El miedo se respira en Jerusalén
El conflicto se respira en cada esquina de Jerusalén, una ciudad santa para el islam, el judaísmo y el cristianismo, donde intentan convivir judíos y palestinos, pero se mezclan peligrosamente, además de la religión, la lucha por la tierra y los arriesgados juegos políticos. Si ya en los hechos los musulmanes son tratados como ciudadanos de segunda, el reconocimiento de Donald Trump de ese lugar como la capital de Israel empuja a más conflictos a la zona más sensible de todo Medio Oriente.
JERUSALÉN (Proceso).– Vivir en Jerusalén puede ser un privilegio, un castigo, un gesto de resistencia, una expresión de nacionalismo o un acto de fe, pero jamás sinónimo de una existencia anodina.
Israelíes o palestinos, creyentes o ateos, la Ciudad Santa no deja a nadie indiferente. Su historia apasiona, su intensa luz deja sin aliento; el discurso de sus habitantes atrapa al visitante y el conflicto que se respira en cada esquina cuestiona a quienes pisan sus calles milenarias, donde se mezclan peligrosamente religión, lucha por la tierra y complicados juegos políticos.
Basta un paseo por su casco antiguo para caer en la cuenta de que Jerusalén, en la que intentan convivir israelíes y palestinos, es extrema, compleja e intensa. Al Quds, como la llaman los palestinos, que en árabe quiere decir “La Sagrada”, es efectivamente santa para las tres religiones monoteístas: islam, judaísmo y cristianismo.
En las calles de esta ciudad histórica, y a escasa distancia una de otra, se encuentran la iglesia del Santo Sepulcro, donde –según la tradición– Jesucristo fue crucificado; la mezquita Al Aqsa, tercer lugar santo para los musulmanes, y el Muro de las Lamentaciones, vestigio del segundo templo de Jerusalén destruido en la época romana.
Miles de fieles de todo el mundo rezan en estos lugares cada día o los veneran a distancia, lo cual convierte la ciudad en un punto del mapa disputado e hipersensible en el corazón del conflicto entre israelíes y palestinos.
Para los judíos, Jerusalén es su capital eterna e indivisible. El discurso del presidente de Estados Unidos, Donald Trump, del pasado miércoles 6 viene a darles la razón. Por su parte, los palestinos, quienes representan 35% de la población de la ciudad, sueñan con un Estado que tenga Jerusalén Oriental como capital, idea que ha sido plasmada en los borradores de todos los acuerdos de paz de los últimos 20 años.
Por ello, escuchar a Trump reconociendo toda Jerusalén –y no sólo el oeste de la ciudad– como capital de Israel es un balde de agua fría sobre las aspiraciones palestinas.
Horas después del discurso de Trump, en una Ciudad Vieja lluviosa y triste, el pesimismo y el hartazgo palestinos se reflejaban en cada rostro, en cada discurso.
“Estamos cansados, muy cansados. Nadie nos ayuda, sólo Dios. Y vivimos repitiendo: ‘Tal vez mañana todo irá mejor’. Mi padre desde 1940 decía que las cosas podían mejorar. Murió hace nueve años y seguimos diciendo que las cosas pueden ir mejor mañana. Pero nada cambiará en este país, nada. De todas formas, los israelíes ya poseen todo; la ciudad entera es de ellos. Con o sin embajada, ¿a quién le importa? ¿Qué cambiará? Nada”, lanza amargamente Hani Abu Hassan, un palestino de 57 años, nacido entre los muros del casco histórico de la ciudad.
La desolación de los palestinos es resultado de 50 años de ocupación israelí de Jerusalén Oriental, Ciudad Vieja incluida. En 1967 Israel tomó el control de la parte oriental de Jerusalén pasando por encima de la llamada “Línea verde”, una frontera que dividía la ciudad en este y oeste desde el armisticio de 1949, tras la primera guerra árabe-israelí. Pero hasta hoy la famosa Línea verde, invisible físicamente, es tomada como referencia por la comunidad internacional en las conversaciones de paz.
Estados Unidos se ha convertido ahora en el único país que tendrá embajada en Jerusalén, pues la comunidad internacional, que no reconoce esta ocupación y posterior anexión de Jerusalén Oriental, ha situado sus embajadas en Tel Aviv y ha dejado en Jerusalén sólo representaciones consulares.
