Nagorno Karabaj: vivir en un jardín inflamable

lunes, 15 de mayo de 2017 · 09:31
CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En la pequeña aldea de Getavan, en Nagorno Karabaj, “Vahik” (nombre ficticio) recuerda cuando su abuelo traía a la familia amplia y a la cena se sentaba “media URSS”. De pura timidez, armenios y azerbaiyanos, entre otros, no movían un dedo. “Entonces, mi abuelo apagaba la luz y la comida volaba de la mesa”. La casa de Vahik es de piedra vieja, los enchufes quedan en los huecos sin cemento y las puertas son marcos sin barniz. Vive con poco, y le gusta dormir en el porche para oír murmurar el río tras los árboles de su huerto. Pero no es austeridad; es, más bien, que vive en vilo. Nagorno Karabaj es un enclave de armenios separado de facto de Azerbaiyán. Al deshacerse la URSS, la guerra por Karabaj (1988-1994) dejó 30 mil muertos y la casa de Vahik ardió. Hoy vive a 15 kilómetros de la línea de contacto, la frontera más militarizada de Europa, y optó por reparar sólo lo esencial: desde aquello, el goteo de bajas no cesó y nada asegura paz. En abril de 2016 se reavivó el conflicto y Vahik volvió al frente. En su celular, milicianos posan en praderas gélidas. Esos días, los medios reportaron 150 muertos pero de su boca y otras salen muchos más. Aquella cena hoy es inviable. Los armenios son mayoritariamente fervientes cristianos; los azeríes, túrquicos, musulmenes chiíes. Y tras los episodios de violencia étnica no se sabe de azeríes entre los 150 mil habitantes de Nagorno Karabaj. Azerbaiyán debió realojar a 600 mil connacionales desplazados, muchos hacinados en Bakú, su capital. Para llegar a Bakú hay que volar allá desde un tercer país. Y aunque se puede entrar en Armenia con sello de Azerbaiyán, a la inversa está vetado. Por demás, Azerbaiyán tacha de por vida a quien entre en el enclave, así que esta es sólo la historia desde dentro: la vida en una república que ningún país soberano reconoce. El paso de Lachin es un cordón umbilical entre Armenia y Nagorno Karabaj en una zona colchón controlada por armenios mayor que el área en disputa (4 mil 400 kilómetros cuadrados, tres veces la Ciudad de México). Sigue un valle tan frondoso y bello como vacío. Hay un retén con bandera de Nagorno Karabaj, viejas capillas y letreros de donantes armenio-estadunidenses. Y al cabo, en un hotel de la pequeña ciudad de Shusha, un mapa: una mancha roja toca las costas del mar Negro y del Mediterráneo, y otra rojiza -el Reino Parto-, el Índico. Arriba se lee El Imperio de Tigrán. Siglo I a. C. Luego vendrían persas, árabes (s. VII) y túrquicos (s. XI). Y con los siglos, muchos armenios se afincaron en la actual Turquía, y en Siria, Irak e Irán, y en Azerbaiyán. Cerca, la iglesia de Todos Santos tiene vista a las llanuras. Hay misa, y civiles y soldados prenden velas. Afuera, “Ani” (seudónimo) y un amigo ruso esperan a un tercero de Yereván, la capital de Armenia, para invitarlos a casa de ella. Extienden su invitación. El ruso me acompañará y traducirá. Junto a la mesa rebosante, en la sala de Ani hay un piano. Sobre el piano, dos medallas militares y más velas, y un plasma con una imagen fija: un soldado de unos 20 años. El hermano de Ani murió unos meses atrás, en los sucesos de abril. Su padre dice que nada acabará si Azerbaiyán no se retira del Bajo Karabaj, del llano. La escuela de mujeres ha sido remozada y se ve claramente qué partes se dañaron. Ahora es una escuela mixta, porque la de hombres quedó en ruinas. De camino, en ruso, Ani cuenta que algunas personas tuvieron que huir a Armenia a pie y cruzando ríos, sin dinero, y los hombres de 18 a 55 años debían defender el territorio. Está un poco intranquila. Le preocupa que alguien crea que está haciendo dinero mostrándonos aquello. Shusha, la segunda ciudad, apenas es un pueblo. Rodeada de maleza hasta la rodilla, entre miles de botones amarillos ondulantes, queda la escuela de hombres. Por las ventanas se ve el cielo, y Ani nos pide no pasar. En 25 años, toda obra es una placa metálica de la autoridad local. “Protegido por el Estado”, se lee en armenio y en inglés. Ese mismo cartel está clavado frente a la vieja mezquita del barrio bajo, a cinco minutos de allí. La mezquita, de estilo persa, está enrejada y