detrás de él, hoy el régimen teocrático de los ayatolás ha demostrado que ya sólo le queda un recurso para sostener la hegemonía que les arrancó a sus rivales árabes y a Washington: la disposición a disparar y masacrar. Como dan cuenta alrededor de 600 manifestantes muertos, miles de heridos y otros miles de presos en cárceles donde la tortura y la desaparición son cotidianas.
Apagón Cibernético
Sólo en Irán, el número de muertos, en los 11 días de protestas, entre el 15 y el 25 de noviembre, alcanzó los 143. Se trata sólo de los casos confirmados por Amnistía Internacional, casi todos a resultas de disparos de armas de fuego, y los activistas denuncian que son más de 200.
A diferencia del movimiento de la Ola Verde de 2009, en esta ocasión han trascendido pocas imágenes e información de lo que ocurre. En aquel año, la gente se levantó en contra de un gran fraude en los comicios que permitió la reelección del conservador Majmud Ajmadineyad como presidente, y que llevó al presunto ganador, el reformista Mir Joséin Musaví, y sus cercanos a prisión domiciliaria, donde ya cumplieron una década.
El gobierno de entonces había previsto que el proceso sería un paseo y quiso la atención de los medios internacionales, permitiendo el ingreso de casi medio centenar de periodistas, incluido este enviado de Proceso. Así cuando empezaron las protestas y la represión, y a pesar de que las autoridades empezaron de inmediato a cancelar visas de prensa, los eventos fueron reportados de inmediato al mundo.
Además, ése fue el primer gran movimiento al que se reconoció por su uso extenso de redes sociales, tanto para realizar convocatorias como para difundir mensajes y videos de la violencia, como la grabación del asesinato de la joven agente de viajes Neda Agha Soltan.
Ahora, a partir de que la población se inconformó por un súbito aumento de la gasolina del 50%, el gobierno impuso un apagón total de internet del 17 al 23 de noviembre, para impedir la organización y silenciar los hechos.
Mientras la policía antimotines y los temidos milicianos basiyíes perseguían personas en la calle, detenían a quienes destacaban en las protestas y sembraban la muerte, la totalidad de los medios de comunicación se enfocaba en desacreditar los motivos del descontento (atribuyéndolos, como es su costumbre, a una conspiración de las potencias occidentales y árabes suníes).
Como en otras ocasiones, la tortura sirvió para arrancar “confesiones” de jóvenes que, en falsas entrevistas para televisión, se autoinculparon de servir a intereses extranjeros. Sólo hubo una novedad: se hizo especial énfasis en señalar a mujeres como incitadoras de actos vandálicos.
El lunes 25 de noviembre, en una manifestación masiva de apoyo al régimen en Teherán, el general Hoséin Salami, jefe de los Guardianes de la Revolución, proclamó la victoria total sobre los enemigos del país, y advirtió que “hemos mostrado contención y paciencia ante los movimientos hostiles de Estados Unidos, del régimen sionista (Israel) y de Arabia Saudí contra la República Islámica de Irán. Pero si cruzan nuestras líneas rojas, los destruiremos”.
De guía a opresor
El ataque con drones contra las instalaciones petroleras más grandes del mundo, en Abqaiq y Khurais en Arabia Saudí, que Washington atribuye a Irán, hace dos meses, pareció la consolidación de una victoria iraní definitiva cuando Donald Trump, quien había amenazado con un ataque nuclear si los iraníes seguían “provocando”, le atribuyó la responsabilidad a Teherán pero optó por bajar el tono y dejar pasar el penoso momento. Le cerraron la boca.
Culminaba así un periodo de ganancias geopolíticas para el país persa, que paradójicamente inició con la guerra del Golfo de 2003 con la que Washington y Londres le hicieron el favor de aniquilar a su enemigo Sadam Huséin, y que continuó con conflictos que abrieron la puerta a la intervención indirecta iraní a través de milicias afines en Irak, Siria, Líbano y Yemen, y directa con tropas propias en Siria e Irak, gracias a lo cual logró establecer lo que se conoce como “el arco chií”, un eje ininterrumpido que corre desde Teherán hasta el Mediterráneo, en Beirut, pasando por Bagdad y Damasco, y que incluye además a la más lejana Sana’a (Yemen).