[caption id="attachment_514881" align="aligncenter" width="1200"] Un abogado palestino lanza una piedra contra soldados israelíes en Ramallah, Palestina. Foto: AP / Nasser Shiyoukhi[/caption]
Ciudadanos de segunda
La realidad es que Israel gobierna de facto en toda Jerusalén. Sus banderas ondean en el este y el oeste de la ciudad y cualquier decisión municipal –los servicios de transporte público, el suministro de electricidad o la recolección de basura– pasan por manos israelíes.
Mientras tanto, los palestinos son ciudadanos de segunda categoría. Se les ha privado incluso del derecho a ser ciudadanos.
Un palestino nacido en Jerusalén, cuyos padres y abuelos también nacieron en este lugar mucho antes de la creación del Estado de Israel en 1948, tiene hoy un documento de identidad emitido por el gobierno israelí en el que se le califica de residente. Es un documento preciado que se puede perder, por ejemplo, si pasa un cierto tiempo fuera de la ciudad. Entre 1967 y 2014, Israel revocó su residencia a más de 14 mil 400 palestinos, según datos oficiales israelíes.
“Somos palestinos viviendo en Israel bajo gobierno israelí, bajo su control. Nuestro documento de identidad dice que somos personas que residen provisionalmente en esta tierra. Nuestra tierra. No somos ciudadanos. ¿Los palestinos controlan de alguna manera Jerusalén? No. Ni siquiera podemos controlar el acceso a nuestra mezquita. ¿Qué cambia entonces con las palabras de Trump? Nada, son sólo palabras”, lanza Mahmud, sin querer dar su nombre completo por miedo, minutos después de escuchar al presidente estadunidense en un café de Jerusalén Oriental.
Los más de 300 mil palestinos de Jerusalén tampoco obtienen licencias para construir o realizar obras en sus hogares, pero paralelamente hay colonos israelíes instalados en el este de la ciudad que compran casas, obtienen licencias de construcción y se expanden de manera inexorable, un hecho condenado por la comunidad internacional.
Según datos de la Organización para la Liberación de Palestina, en Jerusalén Oriental hay 20 mil casas palestinas sobre las que pesa una orden israelí de demolición, que destruye anualmente un promedio de 100 viviendas en esa parte de la ciudad, una cifra que en 2017 se va a superar ampliamente.
“Seguir viviendo en Jerusalén es el mayor acto de resistencia de los palestinos”, afirma Fouad, residente en Salahedin, una de las calles más emblemáticas de Jerusalén Oriental.
Pero la realidad es que la población palestina de Jerusalén se ha visto diezmada por las expulsiones de 1948, cuando se creó el Estado de Israel, las guerras posteriores, la presión israelí y alto costo financiero que entraña vivir en la Ciudad Santa.
En este momento 250 mil judíos residen en grandes colonias israelíes situadas en el este de la ciudad. A ellos se suman otros 2 mil 500, la mayoría militantes ultranacionalistas de extrema derecha, quienes viven en casas de la parte musulmana de la Ciudad Vieja o en vecindarios árabes como Silwan, Jabal Mukaber, Sheij Jarrah o Wadi Joz, prácticamente atrincherados en medio de miles de palestinos. La presencia de todos ellos en esta parte de la ciudad es considerada ilegal, según el derecho internacional.
Para las organizaciones no gubernamentales que están contra la ocupación, como la israelí B’tselem, la creciente colonización de Jerusalén y la discriminación de los palestinos tiene el propósito de “hacer crecer la población judía de Jerusalén Oriental y espantar a los palestinos, con el objetivo de garantizar a Israel una futura soberanía sobre esa parte de la ciudad”.
Actualmente un muro invisible separa a israelíes y palestinos y la convivencia en Jerusalén parece más bien una ilusión óptica. Los palestinos no se aventuran en ciertos barrios del oeste de la ciudad y, por miedo, los israelíes no ponen un pie en muchos vecindarios árabes. En algunas partes de la ciudad pueden compartir espacios sin mezclarse y muchas veces las relaciones no son de igual a igual. El palestino es, a menudo, el jardinero, el que lava los platos en el restaurante o el trabajador de la construcción.
El ayuntamiento de Jerusalén se esfuerza en exponer una imagen de la ciudad unida, moderna y en la que no existen discriminaciones, pero la realidad desmiente esta fotografía idílica.