olvidada, pero en pie, con sus dos torres de azulejos, sus arcadas y columnas y una pequeña fuente. La rodean bloques soviéticos de cinco plantas, unos remozados y habitados y otros apenas esqueletos. Stepanakert, a 10 kilómetros, es una capital compacta con una avenida ancha. En septiembre de 1991 se autoproclamó aquí la república. Ahora, el ministro de Exteriores nos da por 12 dólares dos adhesivos en forma de visa. Se lee Nagorno Karabaj, y en grande, Artsakh, su nombre armenio. El ministro tiende su tarjeta y nos da la visa sin pegar por si no queremos marcar los pasaportes. El transporte público es escaso y dos visitantes que hacían fila tras nosotros aceptan llevarnos en su auto de placas rusas. Van al norte, rumbo a Gandzasar, un monasterio que buscamos visitar en nuestro recorrido de C invertida. Son armenios de Gandzasar, pero migraron a la costa rusa del mar Negro: “Krasnodar es una pequeña USA: United States of Armenia!”. A inicios del siglo XIX, el imperio ruso tomó el Cáucaso y forzó a Persia a pactar la frontera en el río Aras, límite hoy de Armenia y Azerbaiyán con el Azerbaiyán iraní (tratados de Gulistán, 1813, y Turkmenchay, 1828). Muchos armenios del sur y persas del norte cambiaron de orilla, pero, apreciados entre los persas, muchos armenios se quedaron en el sur. Armenia e Irán mantienen buenas relaciones. Tras los acuerdos de París de 1919, Armenia ganó el noreste de Anatolia, donde tenía presencia secular, pero fue renegociado y pasó a Turquía. Armenia y Azerbaiyán fueron estados al caer la Rusia zarista, pero su delimitación ya fue sangrienta. Y en 1923, cuando la URSS fundó la República Socialista de Armenia y la de Azerbaiyán, creó dentro de esta el Óblast Autónomo de Nagorno Karabaj. Al ceder la URSS, Armenia ayudó a su independencia y Turquía bloquea a Yereván. La tercera pata, Rusia, tiene una base militar en Armenia y la respalda. En 1992, el Grupo de Minsk (OSCE) surgió para mediar en un conflicto que pasa del cuarto de siglo. Nadie quiere más tensión entre Rusia y Turquía, ni Europa sancionar a Azerbaiyán, que es rico en petróleo. De camino a Gandzasar queda cerca de la ciudad de Joyalí. Soldados armenios la atacaron en 1992 y dejaron entre 161 y 800 azerbaiyanos muertos. Hoy, el gobierno de Bakú trata de renombrar el ataque como genocidio, un término que otros 20 países dan, por considerarla sistemática, a la matanza de armenios iniciada en 1915 por los otomanos (turcos). En Vank, un muro luce cientos de placas de auto. Según varias guías eran de azerbaiyanos huidos; según locales, son placas desfasadas de la URSS. Eran de la URSS, pero con distintivo azerbaiyano. Y antes de dejarnos en el monasterio, los “rusos” cuentan su huida de la guerra agazapados en un molino, ocultándose en los bosques y abordo de un tractor rumbo a Stepanakert. Los testimonios de Joyalí son casi idénticos. Las iglesias, pequeñas, oscuras y con su torre cónica, surgen en cualquier rincón y atestiguan la presencia armenia. Los armenios presumen de haber sido el primer estado cristiano, allá en el siglo III. En su Iglesia, los popes son barbados, visten de negro y dan misa de espaldas. Cuentan que el alfabeto armenio lo inventó un monje en un monasterio cerca del frente. Su estética tiene algo de basílica romana, monasterio griego y románico occidental. Pero las formas sencillas las rompen tallas, cruces y celosías con trabajadas filigranas. Recuerdan a las miniaturas celtas y, desde luego, la angulosa geometría persa. Sin rastro de transporte, es preciso pedir raid, y así damos con Vahik. En el minibús rentado para el domingo familiar, la música local comparte ese crisol histórico. A modo de viaje escolar, o de familia errante, la chiquillada baila incansable, en pie, las manos siempre arriba. En Getavan persiste la tradición asiática de ofrecer galletas y dulces en un plato. Hasta 1822, Karabaj fue un janato túrquico. En la mesa, entre carne y vodka, Vahik asegura que en abril cayeron tres mil 500 azerbaiyanos y 150 armenios. Azerbaiyán declaró 37 muertos y Armenia 93, pero esas cifras desatadas se repiten a lo largo del camino. Vahik dice que tres mil eran turcos o mercenarios ucranianos, “como los de Donbass”. La toponimia y los rumores libran otra guerra, y periodistas