La percepción de amenaza que generó la llegada de Trump al poder, en diciembre de 2016, priorizó dentro del régimen iraní la necesidad de blindarse ante posibles ataques, más allá de las diferencias entre conservadores y reformistas.
Así se convencieron de establecer bases militares no muy lejos de las fronteras israelíes del Golán. Los ataques aéreos del gobierno Netanyahu contra este peligro cercano sólo han reforzado la determinación iraní.
Para los pueblos vecinos, que comparten con los iraníes la pertenencia a la secta chií del Islam, empezó a cambiar la idea que tenían del hermano mayor, al que solían ver como ejemplo de resistencia patriótica y de guía moral y empezaron a considerarlo como opresor.
Irak
En Irak, donde gobierna una coalición encabezada por organizaciones chiíes cercanas a Teherán, las protestas contra políticos facciosos y corruptos corren desde el 1 de octubre. Al principio, las autoridades trataron de aplacarlas con concesiones marginales, pero después recurrieron a la represión, que ya ha dejado unos 400 muertos y más de 14 mil heridos, según la Comisión Iraquí de Derechos Humanos.
El líder supremo Alí Jameneí, que a la manera de un rey semi-absolutista encabeza el sistema político de Irán, no ostenta también una supremacía reconocida por todos en el chiísmo y tiene una rivalidad personal con el principal clérigo iraquí, el ayatolá Alí Sistaní.
Según el portal especializado Al Monitor, el jueves 21 hubo una reunión en Teherán en la que Jameneí le dijo a un representante de Sistaní que “Irán no va a renunciar a Irak ni permitirá que decaiga su influencia en Irak” y le exigió dejar de apoyar a los manifestantes. Sistaní replicó, en las oraciones del viernes 22, que si sigue el derramamiento de sangre se producirá “el reemplazo de este gobierno por otro”.
Líbano
Aunque las protestas en Líbano, que iniciaron el 17 de octubre, en principio se dirigieron contra todo el gobierno (compuesto por chiíes, suníes y cristianos), pronto el dirigente de la poderosa milicia chií Hezbollah, Hasán Nasralá, empezó a hablarles a los manifestantes como si fuera la principal autoridad, a pesar de que no detenta cargo oficial alguno; y cuando el primer ministro Saad Hariri –de la secta suní- renunció al puesto el 29 de octubre, quedó más claro que la respuesta del sistema estaba a cargo de Nasralá, a su vez aliado de Irán.
Han sido sus propios seguidores quienes han atacado en varias ocasiones el campamento de la protesta en Beirut, la última vez este domingo 24 y lunes 25, armados con tubos, puñales y piedras y ondeando banderas de Hezbollah y de la milicia Amal.
Todavía no hay quien se decida a encabezar un nuevo gabinete: es todo un reto porque quien lo haga tendrá que someterse a Nasralá y será visto como su títere. Pero Hezbollah sigue siendo la principal fuerza política y militar del país, todavía no ha echado mano de las fuerzas policiacas y cuenta con el respaldo de Irán.
Jaque
Para Teherán, sin embargo, el problema es que no parece hallar otra solución que la fuerza. Emplearla contra sus enemigos de siempre, como ha hecho con éxito hasta ahora, le reditúa prestigio, pero aplicarla sobre los pueblos de los que se dice salvador le está acarreando un significativo desgaste político.
En alianza con Rusia, Irán evitó que el régimen de Bashar al Assad perdiera la guerra en Siria y casi le da la victoria. Pero Assad representa a una minoría demográfica, los alauíes que son parte de la secta chií, y su dominio tiene la forma de una dictadura sobre la mayoría de la población, que es suní.
A final de cuentas, ni los poderes regionales suníes ni las potencias occidentales han logrado impedir que el régimen iraní establezca su arco chií del Golfo Pérsico al Mar Mediterráneo… pero son los pueblos los que lo han puesto en jaque.