Según datos de organizaciones humanitarias, el ayuntamiento de Jerusalén dedica 10% del presupuesto a los barrios palestinos del este, aunque paguen impuestos como los israelíes y representen un tercio de la población.
Según B’tselem, 90% de las aceras, carreteras asfaltadas y sistema de alcantarillado están en el oeste de Jerusalén. Mientras esta zona tiene mil espacios verdes y parques, el este sólo cuenta con 45; en el oeste hay 26 bibliotecas, frente a dos en el este. Los ejemplos son interminables.
[caption id="attachment_514508" align="aligncenter" width="1200"] Soldados israelíes apuntan a manifestantes palestinos, durante un enfrentamiento luego de una protesta en contra del reconocimiento estadunidense de Jerusalén como capital de Israel, cerca del asentamiento judío de Beit El, al norte de la ciudad cisjordana de Ramallah. Foto: Xinhua[/caption]
“Corpus separatum”
Jerusalén tiene un aura de ciudad intocable que se siente al visitar su parte histórica y sus lugares sagrados.
En 1947, cuando la ONU aprobó el plan de partición que dio lugar meses después a la proclamación del Estado de Israel, recomendó que Jerusalén fuera un “corpus separatum (cuerpo separado)” y que la comunidad internacional velara por ella. La comunidad internacional también concordó que el destino de la ciudad debería definirse únicamente cuando israelíes y palestinos encuentren un acuerdo de paz definitivo.
Trump, con su decisión, rompe con este consenso internacional.
“Trump aún necesita la leche de su mamá. Es nuevo en política, no conoce sus mecanismos, no sabe nada. Para mí todo esto es el inicio del fin, del fin de Israel, como está escrito en el Corán”, afirma Hazem, un anciano palestino que juega impasible al dominó en la Ciudad Vieja de Jerusalén.
La decisión del presidente estadunidense despierta especial inquietud, porque afecta de alguna manera a los lugares santos de Jerusalén, concretamente a la Explanada de las Mezquitas, en cuya protección muchos palestinos están dispuestos a sacrificar sus vidas.
Este lugar santo musulmán es presentado a menudo como el origen del conflicto entre israelíes y palestinos, aunque la batalla entre ambos pueblos es fundamentalmente por la tierra y no por la religión.
Los jordanos y el Waqf, la autoridad religiosa islámica, custodian la Explanada y velan por su statu quo, ratificado en 1994. El culto musulmán es el único permitido en este impresionante y conmovedor lugar, casi una pequeña ciudad dentro de la Ciudad Vieja, donde se alzan la mezquita Al Aqsa y la emblemática Cúpula de la Roca, un domo dorado que aparece en casi todas las estampas de Jerusalén.
Judíos, cristianos y otras confesiones pueden visitar la Explanada, pero no pueden rezar. Los judíos veneran el lugar como el Monte del Templo, por encontrarse en el sitio donde se alzó el segundo templo de Jerusalén.
“Todo esto va a traer consigo una nueva guerra. Pero no estamos asustados ante la violencia o ante la posibilidad de ver gente morir. Hemos visto cosas peores antes, desde que nacimos”, dice Abed, un joven estudiante de la universidad de Al Quds de Jerusalén.
En el pasado, decisiones israelíes que han salpicado este lugar santo han causado violencia. Nadie ha olvidado que la segunda intifada palestina, en el año 2000, estalló cuando el entonces líder de la oposición israelí, Ariel Sharon, visitó la Explanada de las Mezquitas.
El fantasma de esta sangrienta intifada, que duro cinco años y cobró más de 5 mil muertos palestinos y más de mil israelíes, aún recorre cafés de Jerusalén Occidental, ciertas líneas de autobús o el gran mercado Mahane Yehuda, golpeados por cruentos atentados suicidas. El recuerdo de los muertos palestinos, la mayoría jóvenes caídos en enfrentamientos con soldados israelíes o en redadas, alcanzados por una bala perdida o cuando intentaban agredir a un israelí, todavía se mantiene vivo en Jerusalén Oriental.
Porque si hay una cosa que comparten todos los habitantes de Jerusalén es el miedo. Un miedo del que numerosos civiles israelíes se defienden yendo armados, lo cual crea estampas inéditas en esta ciudad que se dice santa.
Este reportaje se publicó el 10 de diciembre de 2017 en la edición 2145 de la revista Proceso.