de ambos lados han creado un Diccionario del Discurso del Odio para identificar sesgos en los medios y en la oficialidad. En Shushi, Karabakh Telecom era un logo fucsia en un edificio escarapelado y una red local tendida con ayuda libanesa. Desde el aeropuerto de Stepanakert no salen aviones, Bakú dijo que los derribaría. Y lejos de la ciudad, la vida pasa entre huertos, pastos y asados familiares. En la mañana, los chicos de Vahik pescan con red dentro del río. Este año, sólo un vecino ha acabado la escuela, y seguirá en Stepanakert o en Yereván. Por la carretera rara vez pasa un vehículo. Varios son viejos camiones que asfaltan otros tramos, y hay otros inmóviles: tanques que quedaron junto a lápidas de mármol, con rosas y fotos de soldados. --¿Y no hubo parejas entre armenios y azerbaiyanos? --Se fueron a Rusia--, dice Vahik. Río arriba, el agua baja por un cañón inhóspito y boscoso, un paraje edénico. Tres pick-ups con militares frenan en la boca de un viejo túnel y ofrecen dos lugares. Son armenios de Yereván, fuerzas de apoyo. Hoy es su día libre y vamos a las mismas termas. Enseguida, 20 hombres y tres mujeres se bañan entre vapores en slips o arremangados. Sonríen poco, pero son corteses. Su lógica invasores-invadidos les lleva a proyectarse en conflictos como el vasco, que no tiene ejércitos, línea de frente ni tal segregación. Ni componente religioso: varios soldados están tatuados en el pecho y en el brazo. La Virgen María; Cristo crucificado; otra cruz estilizada (el chiísmo azerbaiyano parece que resintió algo el comunismo). Al cabo, preparan un shashlik con una pata de cerdo que traían congelada y brindan por los padres, los mártires y los amigos. Claro que, en la línea, la vida es otra. En febrero de 2017, Rafael Larreina, exparlamentario vasco, visitó junto a otros observadores independientes Nagorno Karabaj: “Me dejó impactado ese contraste (con) la vida en Stepanakert y el resto del país”, escribe en un correo. A unas decenas de kilómetros encontró soldados jovencísimos y una escena de Primera Guerra Mundial: dos trincheras a 200 o 300 metros con intercambios periódicos de disparos. Nagorno Karabaj ha celebrado seis elecciones que Azerbaiyán no reconoce. Esta vez se dirimía si dar más poderes a su presidente, y el grupo, como en su visita de 2015, vio garantías democráticas. Larreina cuenta que los soldados, convencidos de su capacidad -pese a que el petróleo de Azerbaiyán financia un arsenal mucho mayor-, veían los ataques enemigos como una cortina de humo del gobierno de Bakú para tapar su corrupción, su autoritarismo o descontento de los azerbaiyanos. Eventos como el Gran Premio de Europa de F1 en Bakú, paralelo a nuestra visita, son vistos como propaganda en Occidente, y pese a una vía política estancada, activistas pro-diálogo han sido intimidados. Una investigadora basada en Bakú rechazó vía correo contribuir a este trabajo. “Quiero seguir viviendo aquí”, escribió. Del mismo modo, una joven azerí aceptó una serie de preguntas, pero nunca las respondió. Los informes sobre Azerbaiyán denuncian persecución a ONG y periodistas. En 2017, Freedom House calificó a Armenia de “parcialmente libre” y a Azerbaiyán como “no libre”. Larreina cuenta que Azerbaiyán ya no se conforma con incluir a los observadores en su lista negra: “Ha cursado orden a Interpol para detener a los europarlamentarios”. Por ahora, él no ha recibido citación. Por su parte, la OSCE tomó nota del referéndum, pero al no reconocer la soberanía karabají, no lo avaló. Desde esa votación, la autoproclamada república se llama Artsakh. Artsakh apela a la democracia, Azerbaiyán a la legalidad. Queda claro que la accesibilidad de un bando no adscribe territorios, pero, para el visitante, no es simétrico. Completamos la C invertida con un exsoldado de Yereván. Entre robles, nogales y moreras, el jardín negro ha mostrado su esplendor. Pero el soldado aminora, enseña fotos suyas de abril en las trincheras y en un vídeo aparece un cadáver. Eran turcos, dice, que se habían ensañado con civiles. Thomas de Waal, autor de Black Garden, lamenta que el negro ahora sugiera luto, y una “especie de pacto suicida” de a dos. Hoy, a cada trago, Vahik brinda por repetir aquella cena que empezaba a oscuras.

Comentarios